Al parecer equipar una casa podía hacerse de forma rápida siempre y cuando se incentivase correctamente a quienes debían trabajar en ello, por lo que Claudia, una semana después y previo pago de buenas cantidades, tenía por fin un lugar cómodo, a su gusto y, sobre todo, fuera del alcance de las miradas indiscretas.
Ése había sido el principal objetivo para decidirse, pues en el hotel todos eran testigos de sus movimientos, lo que suponía graves inconvenientes. No le gustaba ser objeto de vigilancia.
Además, prefería tener un sitio propio, pues, a pesar de estar instalada en la mejor suite, carecía del espacio suficiente.
Y, por supuesto, estaba Jorge, quien se empeñaba en visitarla todas las noches, arriesgándose a que cualquier trabajador se fuera de la lengua y se supiera en toda la ciudad.
Para atender la casa no necesitaba una legión de sirvientes, pues tampoco quería tener excesiva gente a su alrededor, por lo que simplemente había contratado a una cocinera y a una sirvienta, ambas mujeres viudas del pueblo, quienes pusieron los ojos como platos cuando supieron cuál iba a ser su sueldo.
Había tenido cuidado de buscar a dos personas que necesitaran el empleo, obviando los consejos de la encargada de la tienda de muebles, que tan «amablemente» se ofreció a proporcionarle empleadas de hogar de confianza.
Así que en esos momentos estaba tranquilamente en su despacho, picoteando de una bandeja que Severiana le había preparado, pues no la apetecía cenar formalmente, menos aún cuando se encontraba sola y tenía trabajo pendiente.
Sentada tras su nuevo escritorio y rodeada de documentos, sonrió; echaba de menos la intimidad y la tranquilidad que sólo se lograba en un espacio propio. Aunque fuera temporal, por lo menos podía hacer y deshacer a su antojo.
Se dispuso a ello, pues poner al día todo aquel desbarajuste de contabilidad y saber con qué efectivos y recursos contaban era primordial.
Justin llegaría en breve y quería tenerlo todo dispuesto.
Tan concentrada estaba en la lectura que no supo ni la hora hasta que un sonido, procedente del exterior, hizo que desviara la atención.
Agudizó el oído y no pudo evitar suspirar.
Oyó un ruido de motor y supo en el acto quién llegaba de visita. Así que se puso en pie y fue ella misma a abrir la puerta.
Cuando lo hizo, se encontró a Jorge con una botella de vino y dos copas, apoyado en el marco, tranquilamente, con la corbata desanudada y una media sonrisa de chico malo.
Ella se apartó para que entrara, señaló la botella con la mirada y se cruzó de brazos.
—Un regalo de bienvenida al vecindario —adujo él incorporándose perezosamente para seguirla.
—Déjate de tonterías —dijo riéndose ante las ocurrencias de él—. No estás aquí por eso.
—He oído que ya tienes servicio…
—Sí, y si te estás preguntando por qué abro yo, te diré que es tarde y que prefiero hacerlo personalmente…
—Joder, qué honor —murmuró sin perder la sonrisa.
Entraron en el despacho de ella y Claudia recuperó su posición tras la mesa, dispuesta a finalizar sus tareas.
—No se trata de eso, simple y llanamente no quiero, de momento, dar que hablar.
Él se paseó por la estancia observando la decoración, bastante práctica, que ella había elegido. Dejó la botella y las copas en la mesa principal, junto a lo que parecían los restos de la cena, se situó a su lado y miró por encima del hombro.
—Se supone que estás en tu casa… —Cogió al azar unos documentos que leyó sin prestar mucha atención y los dejó caer—… por lo tanto, carece de sentido dar explicaciones.
—¿Hum? —murmuró distraída, absorta en lo que tenía entre manos.
Jorge comenzó a acariciarle la nuca mientras ella leía. Le desprendió las horquillas y masajeó con los dedos su cuero cabelludo.
