Tras los efectos de un intenso orgasmo, Rebeca permaneció acostada sobre su pecho, escuchando los latidos, ahora ya más regulares, de su corazón.
Hacía ya varios minutos que el disco que él había puesto se había acabado y Justin insistió en que de momento no quería apagar la luz.
Sí había permitido que se tapase, pero por el simple hecho de no quedarse fríos tras sudar entre las sábanas.
—Ahora puedes hacer todas las comprobaciones que quieras —apuntó él en tono distendido—, pero ten en cuenta que si compruebas demasiado puedes llevarte alguna que otra sorpresa.
Ella se incorporó a medias para mirarlo y sonrió con cierta tristeza. Bajó la mano por su torso hasta agarrarle el pene, pero no con la misma emoción que antes.
—Me enseñaron muchas cosas, como ser una buena esposa, una buena madre, una excelente cocinera y, cómo no, a atender todas las necesidades de una familia, empezando por mi marido. Pero se olvidaron de una parte —dijo negando con la cabeza.
—Ahora no pienses en eso. —No quería que sonase lastimero, pero no estaba por la labor de escuchar sus dramas conyugales, especialmente porque se hacía una ligera idea.
Rebeca se inclinó para poder besarle en la mejilla antes de recostarse de nuevo. Nunca antes había hablado de eso con nadie, sencillamente porque no tenía a nadie con quién hacerlo.
—En mi noche de bodas lloré —recordó aquel amargo momento—. No me explicaron qué iba a suceder, así que esperé sentada en el dormitorio, en camisón, a que él apareciera. Tenía miedo pero no sabía a quién acudir —hizo una pausa para respirar y sintió la mano reconfortante de él en su espalda—. Jorge vino de madrugada, estaba borracho, lo supe en cuanto se acercó a mí. No le di importancia, pues ¿qué hombre no se pone ebrio el día de su boda?
—Joder… —suspiró molesto. No entendía por qué lo justificaba: cualquier hombre que fuera tan ruin como para pasarse con la bebida en su noche de bodas se merecía que lo colgaran de las pelotas. Eso como mínimo.
—Yo estaba muerta de vergüenza, era la primera vez que… ya me entiendes, y no sabía cómo comportarme. Cuando vi que empezaba a desnudarse apagué rápidamente la luz y me metí bajo las sábanas.
—No tiene sentido que sigas contándome esto.
—Quiero hacerlo —insistió—, quiero que entiendas cómo me educaron y por qué me cuesta tanto ser de otra forma.
—No tengo ninguna queja —apuntó él pensando en que Rebeca ya había dado el primer paso; en breve se comportaría con más naturalidad y él iba a ser el afortunado en comprobarlo.
—No quiero que seas condescendiente conmigo. Tú no, por favor —le rogó.
—De acuerdo, entonces —convino Justin y decidió mantener silencio mientras ella le relataba su noche de bodas. Después hablaría él.
—A oscuras esperé a que él se acercara y, cuando sentí cómo apartaba las sábanas, me asusté aún más. Sé que no quería estar allí conmigo y seguramente por eso había bebido, pero yo no podía negarme, era mi esposo y estaba obligada a soportar lo que él quisiera hacerme. Entonces volví a llorar, angustiada al sentir cómo se tumbaba junto a mí. Me levantó el camisón hasta la cintura y aunque intenté dejarle continuar no pude. Jorge se enfadó y cuando un borracho se enfada dice todo lo que se le pasa por la cabeza. Soporté su amargura y al final cedí, convencida de que debía soportar ese dolor.
A Justin se le encogió el corazón mientras escuchaba sus palabras, convenciéndose con cada una de ellas de que ese hijo de puta tenía que responder por causarle a una mujer como Rebeca tanto dolor. Se movió para abrazarla, sabiendo perfectamente que no necesitaba consuelo, sino descubrir su potencial y disfrutar.
—Se tumbó sobre mí e intentó tocarme entre las piernas, ahora sé por qué, pero en aquel momento se lo impedí. Recuerdo que inspiré profundamente, convencida de que era mi obligación soportar todo cuanto él quisiera hacerme, sin oponer resistencia.
