57

—Necesito salir de aquí —masculló Jorge sin ni tan siquiera despedirse del obispo.

Ya había tenido suficiente ración de frustración por esa noche.

Se largó por la puerta hecho un basilisco en dirección a la cochera donde encontraría su Pegaso deportivo en perfecto estado de revista.

Sólo había un sitio donde quería estar.

Condujo de forma casi temeraria hasta llegar al chalet de Claudia.

Deseaba perderse allí, toda la noche junto a ella, olvidándose de lo demás. Sólo ella.

Aparcó en la parte trasera y caminó impaciente hasta la puerta de servicio; pese a que la propiedad estaba apartada, no deseaba correr ningún riesgo y que algún visitante nocturno viera lo que no debería.

Llamó con los nudillos esperando que una de las dos mujeres que estaban al servicio de Claudia le abrieran la puerta; sin embargo, se llevó una agradable sorpresa.

—Éstas no son horas de venir a una casa decente —le espetó ella mirándolo con una ceja arqueada.

—Ah, pero ¿esta casa es decente? —preguntó con sorna mirando a su alrededor para luego fijar la vista en ella. Vestida, como siempre, de forma elegante con uno de sus vestidos entallados de alta costura pero con ese toque mundano al haberse desprendido de los zapatos—. Vaya, ¡qué decepción! —dijo en tono teatral con cara de sinvergüenza, cara que no tuvo que esforzarse demasiado en adoptar.

—Anda, pasa —le indicó de buen humor tirando de su corbata.

Lo que al principio fue un simple gesto de humor derivó en algo mucho más serio cuando al acercarse se puso de puntillas, y sin soltar la corbata, lo besó descaradamente.

Podría buscar mil y una excusas para justificar tal arrebato; no obstante, siempre sería una pérdida de tiempo, pues la explicación más sencilla suele ser la más acertada: lo deseaba.

No fue un beso casto, ni rápido, ni uno a modo de saludo. Resultó intenso, húmedo y desesperado.

—Vaya… —murmuró él cuando notó que ella se apartaba dejándole caliente, muy caliente—. No esperaba este recibimiento.

Caminó tras ella hasta su estudio, donde la observó apagar la luz y cerrar la puerta para encaminarse hacia el dormitorio.

—¿No te ha gustado? —inquirió cerrando la puerta con llave y apoyándose en ella para mirarlo de arriba abajo.

Siempre sería un sinvergüenza y ella siempre lo querría así, lástima que no fuera posible, pensó con un deje de tristeza. Sin embargo, hacía días que decidió no pensar en la inevitable separación y dedicarse únicamente a aprovechar cada momento.

—No esperaba que la señora de la casa se ocupara de abrir la puerta a las visitas. Para eso has contratado a dos sirvientas —apuntó él aflojándose la corbata, para ir allanando el terreno, aunque adoptó una postura indiferente, metiéndose las manos en los bolsillos y esperando a que ella hiciera el primer movimiento que, fuera el que fuese, a buen seguro le encantaría.

—Me parece un poco cruel hacerlas levantar a estas horas por el simple hecho de que el señorito caprichoso venga de visita.

El aludido no respondió a esa crítica disfrazada de comentario casual.

Caminó hasta él y le dio la espalda para que le bajara la cremallera, cosa que hizo eficientemente; después se apartó de nuevo para dejar caer el vestido, pero en vez de dejarlo tirado de cualquier manera en el suelo se agachó y lo colgó en una percha para meterlo en el armario.

En combinación, descalza y con una mano en la cadera le dijo:

—Cuéntame otra de tus aventuras en París.

—¿Perdón?

Jorge se puso alerta al oír la sugerencia. No le apetecía precisamente hablar sobre ello.

—¿Sabes? He de reconocer que al principio me causó cierta…

—¿Tensión? —apuntó él.

—Sorpresa —corrigió ella— escuchar cómo…

—¿Conocía París?

—A las parisinas —dijo ella con una sonrisa—, pero ahora me ha picado la curiosidad y quiero saber más.

—He creado un monstruo, ¿verdad?

—No desvíes la conversación y háblame —murmuró con voz sensual bajándose un tirante de su combinación.

Puede que al principio oírle relatar sus encuentros mayoritariamente sexuales con otra mujer le causara cierta sensación de celos, pero, tras meditarlo, llegó a la conclusión de que de esa tal Colette no podía sentir celos, ya que al fin y al cabo había mantenido una relación de amistad y sexo; sin embargo, nada serio. En cambio su esposa, a la que por lo visto ni tocaba, tenía mucho más poder sobre él.