Ella cerró los ojos un instante y echó la cabeza hacia atrás, relajándose bajo su toque y dejándose acariciar.
Aquello era, sencillamente, como estar en la gloria.
—Trabajas demasiado —apuntó él pasando ahora a sus hombros para que ella se relajase.
—No me queda más remedio —musitó agradecida por la atención que le estaba prestando.
Él continuó con su masaje, consiguiendo que ella fuera poco a poco olvidándose de todos sus quebraderos de cabeza… De las preocupaciones… De todo en general.
Hay cosas que nunca las echas de menos sencillamente porque no las has tenido.
Y ese instante de relajación, en silencio, con un gesto tan simple, era una de ellas.
Las largas jornadas de trabajo no concluían con atenciones de ese tipo. Estaba acostumbrada a finalizarlas sola.
Muchos días se reunía con Henry o con Justin para hablar o comentar aspectos que iban surgiendo. También charlaban de temas personales, pero no era lo mismo.
Con ellos no alcanzaba el mismo punto de intimidad, siempre mantenía una cierta distancia. No terminaba de alcanzar esa conexión que, aun sabiendo que era temporal, quería disfrutar y creerse.
—Se supone que he venido para estrenar tu casa y pasar de una vez toda la noche contigo…
—Calla y continúa.
—Y resulta que me tienes aquí, como a un esclavo, a tu servicio.
Ella volvió la cabeza y lo miró de reojo.
—Pues debo decir que se te da muy bien.
—Y eso que aún estamos vestidos, imagínatelo desnudos, en la cama…
—Ya me has visto desnuda —apuntó ella sólo con el propósito de aguijonearle un poco; la sola idea de realizar esa variación hizo que apretara los muslos para poder controlar la reacción inmediata que sintió.
—Algo de lo que no creo que pueda llegar a cansarme —murmuró él siendo perfectamente consciente del alcance de sus palabras.
Claudia, prudente o cobarde, eligió no responder a eso y lo dejó que continuara.
Para Jorge, su silencio sólo podía significar que estaba más afectada de lo que dejaba entrever, aunque él también optó por no insistir.
Todo ese juego del disimulo, de esconderse y de callar le empezaba a quemar por dentro. Él no era amigo de tales maquinaciones, carecía de la paciencia necesaria para ello, aunque bien sabía, por la amarga experiencia, que si presionaba demasiado ella podía dejarlo de nuevo plantado y en esta ocasión ni loco iba a permitir que escapara.
Además, tampoco iba a ser tan estúpido de olvidarse de su patrimonio, ahora en manos de ella, pero que debía recuperar para que permaneciera en la familia.
Otra cosa bien distinta era que, tras él, no quedaba nadie, pero bueno, era cuestión de orgullo.
—Creo que voy a dormirme… —susurró sin abrir los ojos.
Aquel momento resultaba particularmente intenso, a pesar de la sencillez del mismo, y ninguno de los dos era ciento por ciento consciente de lo que, sin querer, estaban alcanzando.
—¿Son auténticas? —inquirió él deslizando entre sus manos el collar de perlas que ella lucía en su cuello.
—Hum… sí —respondió sin saber muy bien cuál era el motivo de la pregunta—. ¿Por qué?
—Ya te lo dije una vez, me encantaría tenerte únicamente con esto sobre tu cuerpo.
El sonido de las perlas chocando entre sí era, junto con sus respiraciones, lo único que se escuchaba en el despacho.
—Tu obsesión por verme desnuda empieza a ser preocupante —bromeó en voz baja sabiendo que, de poder ser, ella le pediría lo mismo.
—No tiene por qué. La solución es bien sencilla… —adujó inclinándose para besarla en el cuello.
Besos suaves, ligeros, por toda su nuca, detrás de la oreja… cualquier punto al que tuviera acceso y que a él le pareciera conveniente para despertar el deseo femenino, pues el suyo lo estaba desde hacía bastantes horas.
