52

Se miró una vez más en el espejo de su habitación.

Vestirse para una cita clandestina no era tan sencillo, especialmente porque nunca se había visto en una situación similar, así que todo cuanto hiciera sería ridículo, pues no tenía ni la menor idea.

Comprobó la hora: todavía faltaban treinta minutos para la cita convenida; si algo caracterizaba a Rebeca era su puntualidad.

Se acercó a la ventana y echó un vistazo; todo oscuro, a esas horas era improbable que se encontrara con algún empleado. Sabía que su marido se había marchado hacía un buen rato y su suegra estaría parapetada en su saloncito viendo la televisión.

Cogió su bolso y, con sigilo, entornó la puerta. No se oía nada, por lo que decidió salir de su alcoba.

Como era de esperar, no se cruzó con nadie y pudo llegar a la calle. Siendo consciente de que el sonido de sus pasos sobre la grava podía alertar a alguien, aceleró el paso hasta salir de la propiedad.

Caminó por la carretera, sintiendo en cada paso cómo su corazón iba acelerándose. Sintió miedo a que todo hubiese sido una farsa y él no apareciera. Miedo a que la descubriesen. Miedo a quedar en ridículo… Miedo al fin y al cabo.

A pesar de que aún no era la hora, divisó un coche aparcado, tal y como le indicó en su nota.

Ya no podía dar marcha atrás.

¿O sí?

Miró por encima de su hombro y se llevó una mano al pecho, necesitaba calmarse y avanzar.

Él debió de verla y se apeó del coche, acercándose y ayudándola a tomar la decisión de seguir hacia adelante.

—Has llegado pronto —murmuró ella mientras se subía en el coche agradeciendo la oscuridad para evitar cruzar la mirada con la de él.

—Estaba impaciente —respondió arrancando el motor. Sin embargo, en vez de iniciar la marcha se inclinó hacia ella y buscó su boca. Debería darle un poco de tiempo pero no pudo. Tras un prometedor e intenso beso se apartó—. Lo necesitaba.

El trayecto hasta el hotel de carretera lo hicieron en silencio. Él la miraba ocasionalmente, pero Rebeca se mantuvo inmóvil, mirando a través del cristal, como si no quisiera ser consciente de adónde se dirigían.

Cuando él estacionó el vehículo, se quedaron unos instantes sin moverse, hasta que él hizo el primer movimiento.

—Mírame —pidió estirando el brazo para girarle el rostro—. Quiero que sepas lo importante que es esto para mí.

Ella asintió, no muy convencida; no terminaba de creerse que hubiera llegado hasta allí.

Justin fue el primero en apearse y la ayudó a ella. Después sacó una maleta y le ofreció el brazo para dirigirse a la recepción.

Rebeca miró a su alrededor, sabía de la existencia de ese motel, pero nunca pensó que ella acudiría a él, no era más que una parada para camioneros y gente de paso. No resultaba un establecimiento recomendable para gente como ella.

Una vez en la recepción del hotel, permaneció callada mientras Justin solicitaba una habitación para él y su esposa, exagerando su acento británico, como si de ese modo diera mayor veracidad a su explicación.

Ella no se soltó de su brazo y se tensó cuando el empleado los miró de arriba abajo.

¿Y si la había reconocido?

Se soltó de él y abrió su bolso. Con una calma que no sentía, dejó un documento sobre el mostrador, bien a la vista para que el hombre lo reconociera.

—No es necesario, señora Parker.

Justin la miró sin comprender qué era aquello que recogía y guardaba de nuevo en su bolso, bajando la vista.

Rebeca respiró aliviada, ya que el empleado no había mostrado interés en comprobar la veracidad del documento, dando por buena la palabra de su acompañante.

Tras firmar en el libro de registro, recogió la llave de la habitación y dio educadamente las gracias al empleado. Le ofreció el brazo a su esposa y se encaminó hacia la habitación.