Paradojas de la vida en las que prefería no pensar, aunque de vez en cuando su maldita conciencia estropeara su firme intención de no hacerlo.

Al ver que Jorge permanecía callado, decidió que nada mejor que pasar a la acción.

Moviendo exageradamente las caderas, contoneándose delante de él, se detuvo junto a la cama. Apoyó un pie y levantó la combinación para, a la par que desenganchaba la liga, mostrarle una pierna que poco a poco fue descubriendo mientras se bajaba la media.

Con la misma lentitud y precisión repitió el proceso con la otra.

—Si lo que quieres es que te ate con tus propias medias no tienes más que pedírmelo. —Ella giró levemente la cabeza y puso una expresión de «¿no me digas?»—. Ya sabes que no puedo negarte nada —añadió con su sonrisa pícara.

—Pues no lo parece —murmuró ella bajándose las bragas para acto seguido tirárselas a la cara—, te niegas a satisfacerme.

Él la cogió al vuelo y se las guardó en el bolsillo de la chaqueta antes de apostillar:

—No creo haberte dejado nunca insatisfecha. —Su tono, marcadamente sexual, hizo que ella sintiera una especie de escalofrío general.

—Sólo tienes que hablarme.

Jorge empezó a desnudarse, eso sí, sin tanta parsimonia como ella. Y, por supuesto, sin preocuparse lo más mínimo de dónde iba dejando cada prenda.

Con tranquilidad apartó las sábanas y se sentó cómodamente, apoyado en el cabecero, doblando una pierna y dejando un brazo sobre la rodilla.

La viva imagen de un hombre despreocupado.

—Estoy esperando… —canturreó ella, a los pies de la cama sin perderse ni un detalle del cuerpo masculino que tenía delante.

—Y yo.

—Se supone que eres tú quien debe complacerme.

Él se agarró la erección y empezó a acariciarse distraídamente.

—Inspírame.

Claudia sonrió, encantada con el tonito provocador, y se dispuso a desabrocharse el sujetador para lanzárselo, añadiendo a la escena un seductor movimiento de lengua que dejó sus labios húmedos.

—Hay veces en que uno de los mayores placeres consiste sólo en observar. En mirar esos pequeños detalles que pasan desapercibidos cuando estás excitado y sólo piensas en correrte —comentó en tono reflexivo evidenciando que sabía muy bien de lo que hablaba—. Para un hombre, cuando está empalmado, es muy difícil pensar en algo que no sea meterla en caliente y eso, créeme, a veces nos priva de ciertas cosas.

—¿Como por ejemplo? —inquirió ella interesada en su respuesta.

—Ver a una mujer alcanzar el clímax —apuntó él mirándola fijamente.

Tan fijamente que ella experimentó un leve temblor.

—No creo que sea algo desconocido para ti.

—Hay una gran diferencia entre lo que uno percibe mientras empuja y lo que se ve cuando únicamente observa.

—Explícame la diferencia —le pidió ella sentándose en la parte inferior de la cama, reclinándose en la parte inferior del armazón y sin tocarla.

—Dobla las rodillas y abre la piernas.

—¿Es una orden? —preguntó acatándola.

Separó al máximo sus extremidades inferiores y se sorprendió de que él continuara mirándola a los ojos en vez de a su entrepierna.

El fino tejido de su combinación se enrolló en sus caderas consiguiendo que la imagen fuera aún más decadente.

—Una sugerencia —la contradijo él—. Ahora, si eres tan amable, pon una mano en tu coño y acaríciate.

Claudia parpadeó ante la «sugerencia» y por supuesto dudó de si debía hacerlo, pues, y a pesar de que hubo noches solitarias, nunca se atrevió a tocarse. Quizá porque en la mayoría de las ocasiones acababa rendida tras largas jornadas de trabajo o simplemente no tenía ganas. Rara vez pensaba en el sexo.

Con timidez y cautela ella puso una mano sobre la unión de sus muslos, algo cohibida.

—Mírame —volvió a sugerir—. No cierres los ojos… y mírame —repitió con voz hipnótica, ayudándola a perder el pudor delante de él.

Ella quería ser valiente y obedeció. Movió la mano sobre su vello púbico, despacio, comprobando la diferencia entre una rápida pasada a la hora del baño y la sensación erótica de tocarse, no sólo por propio placer, sino con un único testigo.

Gimió cuando su dedo índice profundizó un poco más y rozó su clítoris, hecho que la animó a ser más audaz. Presionó y probó diferentes formas de tocarse. Roces ligeros, movimientos en círculos. Todo ello mientras las yemas de los dedos se impregnaban de sus propios fluidos, facilitando la exploración.

