Desde luego, la idea que tenía Claudia de una invitación a comer distaba mucho de la de él. Empezando por el lugar escogido.
No tenía nada en contra, pero sin duda pensó que, como mínimo, habría sillas y una mesa.
Esperaba uno de esos sitios discretos que él presumía conocer. Daba igual si se trataba de un restaurante de lujo o una sencilla cantina de pueblo.
Lo que no esperaba una hora después de abandonar la vieja librería era estar tumbada en una suave manta junto a un palomar en ruinas, dejado de la mano de Dios, a kilómetros de la civilización; no contento con alejarla de cualquier núcleo de población, se había empecinado en dejarla completamente desnuda.
Y para rematar, a su lado tenía a un hombre que se empeñaba en utilizarla como plato, porque al parecer se obstinaba en poner en práctica una de esas extrañas ideas.
Lucía tímidamente el sol, pero aún faltaba mucho para que llegara el cuarenta de mayo y disfrutar de agradables temperaturas.
Jorge había tenido un gesto y permitió que se dejara algunas prendas encima: sus pendientes de perlas y sus tacones. A diferencia de él, que sólo se había desprendido de la americana y la corbata.
Ella no opuso resistencia ni criticó aquella situación. Decidió relajarse y no pensar. Debía aprovechar los débiles rayos de sol que calentaban su cuerpo y pasar la tarde con él.
Jorge dispuso varias cosas a su alrededor y sirvió la comida.
—Me estás poniendo perdida —protestó mientras él se dedicaba a partir la hogaza de pan junto con el queso para crear a saber qué composición artística sobre su piel.
—Esto queda mejor con fresas, pero he tenido que improvisar —murmuró concentrado.
Al parecer no estaba del todo conforme y se entretuvo un buen rato cambiando los alimentos de sitio hasta que por fin se dio por satisfecho.
Se giró un instante para sacar una botella de vino y, para sorpresa de ella, sólo una copa.
—Una de nuestras mejores añadas —dijo mostrándole la etiqueta—. De la reserva privada que tenía mi padre.
Con cuidado de no estropearle el collage, se incorporó sobre los codos mientras él descorchaba el vino.
Con un movimiento seco de muñeca tiró a un lado una mínima cantidad para después llenar la copa hasta la mitad.
—No sé si preguntar, pero ¿vas a disfrutar tú solito del vino? —inquirió señalando la copa que él giraba entre sus dedos.
Jorge se la llevó a los labios y dio un buen trago.
—Excelente —murmuró sonriendo—. Abre la boca.
Acto seguido la inclinó para que el preciado líquido cayera justo en su boca, pero en esa postura a ella le resultaba muy difícil tragar, por lo que las gotas de vino rebosaron y fueron cayendo desde la comisura de su boca y resbalando por la garganta.
Ella no degustaría el vino, pero él no podía sentirse culpable por ello. Vaya imagen que ofrecía…
—Me alegro de que me hayas desnudado primero —comentó entre risas.
—¿Ves? Tanto protestar y al final me das la razón. ¿Más vino?
Con idéntico resultado, ella intentó saborearlo, aunque resultaba imposible.
Quien no iba a dejar escapar una sola gota fue él, pues se inclinó y pasó la lengua sobre su piel, recorriendo con la misma el líquido calentado sobre su cuerpo, dejándola limpia y excitada.
—Y ahora… vayamos a por el primer plato —dijo él deslizándose hacia abajo para atrapar con los dientes un trocito de queso que reposaba sobre su pezón. En el proceso, además de agarrarlo, mordisqueó un poco la sensible zona.
—Vas a matarme… —susurró ella.
—¿De placer? —sugirió Jorge mientras seguía degustando el menú.
—¡De hambre! —lo corrigió ella entre risas.
Él llevó hasta sus labios un pedacito de queso y se lo pasó.
Ella, que no estaba muy atenta, lo dejó caer.
Él volvió a servir vino.
Ella se humedeció los labios a la espera de su dosis.
Él parecía tener una puntería horrible.
Ella disfrutó de la sensación de los regueros de vino recorriendo su piel a la espera de ser limpiada por una lengua juguetona.
Y así se entretuvieron durante un buen rato: él dándole la comida o la bebida, ella atragantándose, bien por la forma o bien por las risas que le producía todo aquello.
Claudia terminó con hambre y hecha un asco, migas por todo su cuerpo, pringosa del dulce vino y bastante excitada tras aquel intenso interludio.
Sin duda la invitación a comer más extraña de su vida.
Repetiría sin vacilación.
—Espero que te hayas acordado de traer algo para limpiarme.
Jorge sonrió de medio lado y, sin importarle que su camisa acabara hecha un asco, se acomodó encima de ella, encajando perfectamente entre sus piernas.
—Por supuesto —aseveró dando una intensa y sonora pasada por su mejilla con la lengua.
Claudia iba a terminar con agujetas de tanto reírse.
—¡Qué tonto!
—Es una pena que aún no haga calor suficiente como para ir a bañarnos al río. Allí podría dejarte sumamente… limpia.
El recuerdo de los veranos en los que, de chavales, junto a otros niños, se iban a bañar a un remanso del río para mitigar el calor y pasarlo bien los hizo sonreír.
