Cuando Justin se sentó junto a ella a la hora del desayuno no hubo uno de esos «buenos días» amable como de costumbre.
Claudia acabó su café y repiqueteó con los dedos sobre la mesa, esperando a que él dijera algo, o le recriminara algo, pues su interrupción de la noche anterior significaba mucho más que pillarlo con una de sus amantes, cosa que, por cierto, hasta la fecha no había ocurrido antes.
Hay silencios cómodos, convenientes, hasta necesarios. Más aún entre viejos amigos, cuando no hay por qué llenar los minutos con conversaciones insustanciales. Sin embargo, ése no era uno de esos instantes, pues ambos se miraban, o mejor dicho, se tanteaban con la mirada.
¿Quién de los dos sería el primero en abrir fuego?
Ella no quería ser quien rompiera el silencio, pero no podía aguantar más, tenía que preguntárselo.
—¿Por qué ella?
Justin dejó con brusquedad el cuchillo de la mantequilla y la miró con mala cara.
—¿No crees que tienes mucho que callar como para preguntarme algo así?
Claudia hizo una mueca, quizá no era la pregunta, sino más bien el tono, un tanto belicoso, lo que le había molestado, y decidió formular la cuestión de otro modo.
—Sólo quiero entender cómo ha sucedido. —A pesar de sus esfuerzos, la situación la tenía tan trastornada que no podía evitar mostrarse incómoda.
Él tiró la servilleta de malos modos, cabreado como nunca antes.
—Precisamente que seas tú quien me reproche algo así…
Claudia negó con la cabeza, iban a discutir, no sería la primera vez, pero sí resultaba muy diferente a otros momentos en los que cada uno expresaba su punto de vista; allí, además de distintos pareceres entraban en juego ciertas emociones.
—No es un reproche, Justin. Simplemente quiero saber cómo, por qué…
—El dónde ya lo sabes, ¿no? —contraatacó con sarcasmo.
—Así no vamos a llegar a ninguna parte —murmuró frustrada por el cariz que estaba tomando la conversación.
—Mira, es mejor que lo dejemos —repuso él con la clara intención de abandonar la casa y ponerse a trabajar.
—Somos amigos —le recordó ella innecesariamente.
—Joder, no me vengas con ésas —protestó adoptando una postura combativa, pues no entendía muy bien por qué insistía tanto en ese tema. Se pasó la mano por el pelo y se acercó hasta ella para dejar las cosas muy claras—. Quizá no haya sido todo lo precavido que debiera, pero eso no te da derecho a cuestionarme ni juzgarme. ¿De acuerdo?
—Yo no te juzgo, sencillamente me ha sorprendido, y… y…
—Sencillamente crees que sólo tú tienes derecho a pasar buenos momentos, que sólo tú te lo mereces y claro, lo dice la personificación de la discreción.
Ella parpadeó ante el tono marcadamente acusatorio de su abogado.
—Yo no tengo nada de que esconderme.
—¡Por favor! —exclamó indignado—. No me toques los cojones. Tuve que tener una seria conversación con cierto conserje aficionado a darle a la lengua cuando empinaba el codo.
Ella tragó saliva al darse cuenta de lo que eso significaba.
—Y —prosiguió él— no contenta con eso, tu querido señorito deja su bonito deportivo bien a la vista todas las noches que viene a verte, que son casi todas, por cierto. Sin embargo, yo no he abierto el pico, ni te he cuestionado. Pese a que esté firmemente convencido de que te estás metiendo en un lío del que no vas a poder salir. Pero claro, ahora que el señorito ya no te ve como a una sirvienta más, has decidido aprovechar la situación y recordar viejos tiempos. ¿Me equivoco?
El problema, pensó Claudia, era que Justin pocas veces se equivocaba y eso escocía.
—Y ahí no acaba la cosa. Para rematar todo este desaguisado, resulta que él es el padre de Victoria, hecho que te has empeñado en esconder, aunque no me preguntes por qué, porque sigo sin entenderlo.
