Claudia tenía la mosca detrás de la oreja. Puede que por las noches estuviera más pendiente de quién la visitaba a ella que de otra cosa, pero no le había pasado desapercibido que su fiel abogado había desaparecido en alguna ocasión, no tenía muy claro el motivo de ello, de ahí que estuviera intención de averiguarlo.
Sabía que Justin no era ningún monje y que tenía sus aventuras, siempre con la máxima discreción, faltaría más, y, aunque en este caso, mantenía esa constante, Claudia sentía cierta curiosidad por averiguar quién era la afortunada, en primer lugar porque en esa ocasión el exceso de discreción llamaba la atención y, en segundo, porque, después de oír hasta la saciedad que allí las cosas eran diferentes, no sabía cómo había llegado a interactuar con alguna mujer de esos lares. Más que nada porque dudaba que su amigo frecuentara una de esas whiskerías tan famosas de la comarca.
Y luego estaba Victoria, que también desaparecía, manteniendo igualmente un secretismo exasperante, menos mal que sólo durante el día. Por más que lo había intentado, su hija se negaba a decirle dónde pasaba su tiempo.
Cierto que había entablado amistad con la hija de Severiana, pero Victoria se comportaba de forma extraña. No hacía preguntas, cosa muy rara dada su naturaleza curiosa, así que seguía preocupada, pero por el momento la dejaría tranquila, ya se sentía bastante culpable como para cuestionarla, así que prefería dejarlo correr, pese a que se arriesgaba demasiado, pues alguien… algún «amable ciudadano» deseoso de hablar lo hiciera «sin pensar», consiguiendo que su hija atara cabos.
No quería pensar en esa posibilidad.
Se abrazó a sí misma, mientras paseaba por la estancia, sin poder desconectar de todo cuanto le pasaba por la cabeza.
La madeja se enredaba cada vez más; esa vez estaba dejando que las emociones tomasen absolutamente todo el control, sin hacer ningún caso a su parte racional, cosa que antes nunca ocurría, pues sabía meter en vereda su parte visceral, de tal forma que prevaleciera la lógica.
Miró por la ventana, era tarde y no la esperaba nadie.
Esa tarde estaba sola, Jorge no iba a ir pues se había marchado de viaje, a resolver unos asuntos privados, de los cuales no quiso decir ni pío. Ese hecho no debería molestarla, pero no podía evitarlo.
¿Adónde se había marchado?
¿Por qué tanto secretismo?
Sabía que no tenía derecho a exigirle explicaciones, pero controlar su inquietud resultaba cada vez más difícil.
Todo aquello se le había ido de las manos.
Miró la hora y se dio cuenta de que de nuevo su cocinera se enfadaría por llegar tarde a la cena, pero no podía evitarlo cuando tenía entre manos tantos papeles. La mujer tenía más razón que un santo y se empeñaba en hacer de madre, cosa que agradecía en silencio, pero tanta dedicación a veces la exasperaba.
Hubiera preferido trabajar desde su casa, pues aquel espacio seguía intimidándola, por mucho que Jorge insistiera en que podía disponer de todo a su antojo. Cierto es que para recibir a algunos proveedores resultaba mucho más práctico y, sobre todo, profesional hacerlo directamente en las bodegas.
Por suerte para todos, doña Amalia nunca aparecía por allí, evitando el encontronazo; la mujer parecía haberse evaporado, cosa que facilitaba su labor.
Y ése era otro factor que la tenía totalmente despistada, pues esperaba que se dedicara a hacerle la vida imposible o a ponerle palos en las ruedas para que todos sus esfuerzos no fructificasen como ella quería.
Sin embargo, esa momentánea tregua tenía que ocultar alguna razón para que la madre de Jorge, tan propensa a controlarlo todo, se mantuviera al margen.
Antes de irse quería entregarle a Justin unos contratos para que los revisara, así que apagó las luces y se acercó al almacén donde su abogado estaría controlando todos los pormenores, tal y como siempre le gustaba hacer.
Negó con la cabeza; las preocupaciones seguirían ahí al día siguiente, pero por esa noche ya estaba bien de quebraderos de cabeza, podía aparcarlos hasta por la mañana.
Caminó por el sendero de gravilla agradeciendo haberse acordado de coger una chaqueta, pues había refrescado. Empujó la pesada puerta de madera, ahora ya restaurada y entró.
—¿Justin?
No obtuvo respuesta y la extrañó, pero necesitaba entregarle esos documentos, por lo que no se detuvo.
Sus pasos no hacían el menor ruido sobre el suelo de tierra, sólo dejaban una débil huella mientras avanzaba.