«¡Qué hijo de la gran puta! —pensó Justin—. ¿Cómo había podido comportarse así con una mujer joven e inexperta en su noche de bodas?».
Además de lo expuesto anteriormente, era un cabrón insensible. Aguantó como pudo las ganas de vestirse e ir en su busca con la intención de partirle la cara. ¡Por Dios! ¿Es que no tenía sentimientos?
Ella repetía, insistía en que era una maldita obligación, joder… qué ganas de partirle la cara a alguien.
—No grité, no lo aparté ni hice nada. Sólo recé en silencio para que aquello durase lo menos posible. Alguien debió de escuchar mis oraciones, porque en apenas unos minutos él gruñó y me liberó de su peso. Aliviada, respiré por fin y Jorge encendió la luz. Me di inmediatamente la vuelta para no mirarlo mientras se vestía. Cuando oí el portazo al salir, apagué la luz, convencida de que no iba a poder dormir en toda la noche.
—Ya es suficiente…
—No puede dormir recordando no el dolor, sino las palabras que me dijo —prosiguió ella pasando por alto su petición—. Tenía una ligera idea de por qué se había casado conmigo, pero oírle decírmelo fue muy duro. Dejó claro que jamás me querría, que no iba a serme fiel y que ni me molestase en cambiarlo. Poco después supe el motivo, yo nunca sería ella. Y lo intenté, quise parecerme a la mujer que Jorge nunca dejó de querer. Supuse que así él la olvidaría, pero no lo hizo, todo lo contrario, me odió aún más.
¿Cómo explicarle a una mujer, dolida, ninguneada por su marido y herida en lo más profundo a causa de otra mujer, que su intento estaba abocado al fracaso desde el primer minuto?
Decidió que, ya que seguramente ella ya había recibido demasiadas palmaditas en la espalda teñidas de compasión, nada mejor que ser sincero y dejar de tratarla como si fuera incapaz de soportar la verdad.
—Tú nunca podrás ser como Claudia —aseveró.
—Lo sé —admitió ella.
—Ni ella podrá ser como tú —apostilló y, acto seguido, se incorporó.
Ella negó con la cabeza.
—Eres muy amable conmigo.
—Eso es precisamente lo que tengo intención de no ser en los próximos minutos.
—No puedes estar hablando en serio —dijo de esa forma tan inocente y tan natural que le volvía loco y su expresión de incredulidad lo confirmaba.
Justin le agarró la mano para colocársela sobre su polla y que ella tuviera la oportunidad de ir poniéndosela a tono mientras continuaban conversando.
—Rebeca… ahora mismo me tienes en tus manos. —Desde luego, como frase típica y manida ésta se llevaba la palma, pero podía servir y así mejorar un poco su autoestima; ella necesitaba alicientes, comprobar que como mujer tenía el mismo poder que cualquier otra, simplemente debía empezar a utilizarlo.
—Si me dijeras cómo darte placer yo… bueno, estaría dispuesta a hacer lo que quisieras.
—Ésa no es la cuestión, cariño. Tienes que desearlo. Deja que vaya surgiendo.
Las manos de ambos, unidas, continuaban masajeando su pene, ya completamente erecto, y ella sonrió al sentirse a gusto, puede que todavía un poco cohibida, pero estaba decidida a no dar ni un paso atrás.
Él dejó que continuara en solitario y se tumbó tranquilamente y, dentro de lo posible, intentó mantenerse quieto para que ella lo tocara a su antojo.
Rebeca fue cogiendo confianza y con la otra mano le acarició el torso, despacio, subiendo y bajando, percatándose de la textura de su piel caliente, deleitándose con la suavidad de su vello corporal. Descubriendo con cada pasada lo excitante que esos simples gestos podían llegar a ser.
Algo tan primitivo, tan mundano, tan habitual para muchas mujeres y ella lo descubría ahora.
Sin embargo, no quería quedarse ahí. Ya no iba a conformarse.
Tenía una oportunidad irrepetible, porque, al fin y al cabo, Justin se marcharía, dejándola de nuevo sumida en su triste vida, en su rutina. Sin ningún tipo de aliciente, una existencia vacía.