—¿Cómo lo has sabido? —preguntó ella y añadió a los pocos segundos—: No me lo digas, me hago una ligera idea.
—Entonces, no contenta con ocultar a todo el mundo algo que tarde o temprano iba a saberse, y más aún cuando en vez de haber liquidado todo esto y vuelto a casa, te has empeñado en jugar a yo qué sé, por el simple hecho de creerte mejor que nadie.
—Eso no es justo y lo sabes —se defendió ella.
—Entonces ¿por qué no vuelves a Londres y me dejas a mí al frente de todo?
—Porque no puedo —contestó abatida, reconociendo por primera vez en voz alta la verdad.
Se incorporó para quedar a la altura de él y poder demostrarle con un gesto lo injusto de su proceder, pues Justin tenía razón, no era quién para cuestionarlo.
—Debiste confiar en mí, joder —masculló abriendo los brazos para recogerla entre ellos. Había sido duro con ella, sí, pero ése era uno de los aspectos más importantes de su relación, poder hablar sin disimulos. Ya habían jugado suficiente al gato y al ratón cada uno por su cuenta.
—Lo sé —admitió con pesar—. Pero tenía miedo.
—¿Por qué? Claudia, sabes de sobra que siempre te he apoyado, siempre —repitió con énfasis.
—Porque tienes razón. Porque sé, aunque me duela reconocerlo, que esta vez he pasado por alto todas y cada una de las razones por las que debí marcharme el primer día. No he escuchado a la razón y sé que voy a pagar las consecuencias.
—No sé qué decirte, la verdad. —Se echó hacia atrás y sonrió tristemente antes de continuar—. A no ser que admita que esta vez los dos nos hemos dejado llevar y estamos metidos hasta el cuello en algo que nos va a causar mucho dolor.
Tras el abrazo de reconciliación, ella volvió a sentarse; tenía trabajo pendiente pero prefería, ahora que parecía posible, aclarar cosas.
—No sé cómo llegó a enterarse Henry… Supongo que no se conformó con lo que le conté e indagó por su cuenta. Tú lo conocías.
El abogado asintió.
—Sí, era imposible engañarlo —convino con cariño—. Y ahora entiendo su jugada. Lo que no llego a comprender es tu actitud.
—¿Te lo ha contado ella?
—Sí, y no puedo comprenderte, y ya que estamos, a Rebeca tampoco. ¡Por Dios! Es frustrante lo que es capaz de hacer Santillana para después irse de rositas. De verdad que soy incapaz de entenderlo.
—Para ello tendrías que haberte criado aquí —apuntó con media sonrisa—, pero tú también has caído, ¿no?
—¿Estás celosa? —inquirió arqueando una ceja ante la pregunta.
—Esa pregunta es absurda. Simplemente me sorprende que sea precisamente ella la que…
—No me lo recuerdes —admitió, ya que todo ese asunto le suponía un malestar interno—. Es… es inconcebible lo que ocurre aquí. Ella está totalmente ninguneada, obviada, despreciada y no sólo por tu querido Jorge, sino por la familia, y aun así se niega a reaccionar.
—Ha dado el primer paso, ha reaccionado contigo —dijo ella sin que sonara recriminatorio.
—No es suficiente. Mírate a ti, por ejemplo. Podrías haber llegado y dejarles muy claro quién manda aquí o haber desalojado toda la propiedad. Sin embargo, aparte de reflotar la empresa, permites que sigan viviendo allí. ¿Cómo explicas eso?
—Buena pregunta —suspiró—. Podría, sí, arrasar todo como si fuera Atila y echarlos, con lo que lleva aparejado: el descrédito social, las murmuraciones y especulaciones. Todo lo que más temen y odian. Lo pensé, lo admito, pero luego me di cuenta de que no servía de nada. Voy a levantar la empresa no por restregarles el éxito delante de sus narices, sino por Victoria, al fin y al cabo es su herencia, le pertenece.
—Ese punto puede tener sentido; sin embargo, ¿por qué no hablar claro? Tu querido Santillana siempre te tuvo presente, nunca te olvidó.