Sintió un especial hormigueo por todo el cuerpo, más intensó en su entrepierna, cuando se quedó delante de la puerta que daba acceso al pequeño cuarto donde Jorge la ató a la mesa de madera para atormentarla, entre otras cosas.
Se rió como una tonta y negó con la cabeza.
Ahora que lo pensaba, no entendía cómo había sido capaz de consentírselo.
Otro pensamiento que debía desterrar esa noche si deseaba conciliar el sueño.
—¿Justin? —lo llamó de nuevo y nadie le respondió.
Sin embargo, resultaba imposible quitarse eso de la cabeza, pues su cuerpo se sensibilizaba de arriba abajo y parecía prepararse para recibir más con tan sólo recordarlo.
A esas horas ya no tenía por qué encontrarse con ninguno de los operarios, así que empujó la puerta, dispuesta a recrearse recordando lo acontecido y ver si de paso era capaz de tener alguna que otra perversa idea para sorprender a Jorge a su regreso pues «Si no puedes vencer al enemigo, únete a él», pensó sonriendo de medio lado.
Pero cualquier pensamiento mínimamente erótico se fue al garete en cuanto su cerebro procesó la información que sus ojos transmitían.
—¡Oh, Dios mío! —exclamó llevándose la mano a la boca totalmente ojiplática con lo que estaba viendo.
Justin estaba con los pantalones a medio muslo, entre las piernas bien abiertas de una mujer, que permanecía tumbada, jadeante, sobre aquella mesa mientras él la embestía de una forma salvaje.
Las dos se miraron fijamente a los ojos.
Ninguna de las dos podía asegurar quién fue la más sorprendida.
—¡Joder! —masculló él intentando taparla al percatarse de que tenían público no invitado. Pero ya era demasiado tarde para ocultarla.
Claudia tardó más de la cuenta en darse la vuelta y disculparse. Especialmente porque no era capaz de articular una frase mínimamente coherente. Por mucho que hubiera especulado, jamás hubiera llegado a esa hipótesis.
—Lo… lo siento —balbuceó saliendo a toda prisa de allí intentando no asimilar que su fiel abogado estaba con una mujer.
Eso en un principio no tendría nada de raro, si no fuera porque esa mujer era Rebeca.
—Cielo santo —murmuró mientras caminaba a toda prisa sin mirar atrás.
Aquello era surrealista, como poco.
Rebeca se echó a llorar y lo apartó a empujones, completamente abochornada.
Le dio la espalda y buscó su ropa interior para ponérsela y salir de allí.
—Tranquilízate, ¿de acuerdo? —sugirió él con voz más seca de lo que el momento requería. Se abrochó los pantalones y se acercó a ella con la intención de ayudarla, pero su rechazo le molestó.
—¡Oh, Dios mío! —exclamó fuera de sí. Rabiosa incluso.
—Hablaré con ella, estoy seguro de que no dirá nada.
Ella lo miró sin creerlo, horrorizada al ser consciente de las consecuencias de sus actos. Se había dejado arrastrar y en esos momentos estaba en manos de ella.
—¿Estás loco? —le espetó gritando—. Es la oportunidad que buscaba.
—Conozco a Claudia, ella no es de ésas.
Defenderla resultó un gran error, pues ella reaccionó enfureciéndose aún más.
—¿Cuánto crees que tardará en ir a contárselo a Jorge? —preguntó sentándose en una de las sillas y tapándose la cara.
—Puedo poner la mano en el fuego por ella —aseveró él acercándose, no todo lo que hubiera deseado, pero sí lo suficiente como para poder intentar mantener una conversación mínimamente cordial.
Que ella se viera afectada por haberles sorprendido en una situación de lo más comprometedora hasta cierto punto era comprensible, pero tenía que hacerla comprender que Claudia jamás sería tan indiscreta. Especialmente cuando ella tenía mucho que callar.
Sin embargo, dudaba que tuviera que llegar al extremo de recordárselo.
—¿Qué os da que la defendéis a capa y espada?
Su pregunta, formulada con amargura, insinuaba algo a lo que Justin no debía responder. No obstante, quiso, de una jodida vez, aclarar ese punto.
—Sé que es duro aceptarlo, pero Claudia es una mujer íntegra, leal y una buena amiga. Nunca ha sido mi amante. —Esto último lo pronunció en un tono firme y categórico.
—Aquí las cosas son diferentes —dijo ella entre sollozos.
Y él estuvo a punto de gritar, estaba hasta los mismísimos cojones de esa frase.
—Me voy haciendo una idea —masculló intentando no cabrearse en exceso.