Antes ni lo hubiese notado; no obstante, ahora conocía la diferencia, sabía que existía otra forma de vivir y, aun siendo consciente de lo efímero de todo aquello, tenía que ser decidida, aprovechar el momento y no mirar hacia atrás.
—Enséñame, Justin. Enséñame a disfrutar. A ser una mujer completa.
Él sonrió de medio lado, sabiendo que su aspiración era legítima.
—Te veo muy lanzada —apuntó de buen humor sabiendo que debía frenarla un poco para no desenvolver todos los regalos que el sexo podía ofrecerle en el mismo día.
—Supongo que ya he perdido bastante tiempo.
—No pienses en eso.
—¡Pues dime cómo debo hacerlo! Si nadie me lo explica, no puedo aprender.
Él se incorporó para rodearle la nuca, y atraerla hacia sí y poder besarla, cayendo hacia atrás con ella encima.
—No me canso de besarte —pronunció él contra sus labios.
—Sigues sin querer explicármelo.
Él era perro viejo y jugaba con ventaja, pero, ante tal énfasis, decidió que bien podía atender sus demandas.
Se separó de ella y se agarró su erección con una mano, acariciándose delante de ella. Rebeca inmediatamente fijó la vista y él fue más allá.
—Inclínate —murmuró pronunciando la orden con mucha lentitud, nada de apresurarse—. Me encantaría sentir tu aliento sobre mi polla. —Elegir deliberadamente un lenguaje tan explícito no era sólo para escandalizarla, sino más bien para ver cómo reaccionaba.
La vio parpadear levemente, lo que él no sabía era que ella había vivido no hacía mucho la misma escena. Jorge se había burlado despiadadamente de su ignorancia y de su pudor cuando le pidió algo similar. En aquel momento se sintió abochornada, insultada más bien, y ahora la misma insinuación tomaba un cariz completamente diferente.
—¿Así? —preguntó ella acatando la orden.
Y él sufrió una especie de acelerón interno, no por lo que iba a pasar, pues para él una felación no tenía por qué suponer nada más allá del placer, aquí la diferencia residía en quién estaba dispuesta a ello.
Él asintió y dejó que ella se acercara lo suficiente, percibió su respiración, agitada y pesada, sobre su erección, también ese punto de inseguridad que tanto le gustaba, pues aportaba aquella sensación tan diferente que ya pensaba no volver a experimentar.
—Humedécete los labios —susurró él apartando su pelo para poder ver bien aquello. Para no perderse ni un detalle.
Rebeca no tenía ni la más remota idea de cómo hacer una mamada, no controlaba la profundidad, no sabía esconder los dientes y se atragantaba cada dos por tres; sin embargo, él estaba encantado con la voluntad que ponía y, como casi todo en esta vida, sabía que era cuestión de práctica, por lo que poco a poco conseguiría que ella aprendiera.
Siseó levemente cuando ella, llevada por el entusiasmo, lo arañó, así que su instinto de conservación le advirtió que debía tomar cartas en el asunto.
Para no contrariarla, se apartó suavemente y se movió para tumbarse encima de ella. En cuanto pudo, inclinó la cabeza y buscó sus labios, devorándoselos con pasión mientras que con sus manos empezaba un sutil asalto a sus curvas, apretando su cintura, y con los dedos separados fue subiendo hasta sus pechos para poder atrapar uno de los pezones. Cogió uno y mantuvo la presión durante unos segundos, observando cómo ella abría los ojos desmesuradamente y retenía la respiración hasta que él aflojó la presión para inmediatamente chupárselo, para aliviar ese extraño dolor con su boca.
—¿Esa cara quiere decir que te lo haga de nuevo? —preguntó él y no esperó la respuesta, pues aplicó la misma atención al otro pezón.
—Duele… —jadeó ella sin tener muy clara su afirmación.
Justin sonrió y aparcó por el momento la idea de probar ciertas cosas con ella, así que le separó las piernas con su rodilla y la penetró, sin ningún tipo de vacilación, consiguiendo que volviera a gemir con fuerza y se agarrase a sus hombros.