Tras haber descansado durante toda la mañana y haber puesto a Claudia al corriente de todas sus gestiones en Londres, incluyendo la sorprendente noticia de que la seca de Higinia y el profesor Torres pasaban mucho tiempo juntos, de lo cual su jefa se alegró enormemente, Justin decidió después de comer que ya era hora de ocuparse de otros asuntos, privados eso sí, pero igual de importantes.
Tenía pensado pasar por el hotel que le había recomendado, información valiosa pero que le costó bastante sonsacar, pues Claudia le había preguntado por activa y por pasiva quién era la afortunada.
Él, tan ladino como ella, había esquivado una y otra vez sus indirectas; sin embargo, Claudia no se daba por vencida e insistía.
Claro que ella también tenía mucho que contar, así que no le quedó más remedio que pasar de la defensa al ataque, hasta que se dio cuenta de que o bien soltaba información propia o no obtendría ninguna respuesta.
No le había pasado desapercibido que la presencia de Jorge en la casa a esa hora de la mañana no se debía a una visita de buen vecino, circunstancia más que lógica, ya que mientras ella se hospedaba en el hotel, Santillana aparecía a altas horas de la noche.
Debía advertir a su amiga de que, probablemente, ahora él pretendía aprovecharse de la debilidad de Claudia, pues seguramente ella nunca olvidó al primer amor no correspondido y él, al verla como una mujer importante, ya no se mostraría tan indiferente.
Pero claro, ¿quién era el valiente que conseguía sacarla de su error y hacerle ver la realidad?
Una vez inspeccionado el hotel de carretera y comprobado que podía arriesgarse a llevar allí a una cita sin contratiempos, decidió ir en busca de la mujer que realmente lo preocupaba en esos momentos.
Más adelante ya tendría tiempo para su amiga.
Llegó a la propiedad de los Santillana a media tarde, cuando los trabajadores finalizaban sus tareas en el campo.
Entró sin preocuparse de si alguien cuestionaba su presencia a esas horas y accedió hasta la improvisada oficina con la idea de revisar un par de cosas; podía dejarlas para otro momento, pero prefería dejarlas resueltas y, ya de paso, tener la oportunidad de abordar a Rebeca.
Joder, cómo la había echado de menos.
Mientras cumplía con sus obligaciones en Londres y ya que estaba en su casa, bien podía haber contactado con alguna amiga dispuesta a pasar un buen rato entre las sábanas, pero, inexplicablemente, no sintió la necesidad de ello.
Justin miró la hora e hizo cálculos rápidos: ella debía de estar ya regresando de su rosario o de lo que fuera que iba a hacer todos los días a la parroquia.
Había que reconocer que con una mujer como ésa no se necesitaba reloj, pues con su rutina uno ya podía saber qué hora era.
Sonrió al verla caminar tranquilamente por el sendero que rodeaba los almacenes. Sin duda, iba a dar uno de esos paseos a los que era tan aficionada y que a él le venían tan bien para acercarse.
No deseaba alertarla de su presencia tan cerca de la casa principal, por lo que dejó que se alejara lo suficiente como para que nadie los viera antes de andar sobre sus pasos y alcanzarla.
Lo hizo en silencio, sin delatar su presencia, observando a la mujer que le estaba robando el sueño y seguía sin entender por qué se sentía tan atraído por ella. Ni movía sugerentemente las caderas, ni vestía para insinuar, ni hablaba para provocar.
Rebeca sintió un cosquilleo en la nuca, un aviso instintivo de que no estaba tan sola como pensaba.
Y lo peor de todo era que sabía quién la estaba siguiendo.
Se detuvo y se abrazó a sí misma, no podía más con el debate interno.
Las dañinas palabras de su suegra la empujaban a cometer una locura; sin embargo, sus creencias la frenaban.
¿Qué podía hacer para tomar una decisión?
—Hola —murmuró en voz baja deteniéndose hasta que él se puso a su altura.
—¿Sólo «hola»? —preguntó colocándose frente a ella—. Yo tengo mucho más que decirte. —Se metió las manos en los bolsillos para no lanzarse a por ella y tocarla por todas partes.
Tanta contención no era buena ni tampoco habitual, pero se imponía la prudencia.