Rebeca entró primero en la estancia y caminó hasta la ventana; cuando oyó el clic a su espalda no se volvió, estaba demasiado inquieta como para hacerlo.

Él echó un vistazo a su alrededor y casi se arrepintió; aquello era, aparte de cutre, bastante deprimente. La decoración decía a las claras que aquel hotel necesitaba una reforma urgente o que sus huéspedes sólo querían un catre donde pasar la noche.

En un lateral había una triste cortina de flores que ocultaba un bidé y unas toallas blancas dobladas sobre una banqueta.

—Siento que tenga que ser así —murmuró él dejando la pequeña maleta en el suelo, acercándose a ella y posando las manos sobre sus hombros. Notó en el acto su tensión y quiso aliviarla masajeándolos.

Rebeca se merecía una suite, una cena especial y champán del bueno como preludio de una noche memorable; sin embargo, se tenían que conformar con una mugrienta habitación de hotel.

—No te preocupes —susurró ella aún sin mirarlo.

Él le quitó su chaqueta y la dejó caer sobre la cama, después la giró y, una vez que la tuvo frente a frente, le sonrió y le acarició la mejilla con los pulgares.

Notaba lo agitada que estaba; claro que su situación no difería demasiado. Además de impaciente estaba algo nervioso. Las expectativas eran muy altas y no quería bajo ningún concepto decepcionarla.

—No puedes hacerte una idea de lo que esto significa para mí —dijo en voz baja mientras se inclinaba para besarla.

Sabía que no podía ir todo lo rápido que hubiera querido, por lo que se dedicó a tranquilizarla, a conseguir que se sintiera cómoda para poder pasar una noche inolvidable.

Tenía pleno conocimiento de que ella no era una mujer habituada a tener citas clandestinas con un amante, no como él, acostumbrado a mantener relaciones con todo tipo de mujeres dispuestas a pasar un buen rato sudando entre las sábanas.

Pero para ambos sí existía un punto común: la novedad.

Para Rebeca, sería la primera vez que se arriesgaba a estar con un hombre que no era su marido y, para él, la primera vez en la que estaba con una dama como ella, no por estar casada, sino por lo que representaba, todo lo opuesto a lo que él solía ver en una amante.

Continuó besándola y se dio cuenta de que ella poco a poco iba mejorando, ya no cerraba los labios ni se intentaba apartarse cuando le metía la lengua.

Dejó su boca para detenerse ahora en la suave piel de su cuello, para lamerla hasta llegar al lóbulo de la oreja, mientras que sus manos bajaban por su espalda hasta detenerse en su bonito trasero y poder apretárselo para unirla aún más a él.

Rebeca estaba nerviosa con todo aquello, pero debía reconocer que él tenía muchísima paciencia, así que decidió ser un poco más atrevida y levantó los brazos para rodearle el cuello. Dejó que su bolso cayera al suelo, provocando un ruido sordo.

Él miró de reojo el causante del ruido y se acordó del detalle de la recepción.

—¿Puedo hacerte una pregunta? —manifestó llevando las manos hacia su cintura con la firme intención de tenerla lo más arrimada posible.

—Por supuesto —contestó ella y sonrió tímidamente.

—¿Qué era eso que le has mostrado al recepcionista?

Ella se mordió el labio antes de responder.

—El libro de familia —respondió sonrojada y apartó la vista. Había sido un impulso tonto, al creer que no les darían la habitación.

—¿Perdón? —Justin no entendía el motivo de que hubiera llevado tal documento a su cita, carecía de toda lógica—. ¿Y por qué se lo has enseñado?

—Yo… Bueno, en muchos hoteles no dan habitación a las parejas que no están casadas y lo cogí por si acaso… —se detuvo algo avergonzada.

—¿De verdad? —Él sonrió de oreja a oreja tras escuchar la explicación—. Eso sólo puede significar que pensabas, igual que yo, en esta noche y que querías tener todos los frentes cubiertos.