—Continúa… —murmuró con la respiración acelerada sin perderse ni un solo detalle. Aquello resultaba tan provocador o más que tocarla él mismo.

—Háblame —le pidió gimiendo.

—Prueba a meterte un dedo, despacio. Nota la textura, el calor, todo lo que yo siento cuando estoy dentro de ti.

Ella no tenía ni la más remota idea de que fuera así, nunca se había planteado esa posibilidad, no era algo de lo que se hablara. Sin embargo, debía reconocer que resultaba excitante, decadente y placentera la posibilidad de autosatisfacerse.

Jorge dejó de acariciarse y cambió de postura, se inclinó hacia adelante; ya se ocuparía más tarde de sí mismo. Estiró la mano y comenzó a rozar los dedos de sus pies, quizá de forma perezosa, como un simple condimento más, mientras que ella aumentaba la intensidad de sus jadeos.

—No te imaginas lo difícil que me resulta contenerme —susurró él agachando la cabeza para lamerle el pie derecho, metiéndole la lengua entre la separación de sus dedos.

Ella desobedeció su orden y cerró los ojos.

Él le mordió el dedo gordo.

—Ahora mismo mi instinto me pide que te tumbe sobre la cama y te meta la polla sin contemplaciones, olvidándome de todo.

—¿Y por qué no lo haces? —inquirió jadeante al tiempo que echaba la cabeza hacia atrás para poder concentrarse. Estaba muy cerca y cada vez le costaba más atender sus demandas.

—Porque contigo jamás escogeré el camino fácil —contestó.

Ambos supieron que no sólo se refería a ese momento en concreto.

—Jorge… Oh, Dios mío…

—Añade un dedo más —indicó mientras que con la lengua no dejaba de torturar sus pies—. Tener el privilegio de ver a una mujer masturbarse es algo por lo que algunos pagan sin dudarlo. Y yo soy jodidamente afortunado.

—¿Por qué no me haces lo mismo y me dejas observarte?

—Te distraerías. Concéntrate, siéntelo, disfrútalo…

Nunca antes había hecho algo así pero no tenía reparos, y menos con él, en experimentar. Tal vez no tuviera mucha idea, pero la lógica y el instinto la ayudaron a seguir adelante. Se dio cuenta de que no sólo penetrándose con los dedos reaccionaba, cuando además rozaba su clítoris aquello iba a mejor, por lo que empezó a alternar las dos opciones consiguiendo que su cuerpo acumulara más y más tensión, que sus muslos se tensaran, cerrándose de tal forma que su mano quedara completamente apresada y conseguir así más fricción.

Y por si aquello no bastaba, él proseguía con su extraño ritual; nunca imaginó que las terminaciones nerviosas de sus pies contribuyeran de esa manera.

—Voy a… —jadeó mordiéndose el labio.

Inmediatamente él levantó la vista, estaba a punto de correrse y quería ser testigo de primera mano de su expresión.

—Hazlo, córrete, vamos, déjame verlo —pidió colocándose de rodillas frente a ella, preparado para intervenir en cuanto fuera necesario.

Claudia se tensó. Una expresión que podía confundirse con dolor apareció en su rostro unos segundos antes de que relajara las piernas, estirándolas y dejando que su cuerpo se deslizara hacia abajo.

Quedó totalmente a su merced.

Jorge tiró de sus piernas para recostarla completamente y con habilidad le quitó la combinación, dejándola tan desnuda como él. Se tumbó sobre ella y no perdió el tiempo.

Vio cómo ella contenía la respiración justo en el instante en que se la metía hasta el fondo para después buscar la mano con la que ella se había masturbado y lamer uno por uno los dedos, dejándola totalmente derretida con ese sencillo gesto.

—Si alguna vez llegarás a saber… —empujó con más brío—… lo que realmente siento por ti… —levantó un brazo para agarrarse al cabecero de metal y poder impulsarse mejor—… lo que me haces sentir… —se detuvo ahí porque seguramente estaba hablando más de la cuenta y no era el momento.

Claudia tragó con dificultad y giró la cabeza a un lado para que él no la viera contener las emociones; que él pensara cualquier otra cosa, como por ejemplo que estaba tan sumamente concentrada en el placer que no había oído bien.

Se abrazó a él y, para evitar que la mirase, su rostro se escondió en su cuello, besándolo, aferrada a él, pidiéndole sin palabras perdón por lo que no podía ser.