Ella se quedó casi sin respiración y, por lo tanto, sin habla, al ver y sentir cómo su carísimo collar desaparecía entre sus muslos y no sólo eso, él lo pasó entre sus piernas, sujetándolo con ambas manos, una por delante y otra por detrás, de forma que presionaba entre sus labios vaginales, logrando que cada cuenta, al moverse, estimulara la zona de una forma diferente.
Un extraño placer, presión seguida de un leve respiro, presión…
Insoportable y necesario al mismo tiempo.
Precisaba un punto de apoyo para no caer desplomada al suelo, y él se lo ofreció, rodeando su cintura con la mano, mientras continuaba la oscilación del collar, consiguiendo que cada una de las perlas se impregnara de sus fluidos sin dejar de presionar en cada punto, en cada terminación nerviosa, para que ella se excitara como nunca.
Claudia entrecerró los ojos, pues costaba mucho mantenerlos abiertos cuando su cuerpo recibía tales atenciones.
Su respiración, cada vez más irregular, no ayudaba; a ese paso iba a acabar completamente desarmada antes de lo previsto.
Jorge percibía encantado sus gemidos y sus murmullos de placer y eso que apenas habían comenzado… La noche sólo podía ir a mejor, pues no únicamente iba a haber sexo, eso sí, abundante, por fin podría pasar la noche abrazado a ella.
La hizo girarse para besarla y abrazarla, sentir que ambos cuerpos conectaban por el mayor número de puntos posibles, pero sin permitir que ella dejara caer las perlas.
Como si estuvieran bailando, la fue llevando hasta la cama y una vez allí la colocó en el centro y, sin perder tiempo, se subió junto a ella.
—Éste es uno de esos momentos en los que me está costando Dios y ayuda llevar a cabo mis planes —comentó con una media sonrisa y tiró del collar para recogerlo en su mano, notando en el acto el calor y la humedad de las cuentas.
Sin perder tiempo, lo dejó caer entre sus pechos y lo movió lentamente entre ellos.
—¿Por qué? —inquirió ella sin perder detalle de las oscilaciones del collar sobre su cuerpo.
—Muy sencillo, mi instinto dice que te tumbe, te abra de piernas y te la meta sin más dilación —explicó en voz baja mientras que de nuevo jugaba con las perlas entre los labios de su coño.
—¿Quién te lo impide? —Claudia gimió recostada sobre la cama mientras él, de rodillas junto a ella, retomaba su perversa caricia.
—El sentido común.
Ella lo miró sin comprender. En aquel dormitorio, en su extraña relación y en casi todo lo que los rodeaba existía de todo menos sentido común.
—Hace tiempo que lo perdimos —le indicó con media sonrisa.
Jorge no podía rebatirlo, así que no lo hizo.
Tiró del collar hacia arriba y lo sopesó en su mano antes de rodear su dedo corazón con él e, inmediatamente, acercarlo a su coño para así poder penetrarla.
Claudia se mordió el labio al notar la primera aproximación, no sólo era el grosor adquirido, sino la forma en la que cada una de las pequeñas perlas estimulaba la entrada de su cuerpo.
Como cada vez que él empujaba las cuentas del collar le proporcionaban una fricción diferente, mucho más intensa, mucho más fuerte.
Él continuó penetrándola con el dedo enfundado, sin perderse ni un solo detalle de cómo ella arqueaba su cuerpo en cuanto él lo sacaba o en cómo aguantaba la respiración a la espera de una nueva arremetida.
Y no la hizo esperar, con fuerza, insertando una y otra vez el dedo enjoyado en su interior, dilatando sus músculos internos, rozando cada terminación nerviosa, cada punto sensible era estimulado consiguiendo que ella no pudiera permanecer inmóvil sobre la cama, pues no dejaba de arquearse y de gemir, cada vez más cerca del orgasmo, cada vez más perdida en el momento y cada vez más convencida de que todo aquello iba a volverse en su contra.
—Más… —Fue lo único que pudo murmurar, con la garganta seca, el cuerpo tenso, los nervios a flor de piel.
—Por supuesto —convino él encantado con sus ruegos.