Justin la cogió en brazos y giró con ella, contento de que Rebeca hubiera tenido esa idea, por si fallaban sus planes.

La mujer quería que esa alegría la ayudara a controlar su inquietud, pero no era así. Estaban allí para algo más que tímidos besos o delicadas caricias.

Ella lo sabía; sin embargo, seguía sin estar completamente segura. Lo deseaba, quería dejarse llevar, aunque su hasta ahora inquebrantable modo de pensar seguía recordándole que aquello no estaba bien, que ceder a los impulsos de su cuerpo era de débiles.

—¿En qué piensas? —preguntó él llevando las manos a los botones de su recatada blusa para ir soltándolos uno a uno y, de paso, acariciar cada centímetro de piel que iba descubriendo.

—En que tengo mucho que perder —respondió sabiendo que la sinceridad podía arruinar el momento.

Justin podía entenderlo, pero tenía que conseguir que ella se soltara y que se olvidara de cualquier tipo de contratiempo, esa noche era para los dos.

—No pienses ahora en eso… —murmuró en tono seductor—. Piensa en todo el placer que vamos a experimentar juntos… —También le quitó la falda, dejándola con una sencilla combinación beige, carente de cualquier adorno—. En mis manos tocándote por todas partes, en mis labios besándote una y otra vez…

Ella jadeó, no sólo por el efecto de sus palabras, sino porque las acompañaba con gestos, consiguiendo que se le erizara la piel y no por efecto del frío.

Justin rozó su pecho por encima de la tela y notó cómo se le endurecían los pezones. Ella levantó las manos para cubrirse, contrariada con su reacción; se suponía que aquello no debía gustarle, pero lo hacía.

—No te escondas, eres preciosa —aseveró separándole los brazos.

Rebeca se mordió el labio, indecisa aunque complacida por su tono de admiración; era el único que le dedicaba cumplidos y ella, una mujer ninguneada por todos, valoraba cualquier pequeña palabra amable; para ella significaba mucho más de lo que él podía imaginar.

—No estoy acostumbrada a esto —musitó queriendo, por una vez, saber qué hacer, temiendo que su inseguridad chafara el encuentro.

—Un error imperdonable.

Y él lo entendía; por ello dedicó mucho más tiempo a tocarla, a besarla, que a cualquiera de sus otras amantes, porque ella no podía ser una de tantas, no quería eso. En ese instante no sabría explicar el motivo, pero así era.

Con ambas manos le bajó los tirantes de su fina combinación, dejó que resbalara por su cuerpo y al mismo tiempo él se colocó de rodillas para descalzarla.

—Apaga la luz —suplicó roja como la grana.

Justin levantó la vista y sus manos ascendieron desde los tobillos hasta sus bragas para poder quitárselas, haciendo caso omiso de su petición.

—Ni loco, quiero verte, no puedo perderme ni un solo detalle, tengo que memorizar cada recoveco de tu cuerpo. —Le metió el dedo índice en el ombligo y desde allí trazó una línea descendente hasta rozar su vello púbico.

Ella dio un paso atrás y él caminó de rodillas para seguirla; si se había sobresaltado con ese toque, ahora tendría mucho más en que pensar.

Él se inclinó hacia adelante, la sujetó posando una mano en su culo, y la besó justo encima, para con los dedos abrirla y poder lamerla.

—¡Justin! —chilló abochornada y totalmente descompuesta ante lo que él le estaba haciendo. Le dio varios manotazos con la intención de separarse.

Intentó apartarse pero la tenía bien agarrada, así que repitió su acción.

—Hum, me muero por poder jugar un poco más aquí —ronroneó él sin ningún pudor contra su entrepierna, escandalizándola aún más.

—¡No puedes hacer eso!