—Hay cosas que… nunca se perdonan.
—Ya, pero si tú le explicas lo que de verdad ocurrió…
—Lo hice.
Esa noticia lo dejó descolocado, pues toda su argumentación se quedaba sin uno de sus pilares: según Rebeca, nunca pudo olvidarla, así que… ¿qué nueva pieza faltaba en este intrincado rompecabezas?
—Antes de marcharme le escribí una carta. Si de verdad me hubiese querido, nada más leerla debería haber sabido que esas palabras no eran ciertas.
—Aparta por un momento tu orgullo, Claudia. Sé lo de la carta, que te obligaron a escribirla, pero ¿cómo lograste que se la entregaran sin levantar sospechas? Si sus padres la aprobaron…
—Estaba plagada de faltas de ortografía —explicó sintiéndose tonta al admitirlo.
—Otra vez tu orgullo, ¿no? —dijo con cariño—. Esperabas que él, seguramente dolido y enfadado, viera más allá y saliera en tu busca.
—Pero no fue así, y ahora no importa. Ya no tiene sentido darle más vueltas.
—Te equivocas, tiene mucho más sentido del que estás dispuesta a admitir y ¿sabes por qué?
—Dímelo —pidió resignada.
—Me molesta terriblemente admitir que ese cabrón tenga tanta suerte, pero está claro que tú tampoco lo has olvidado. Cuando tú y yo intentamos… acercarnos siempre pensabas en él. En todos estos años nunca te he visto interesada en ningún hombre, a pesar de las interesantes ofertas que has recibido, y todo por él. No hace falta que admitas nada —dijo comprensivo—, pero no pasa nada por asumirlo.
—No pareces tan afectado —murmuró acariciándole el rostro; podía pasar de todo, pero el cariño que sentía por él se mantendría inalterable.
—Si pretendías que me arrastrara ante ti por romperme el corazón te diré que en el fondo ahora sé que, si hubiésemos llegado a casarnos, nos hubiéramos divorciado en menos de un año o, peor aún, acabado odiándonos.
—¿Eso quiere decir lo que creo que quiere decir? —preguntó ella.
Justin sonrió y le cogió la mano antes de hablar.
—Ése no es principal escollo. Rebeca es…
—Puedo soportarlo —indicó ella al ver que se callaba, pues hablarle de la mujer de su amante no era lo que se dice plato de buen gusto.
—Otra víctima —admitió—. No tiene autoestima y cree que le debe la vida. —Se echó hacia atrás en la silla y cerró los ojos—. Sin embargo, es una de esas mujeres a las que no sólo deseas proteger y cuidar, sino también provocar y observar sus reacciones. Estoy seguro de que con el incentivo adecuado puede brillar por sí sola.
—Vaya… eso quiere decir que has caído con todo el equipo.
—Me temo que sí —convino con pesar—. Y para una vez que me pasa, resulta que está casada en un país donde va a ser imposible divorciarse. Algo que, por cierto, no admite y me fastidia, pues no asume que su marido le pone los cuernos día sí y día también. —Miró de reojo a Claudia—. Y no te ofendas: duerme, o lo que sea, aquí todas las noches.
—No me ofende, es la verdad. Es duro, pero es así.
—¿Cómo puedes soportarlo? ¿Cómo haces para no subirte por las paredes sabiendo que jamás podrás estar con él libremente?
—Dímelo tú.
—Yo no acepto esa jodida resignación. No tengo muy claro qué voy a hacer, o mejor dicho cómo lo voy a hacer, pero no pienso quedarme de brazos cruzados.
—Buena suerte —le deseó con tristeza—, pero te aconsejo, y hazme caso, sé de qué hablo, que no luches contra molinos de viento. Vive el momento.
—¿Y me lo dices así? ¿Tú? ¿Una luchadora nata? —preguntó con cierto interés en provocarla, pues Claudia nunca se rendía tan fácilmente.
Y ella le dio la puntilla al murmurar:
—Aquí las cosas son diferentes.