—… deshazte de todo esto… —Pasó un dedo por el cuello de su vestido, introduciendo el índice por el borde y logrando que ella se removiera inquieta.
—Puede que tengas razón.
Sorprendiéndolo, una vez más, se puso en pie y recogió rápidamente los papeles en los que había estado trabajando y después lo miró. No de una forma amable ni sumisa, sino desafiándolo a que llevara a la práctica sus constantes sugerencias.
—Me gusta cómo suena eso —adujo él en tono insinuante.
Ella le sonrió descarada, con una mano en la cintura y la otra en su collar de perlas.
—Pues entonces supongo que no podemos demorarlo más.
Se dio la vuelta y caminó hasta la puerta y, sin mirar para ver si él la seguía, la abrió y se dirigió hacia su dormitorio con la seguridad en cada uno de sus pasos de que Jorge no le fallaría.
Dejó la puerta abierta y cuando estaba quitándose los pendientes oyó el suave clic de la cerradura.
Pocos segundos después, unas manos le bajaban la cremallera del vestido mientras ella miraba fijamente la imagen de los dos en el espejo del tocador.
—Es una pena que no sea de cuerpo entero —comentó él, apartando la tela para arrastrarla con las manos y dejar que cayera a sus pies.
En el proceso le acarició los hombros, besándolos. Con las yemas de los dedos recorrió la piel de sus brazos hasta llegar a las manos de ella y unirlas a las suyas.
Claudia echó la cabeza hacia atrás, apoyándose en él; de nuevo esa ambigua sensación de que aquello era lo que quería, lo que había anhelado e iba a perder, para lamentarlo de por vida.
Pero si continuaba obsesionándose con aquello echaría a perder momentos tan importantes como aquél.
Forzó una sonrisa y dejó que sólo las respuestas innatas de su cuerpo guiaran su conducta, de tal forma que tomaran el control, relegando su cerebro a un segundo plano durante esa noche.
Jorge continuó tocando todos los puntos sensibles mientras iba deshaciéndose de sus prendas.
Inmediatamente después del vestido fue su combinación de seda y el resto de la exquisita lencería que ella siempre utilizaba.
Ahora estaba tal y como él deseaba.
—Has dicho que querías verme sólo con las perlas —indicó cuando él soltó el cierre del collar.
—Así es —murmuró apartándose con él en las manos dejándola sin nada encima.
Jorge se ocupó de su propia ropa y tranquilamente se deshizo de ella.
Claudia se mantuvo de pie, observando cada uno de sus movimientos, callada y a la espera.
Cuando él se incorporó y caminó hasta ella, tembló por muchos motivos.
Pero principalmente fue por la anticipación, no sólo por lo que estaba a punto de ocurrir, que aún sin saberlo no dudaba de que iba a disfrutarlo, sino porque después él se quedaría.
Eso marcaba una gran diferencia respecto a las otras noches, en las que él se marchaba, en las que salía a escondidas…
«¡Basta!, sólo siente, sólo disfruta, no lo estropees con dudas innecesarias», se recordó.
Jorge se pegó a su espalda y ella no sólo notó el calor que desprendía su cuerpo, su respiración pesada, sino también la erección que se apretaba contra su trasero.
Él pasó el brazo por encima de su hombro para dejar que el collar de perlas oscilara delante de su pecho y que se fuera calentando al contacto de su piel.
Ella sintió el suave roce contra sus pezones, ya tiesos.
Continuó moviendo el collar, entre sus pechos, despacio, para que ella fuera asimilando no sólo lo que sentía, sino también lo que veía a través del espejo.
—No sé qué es lo que te propones… —jadeó al ver cómo sus perlas rozaban su vello púbico.
Él se limitó a sonreírle y a separarle las piernas con el pie.
La sonrisa de él, que vislumbró a través del espejo, no presagiaba nada bueno.