Para su sonrojo y su total aturdimiento, él se lamió los labios mientras que separaba sus pliegues para encontrar su clítoris y presionarlo para que ella entendiera de una vez que iba en serio. Menos mal que la tenía bien sujeta, ya que con tanto énfasis por apartarse hubiera acabado cayéndose de culo.

Rebeca se concentró en no pensar, porque de hacerlo moriría allí mismo de vergüenza.

Poco a poco ella fue cediendo y ya no intentaba mantener sus muslos cerrados, ni darle manotazos para que se apartara; dejó de resistirse para empezar a disfrutar, para empezar a olvidar sus prejuicios aunque sólo fuera durante unos momentos.

Se dejó llevar mientras cerraba los ojos, mitad avergonzada por su desnudez y mitad derretida por lo que estaba sintiendo.

Notó cómo él se incorporaba y, sin apartar la mirada de ella, se quitaba la chaqueta y se descalzó de un puntapié para a continuación deshacerse del resto de su ropa, quedándose tan desnudo como ella.

Ni que decir tiene que Rebeca apartó la vista de su erección, no sin antes abrir los ojos desmesuradamente y coger aire con brusquedad.

—Tócame —pidió él extendiendo el brazo para aferrar la mano de ella y colocar ambas manos unidas sobre su pene.

Ella no parecía muy convencida; sin embargo, lo tocó, con timidez, con tanta timidez que él no daba crédito, pues al fin y al cabo era una mujer casada.

La observó, parecía tan extrañada… Pero no era el momento de pararse a analizarlo, así que la llevó hasta la cama y apartó la horripilante colcha verde aceituna y la manta marrón.

—Apaga la luz —insistió ella sentándose en el borde del colchón sin querer fijarse en esa parte de su anatomía que a buen seguro le causaría molestias.

—No —aseveró inclinándola para tumbarse encima de ella y volver a besarla.

Se recostó encima y no tardó ni dos segundos en buscar sus labios para devorarla allí mismo. Ahora que la tenía bajo su cuerpo, la sensación de deseo se incrementó aún más.

Ella no le facilitaba la tarea, aunque tampoco se la entorpecía, lo cual resultaba de lo más extraño. Le separó las piernas con la rodilla y metió la mano entre sus cuerpos para acariciarla con un dedo, comprobando lo que ya sabía.

En ese instante se acordó de un detalle fundamental, por lo que tuvo que levantarse de la cama e ir hasta la pequeña maleta y buscar en ella un preservativo.

—No quiero correr riesgos —murmuró regresando a la cama junto a ella.

Rebeca no comprendía por qué se colocaba eso ahí. Y por la cara que puso, él llegó a la conclusión de que en ese país, seguramente, muchos no sabían ni lo que era, así que se apresuró a decir:

—Es para evitar embarazos.

Ella tragó saliva.

—No es necesario.

Justin no quiso prestar atención a ese comentario, pues estaba más preocupado de poder avanzar un poco más.

Se agarró la polla con una mano y, de un solo empujón, la penetró.

Rebeca se mordió el labio preparada para aguantar la desagradable sensación que nunca llegó.

Aquello no se parecía en nada a lo que tuvo que soportar en su noche de bodas y en las contadas ocasiones posteriores en las que tuvo que cumplir con sus obligaciones conyugales, que únicamente aceptaba por llegar a quedarse embarazada.

No, era completamente diferente. Justin se movía sobre ella, empujando en su interior, tocando cada fibra para que ella empezara a jadear, cada vez con más fuerza. Sin poder llegar a creérselo del todo.

Levantó los brazos y se aferró a él. Que la llevara donde quisiera; en esos momentos no tenía voluntad para negarle nada.

Justin se impulsó aún con más fuerza, estaba cerca de correrse, muy cerca y no quería dejarla a medias, por lo que se aplicó aún más para dejarla satisfecha. Notó cómo ella le clavaba las uñas en el cuello antes de relajarse, y entonces pudo dejarse llevar.