Justin miró a su alrededor y cayó en la cuenta de que no estaban lo suficientemente lejos de la civilización, por lo que corrían el riesgo de que alguna lengua viperina tuviera munición.
Con ganas de más, se conformó posando la mano en su espalda; comenzaron a andar para buscar un lugar menos indiscreto donde poder hablar o lo que surgiera.
Ya se encargaría él de que así fuera.
Ella puso un pie delante del otro confiando en no cometer ninguna estupidez por el mero hecho de que él estuviera a su lado y la tratase, por una vez en su vida, como si de verdad le importase. Su gesto, además de caballeroso, resultaba ligeramente perturbador, no estaba acostumbrada a que la tocaran y, mucho menos, un hombre.
El camino que escogieron, que atravesaba el viñedo, los llevó hasta un viejo pajar, que en su día fue útil, pero que había quedado en desuso y nadie se había ocupado de su mantenimiento.
No era lo que se dice el mejor escenario para estar con una mujer, pero, de momento, debería servir.
Una vez dentro miró hacia arriba, hizo una mueca al ver el estado de lo que fue un tejado y después la miró a ella.
—No puedes hacerte una idea de las ganas que tenía de verte —murmuró él y estiró el brazo para acariciarle la mejilla. Notó cómo inspiraba con fuerza, pero no se apartó— y por supuesto… de tocarte.
Rebeca tragó saliva y sintió ganas de echarse a llorar.
—¿De verdad? —preguntó queriendo por una vez que fuera cierto. Quizá se estaba ilusionando antes de tiempo por unas tontas caricias.
—Sí —respondió con una sonrisa, inclinándose para poder besarla.
Esperaba que ella no saliera corriendo. Con una mujer como ella, debía andar con mucho tiento, aunque la impaciencia podía con él.
Rebeca cerró los ojos y aguardó, inmóvil, tensa, a que él la besara. No iba a negarse ni a ponerle impedimentos.
Justin la acercó a él rodeándole la cintura y sonrió cuando sintió sus labios junto a los suyos, pero cerrados a cal y canto.
—Abre la boca —susurró de buen humor y añadió—: Para mí.
Rebeca no tenía ni la más remota idea de besar. Había acatado la orden pero no hacía nada, así que con infinita paciencia él lamió el contorno de sus labios y poco a poco fue ganando terreno. Hasta que le introdujo la lengua y ella jadeó sorprendida antes de apartarse.
—No… —musitó completamente ruborizada por la extraña sensación. Cielo santo, aquello no era posible.
¿Cómo explicar esa súbita reacción? Debía luchar con todas sus fuerzas.
—¿No? —inquirió él arqueando una ceja sin dejar que se separase ni un milímetro; la tenía entre sus brazos y quería mantenerla allí un buen rato.
—No —confirmó ella, pero no le sirvió de mucho.
Justin volvió a besarla, con más contundencia. Sin darle margen de maniobra para que se apartara. Cada vez que ella separaba los labios para coger aire, él aprovechaba para introducirle la lengua y jugar en el interior de su boca.
Cuando Rebeca empezó a ceder y a gemir, sonrió contra sus labios.
Y entonces se apartó. No se había percatado de un detalle.
Ella se mordió el labio, sintiéndose una estúpida, allí agarrada a sus brazos sin saber qué hacer.
—No sé…
—¿No sabes…? —La animó él sin burlarse, pues estaba claro que dudaba.
—No sé qué debo hacer. —Apartó la vista; ya era bastante humillante reconocerlo como para encima aguantar su mirada.
Justin no quiso decirle nada con palabras, sino demostrárselo con hechos.
Empezó a besarla de nuevo, pero de momento no lo haría en sus labios. Se dedicó a su cuello, lamiendo la sensible piel, buscando el lóbulo de la oreja hasta poder atraparlo entre los dientes para chupárselo ávidamente.
Mientras, sus manos no se quedaban quietas, pues recorrieron su espalda y su trasero.
—Déjate llevar —murmuró con voz ronca junto a su oreja—. Permíteme que te toque, que te saboree. Que mis manos puedan recorrer tu cuerpo…
Rebeca quería responderle que sí, que adelante, que no se lo impediría; sin embargo, su arduo debate interior iba a estropear todo aquello.