—Si mi marido se entera de esto… —Sollozó de nuevo.
Si hubiese sido uno de esos casos de infidelidad clásicos en los que ella fuera la mujer frívola y descocada casada con un buen tipo…
Eso le resultó insultante como poco. Al fin y al cabo, su «querido» esposo nunca la había tratado bien. Más bien todo lo contrario, tal y como ella decía. No obstante, seguía resignándose, seguía justificándolo, y tal hecho lo enervaba.
—Quizá sería lo mejor —apuntó él y recibió en respuesta una mirada de asombro y terror.
—¿Cómo puedes decirme algo así? —Negó con la cabeza, horrorizada—. Si Jorge se entera de que yo… —No quiso decirlo, como si al no hacerlo no hubiese pasado—, él podría denunciarme.
—Yo estaré a tu lado —alegó rápidamente sin pararse a pensar lo que tal afirmación significaba de facto, pero su reacción era ciento por ciento sincera—, pase lo que pase.
—Sigues sin entenderlo… —farfulló ella entre sollozos—, aquí…
—Estoy hasta las pelotas de que me digas eso de que aquí las cosas son diferentes. —Justin quería que reaccionase de una vez, y quizá gritarle podría funcionar, pues seguía una y otra vez dando vueltas a lo mismo—. Iré a hablar con él, le explicaré…
—¡No! —Se apresuró a interrumpirlo ella casi fuera de sí al escuchar tan descabellada idea—. Aquí, un marido, puede denunciar ante las autoridades a su mujer por adulterio.
—Joder… —Se pasó una mano por el pelo, completamente frustrado. Sí que eran las cosas distintas, sí. Pero para eso estaba él, para buscar una solución. Puede que se estuviera precipitando con ella, al fin y al cabo tan sólo había tenido un par de encuentros fugaces con ella, dos y medio, si contaba el de hacía un rato.
Si era objetivo, había mantenido relaciones más largas en el tiempo con otras mujeres y, sin embargo, nunca se le pasó, ni de lejos, por la cabeza la idea de comprometerse. Lo que resultaba un tema para analizar con más detenimiento más adelante, especialmente cuando la propuesta, extraña o no, se la había planteado a una mujer casada, y por la Iglesia, en un país en el que un divorcio ni siquiera se sabía lo que era.
—Debo volver a casa —susurró ella intentando limpiarse los ojos para disimular, sin éxito, que había estado llorando. Por suerte rara vez alguien le prestaba atención: es lo que tiene ser un cero a la izquierda.
—¿Por qué quieres seguir casada con un hombre que te ignora? —inquirió con verdadero interés queriendo comprenderla.
—¿Sabes qué pensaría la gente? ¿Qué dirían a mis espaldas?
Justin asintió con la cabeza, ahora podía entenderlo, que no compartirlo. Allí la cuestión era el descrédito social, ya que en el caso contrario a su «querido» esposo hasta se le daban palmaditas en la espalda y se le consideraba una especie de modelo a seguir.
—Que yo sepa estás más que acostumbrada a soportar rumores y a seguir con la cabeza muy alta. —Estaba siendo injusto con ella, pero si seguía tratándola como si fuera delicada porcelana fina no reaccionaría—. Abandona por una jodida vez el papel de víctima, maldita sea.
—Me voy a casa —balbuceó entre hipidos.
—Ni hablar. —Cortó su retirada agarrándola del brazo—. No vas a dejarme así —advirtió con voz dura, casi desesperada.
Rebeca levantó la vista y se quedó totalmente inmóvil, asimilando lo que él acababa de decir, pues por sus palabras dedujo que ella era poco menos que una mujer acostumbrada a esos menesteres y que podía despreciar a sus amantes como si tal cosa.
¿De verdad él se sentiría mal si ponía fin a aquella locura?
Tragó saliva, no había oído bien.
—Rebeca, lo digo en serio. Esto no puede acabar así —insistió él.
Ella parpadeó, mitad confundida, mitad nerviosa. No podía ser, estaba siendo, de nuevo, una estúpida, él no podía utilizar ese tono, como si estuviera desesperado.
Iba a quedar como una ilusa, pero tenía que decirlo.
—¿Me quieres? —preguntó sintiéndose estúpida por comportarse así, casi mendigando.
—No lo sé —respondió con media sonrisa, dispuesto a ser sincero por primera vez, sólo con ella; bajo ningún concepto debía ser de otra forma.
—Gracias.
Rebeca le acarició el rostro, satisfecha, no por la respuesta, sino por la vulnerabilidad que él mostraba.