Cambió de posición, tumbándose junto a ella, y Claudia protestó cuando notó el vacío entre sus piernas; sin embargo, obtuvo algo aún mejor, pues Jorge empezó a lamerle los pezones para acto seguido ir bajando, pudiendo meter así la lengua en su ombligo y desde allí dejar un rastro húmedo hasta llegar a su vello púbico, donde sin asomo de vergüenza tiró de él atrapándolo con los dientes, causándole un extraño dolor mezclado con la rápida intervención de sus dedos al penetrarla que le proporcionó el placer justo para contrarrestar.
—Jorge… me estás matando —suspiró cada vez más tensa, deseando que él abandonara sus juegos y la llevara de una maldita vez al orgasmo.
—Eso debería decirlo yo… tengo la polla a punto de reventar —alegó él haciendo que ella se la mirase.
Para su consternación, ella se lamió los labios, indicándole, sin palabras, que deseaba algo más que mirar.
—Pues deja que me ocupe de ella —insinuó incorporándose para que sus labios pudieran hacer realidad sus deseos.
—No te preocupes… —dijo él entregándole el collar. Se puso de rodillas y se agarró el pene erecto con una mano, y empezó a acariciarse lentamente, sin dejar de mirarla a los ojos—. Rodea mi polla con las perlas…
Ella abrió los ojos como platos.
—¿Cómo dices? —preguntó preocupada.
—Quiero que me la menees así…
Él mismo hizo los honores, ya que ella no se decidía, y sin esperar empezó una cadencia lenta e insinuante, a la que ella no pudo resistirse.
El sonido de las perlas chocando entre sí hizo que ella reaccionara y se incorporó para situarse también de rodillas y puso la mano sobre la de él para acompañarle en los movimientos.
Él la dejó a cargo de su erección mientras se lanzaba en picado a por sus pezones, pellizcándolos desesperadamente mientras que ella imprimía cada vez más velocidad a su mano, de forma que iba a correrse en pocos segundos.
—Debo reconocer que siempre me sorprendes —musitó sin dejar de agitar sus perlas.
—Lo mismo digo —gimió él resoplando ásperamente.
Claudia no se detuvo y le dio a probar su propia medicina. Disfrutando de cada una de sus reacciones, encantada al observar cómo intentaba mantener el control y deseosa de que lo perdiera.
Darle placer era tanto o más satisfactorio que recibirlo.
Y ella siempre estaría en deuda con él.
—Túmbate —ordenó bruscamente, apartándola.
Ella lo obedeció, ese tono de urgencia despertaba en ella su instinto de supervivencia, como si quisiera rebelarse y negarse, lo cual acrecentaba su deseo.
Rechazar su mandato podía ser contraproducente, no era el momento para imponerse, así que se recostó sobre la cama y esperó a que él se situase entre sus piernas.
Sabía que no tardaría demasiado.
Pero lo que no sabía era que él tenía intención de no deshacerse todavía de su collar.
¿No estaría pensando en…?
—¿Jorge? —titubeó a ver cómo se lo ajustaba sobre su miembro.
—No te preocupes, que entra —aseveró con una de esas sonrisas que la dejaban totalmente desarmada.
—¡No lo dirás en serio! —preguntó poniendo una mano sobre su pecho para detenerlo. Sin embargo, la sola idea de llevar a cabo lo que él proponía suponía un fuerte estímulo para su libido.
—Querida, te va a encantar. Mi polla y tus perlas te van a dilatar al máximo, sentirás que no puedes aceptarlo pero tu cuerpo disfrutará cada centímetro —explicó a medida que se situaba sobre ella y colocaba la punta de su erección—. Estás muy mojada, lubricada y, sobre todo, dilatada… —explicó casi a las puertas y bajó la voz para añadir—: El dolor te encantará.
Claudia sintió la presión e intentó no rechazarlo, aunque de haber querido hacerlo no hubiera podido, pues él no le dio tiempo.
Le introdujo la punta y ella gritó, no de dolor, no de temor, sino de placer. Aquello fue, sencillamente, increíble.
Su cuerpo, pese a las dudas, lo aceptó y buscó con la mirada sus ojos para comprobar si él sentía lo mismo, si aquello era tan importante y tan significativo.
—¡Cielo santo! —jadeó cuando él empezó a moverse.
No podía embestirla de forma brusca, para evitar que se soltara el collar y perder aquel complemento tan sumamente estimulante.