Y se sentía tan bien en sus brazos…
Justin avanzó un poco más, lo deseaba y necesitaba.
Le separó las piernas con su propio pie y así pudo estirar el brazo y meter la mano entre sus muslos. No lo sorprendió la reacción de ella, que apretó las rodillas atenazando su mano.
Con suavidad y determinación la movió hacia arriba, de forma que acariciaba la parte interna de ambos muslos. Repitió el gesto lentamente, para que ella se acostumbrara a su contacto, todo ello sin dejar de besarla.
Rebeca parecía ir entendiendo el funcionamiento de aquello, pues empezaba a relajarse.
Seguía tensa, pero no tanto como al principio.
Él la miró con atención, sonriendo con cariño ante la expresión de ella.
—Abre los ojos —pidió él rozándole las mejillas con los pulgares.
Ella negó con la cabeza. Si lo hacía corría el riesgo de despertarse o de algo peor, como darse cuenta de que era, tal y como su suegra no se cansaba de repetir, una tonta y una ilusa por llegar ni siquiera a pensar que un hombre como él se interesaba por ella.
Pero lo cierto era que sus atenciones, hasta el momento de lo más atrevidas, estaban despertando ciertos deseos, ciertos anhelos que hasta ahora desconocía tener.
¿Eso era lo que sentían esas mujeres que perseguían a los hombres?
La mano de él se aproximaba con firmeza hasta ahí, y la verdad, no estaba acostumbrada a que alguien la tocara. Ni ella misma se atrevía cuando se aseaba: eso no era decente.
Apretó los muslos, nerviosa y abochornada cuando notó una humedad incómoda, una reacción que no esperaba y que, por lo tanto, le causaba desasosiego.
¿Qué pensaría él cuando…?
—Estás húmeda… —ronroneó Justin encantado cuando puso la mano sobre sus bragas.
—¿Cómo? —chilló desconcertada intentando apartarse para que él no fuera testigo de su descuido.
—Mojada, excitada —continuó él.
Rebeca lo miró: no parecía molestarle, sino todo lo contrario. Hablaba encantado.
—Yo… —titubeó sin entender sus palabras de aprobación.
—Rebeca… Ni te imaginas lo que esto significa para mí.
Justin le cogió la mano para colocársela sobre su erección, moviéndosela y apretándola para que en todo momento tuviera constancia de que el deseo era mutuo.
Ella abrió la boca y los ojos desmesuradamente ante lo que su mano estaba palpando.
—Por favor… —gimió.
—Lo sé. Te pasa lo mismo que a mí —convino él con una sonrisa liberando su mano—. Te mueres por poder estar juntos.
Ella no lo negó, pese a que ése no era el motivo de su alarma.
Pero para que su alarma fuera total, él metió la mano dentro de sus bragas y, tras acariciar superficialmente su vello púbico, introdujo un dedo entre sus lubricados pliegues y los frotó para después introducírselo.
Rebeca gritó y le clavó las uñas en el brazo, nadie antes le había proporcionado tal placer, pues hasta ahora sólo recordaba dolor, ya que en las contadas ocasiones en las que su marido se acercó siempre fue desagradable.
Justin cada vez respiraba con más dificultad; esa noche acabaría masturbándose en la cama o en el baño, o en cualquier otro lado donde pudiera estar a solas, pues aquello estaba poniéndose muy cuesta arriba.
Pero no era necesario que los dos volvieran a casa insatisfechos.
Buscó su clítoris y se lo frotó en círculos hasta que ella comenzó a respirar entrecortadamente; estaba cerca y apenas la había tocado.
Al instante notó cómo ella se deshacía, literalmente, en sus brazos, quedándose laxa y relajada.
—Esto sólo ha sido un adelanto —bromeó él besándola en los labios y sacando la mano de sus bragas—. Organizaré una cita, pasaremos la noche juntos —lo dijo dejando claro que no admitía una negativa.
—No sé si podré pasar un noche fuera de casa —alegó ella mordiéndose el labio—. Nunca salgo por las noches, sospecharán inmediatamente.
—No te preocupes, vendré a buscarte cuando haya oscurecido.
—Pero…
Él la detuvo colocándole un dedo sobre los labios.
—Yo me ocuparé de todo.