Impuso un balanceo continuo, casi perezoso, consiguiendo que su sexo acogiera y disfrutara de aquel espesor y especialmente de la sensación que proporcionaban cada una de las pequeñas cuentas, que se movían en su interior al mismo tiempo que sus arremetidas.
Él se colocó de rodillas frente a ella y la agarró de los tobillos, elevándole las piernas para que ella apoyara los pies en sus hombros, de esa forma podía clavársela más profundamente y, de paso, no perderse ni un solo detalle.
—Jodidamente espectacular… —gruñó él con la garganta seca.
Podía haber tenido múltiples experiencias con múltiples mujeres, pero, si bien gozaba en mayor o menor medida de sus encuentros sexuales, nada podía compararse con aquello.
Claudia había sido durante toda su vida adulta algo inalcanzable, una fantasía, la mujer que intentaba buscar en cada una de esas amantes anónimas, y ahora allí estaba, con él, compartiendo sus pervertidas prácticas y sin oponerse.
Podía mostrarse inicialmente dudosa, pero nunca rechazaba sus propuestas y para él significaba mucho más que un buen revolcón.
Tenía que conseguir convencerla de que aquello que entre los dos construían día a día era definitivo. Pese a que el mayor obstáculo era él mismo, al estar casado, y por la Iglesia, en un país donde obtener una nulidad matrimonial significaba grandes dosis de paciencia, un gasto considerable y buenos avales. Como se decía popularmente: quien tiene padrinos no se ahoga en la pila.
Quería a esa mujer y debía atar primero todos los cabos sueltos para después luchar con todas sus fuerzas por ella, no iba a dejarla escapar.
Y luchar por ella significaba perdonar.
Perdonar sus dieciocho años de sufrimiento.
No ganaba nada viviendo con el rencor amargándolo a cada minuto.
Era el momento de mirar hacia adelante, aunque algunos no comprendieran su actitud, aunque lo tachasen de calzonazos. Le daba exactamente igual con tal de conservarla a su lado.
Con cada empujón ella retorcía su cuerpo sin poder controlar las reacciones, elevando la pelvis y rogándole en silencio que no parase.
Claudia echó los brazos hacia atrás, buscando un punto de apoyo, y lo hizo aferrándose al cabecero, lo que supuso poder ejercer aún más fuerza.
A cada empuje de él, podía responder con más precisión, sin perder el contacto, sabiendo que aquella situación, como cada vez que se entregaba a Jorge, hacía tambalear sus convicciones; sin embargo, no hacía nada por evitarlo.
Él giró la cabeza y empezó a mordisquear los dedos de su pie, lamiendo las uniones, consiguiendo que ella le apretara con más fuerza la polla con sus tensos músculos internos.
—Estoy a punto de correrme… —jadeó agarrando su tobillo y mordiéndole el dedo gordo.
Ella chilló y su cuerpo se electrizó por completo, su sexo empapado y dilatado acogía sus embestidas deseando que rompiera esa barrera invisible que daba paso al orgasmo y que la liberase de esa agonía que le impedía incluso hablar.
Con todo aquel traqueteo el collar se fue desenroscando y él tiró de uno de los cabos, liberando su erección al tiempo de pellizcaba los labios vaginales en su retirada.
Lo agarró con una mano y lo dejó entre sus propios dedos. Echó la cabeza hacia atrás y apretó el puño contra su pecho, de tal forma que las perlas marcasen su piel, como si estuviese rezando una plegaria y el collar fuera un rosario.
Una plegaria altamente obscena, motivo por el cual resultaba mucho más atractiva. Como si con ese gesto pidiera en silencio que, por fin, todos los obstáculos desaparecieran y que sin ningún tipo de dudas ella fuera completamente suya.
Claudia observó la imagen de él y tuvo que cerrar los ojos. Las lágrimas amenazaban con brotar.
Su egoísmo y su inconsciencia de nuevo iban a causarle mucho daño, más que la primera vez.
Ella, como en otras tantas ocasiones en las que la vida se le presentaba cuesta arriba, lo soportaría; él, seguramente no.
Su clímax hizo lo mismo que el alcohol, embotar su conciencia para no pensar, y sintió cómo él se estremecía antes de caer sobre su cuerpo.
Abrazarlo y apretarlo sobre su pecho era muy poco comparado con lo que él le daba.