Se trataba de diversiones en las que todos podían participar, sin importar si los padres ganaban más o menos… eran críos, sin malicia.
—Sí, es una pena —convino ella.
—De lo que más me acuerdo es de cuando ibais las chicas solas, a última hora de la tarde… Nos escondíamos tras los árboles para ver quién era la más atrevida y se lo quitaba todo. —Jorge hablaba en tono nostálgico.
—Y nosotras sabíamos que nos espiabais. ¿Y qué hacíais cuando alguna se atrevía a desnudarse completamente?
—Confiar en que no terminaríamos con la cara llena de granos, como decía el señor cura, si nos la meneábamos.
Ella se echó a reír a carcajadas y le dio un golpe cariñoso en el hombro.
—Yo nunca me desnudé del todo.
—Mejor, hubiera tenido que partirle la cara a unos cuantos. Y de desnudarte, me encargué yo.
Se miraron fijamente, podían negar la evidencia, pero sus recuerdos estaban ahí, por más que ella hubiera insistido en vivir sólo el presente.
Claudia fue la primera en retomar la conversación.
—Nunca fuiste un adolescente con la cara llena de granos.
—Pues desde luego me la meneaba a la menor ocasión.
Ella arqueó la ceja.
—A veces eres demasiado sincero.
—No tengo por qué mentirte. —Él advirtió que a ella se le había formado un nudo en la garganta. No era el momento de exigir explicaciones—. La de noches en que no pude dormir pensando en cómo llevarte al huerto, en cómo quitarte la ropa, en si tus tetas serían como las de tu amiga Rosita.
—Ya veo, así que te la… —hizo una pausa pero al final optó por repetir sus palabras—… meneabas pensando en la delantera de ella pero querías levantarme a mí la falda… —No era más que un falso reproche.
—Una vez que me las enseñaste ya no volví a fijarme en las de ninguna otra —dijo serio.
—¿Por qué será que no me lo creo? —preguntó intentando que la conversación no derivara de nuevo en recuerdos aciagos y, por si acaso, metió la mano entre ambos cuerpos y palpó su erección por encima de los pantalones.
Como era de esperar, él reaccionó al instante con un jadeo y se apretó contra esa mano en busca del mayor contacto posible.
—Porque ahora me las estás enseñando y soy incapaz de pensar en otra cosa.
—Entonces tendré que ayudarte. —Presionó de nuevo sobre su pene y él cerró los ojos. Lo deseaba y no tenía por qué ocultarlo—. Empezaré por quitarte los pantalones.
No hizo falta, en menos de lo que canta un gallo, él se colocó de rodillas y se los bajó, junto con la ropa interior, hasta medio muslo. Se agarró la polla con la mano, volvió a recostarse y sin más dilación se introdujo en ella, de una sola embestida.
Ella se arqueó, echó los brazos hacia atrás y gimió en respuesta a la anhelada invasión.
Y él no se guardó tampoco de expresar con un ronco gemido sus emociones y sensaciones, al verla bajo él, entregada y sumisa, en una postura tan sencilla.
Adelantó sus propios brazos y entrelazó los dedos con los de ella, estableciendo la máxima conexión posible.
Él la agarró con fuerza sin dejar de embestirla, sin dejar de rozar con su pene todos esas terminaciones nerviosas que a ella la llevaban directamente a la locura y que conseguían arrancarle mil y un gemidos de placer.
Aquello iba a ser rápido, por la necesidad, por todo el tiempo que habían estado tonteando con el vino y la comida, por el deseo… por todo.
Ella fue quien explotó primero y él apenas tardó un minuto en unirse a ella.
Se estaba jodidamente bien en esa postura, dejando que su polla volviera a la normalidad aún enterrada en su acogedor sexo, por lo que no hizo el menor amago de moverse, ni ella se lo pidió.
Ella estaba tranquilamente disfrutando de la relajación típica tras un encuentro sexual, así que ni se molestó en apartarlo; permaneció con los ojos cerrados escuchando tan sólo los sonidos típicos del campo y el de sus respiraciones.
—¿Estás bien? —preguntó él incorporándose sobre sus brazos; no era normal que estuviera tan callada.
Ella sonrió sin abrir los ojos.
—Sigo pensando que es muy injusto…
—¿Cómo dices? —Con ese comentario empezó a dudar, no lo creía, pero a lo mejor no la había dejado del todo satisfecha.
—Tú apenas has tenido que desnudarte y yo… —Acompañó sus palabras con un recorrido de su mano sobre su espalda hasta posarse sobre su trasero y él se rió, en parte aliviado por la explicación en parte divertido por la ocurrencia—… no puedo decir lo mismo.
—Ah, bueno, si quieres la próxima vez me quedo en pelotas y tú te limitas a levantarte la falda. —Dicho esto terminó por separarse y arreglarse la ropa.
Ella también se ocupó de adecentarse, aunque tardó bastante más, ya que entre limpiarse, recoger las prendas que él había ido lanzando por ahí de cualquier manera y volvérselas a poner…
Una vez sentados de nuevo en el coche, él dijo:
—Ahora iremos a ver a un conocido para que te busque la casa adecuada.
—Gracias.
—Pero he cambiado de idea.
—¿Cómo dices?
—La próxima vez que vaya a verte sólo quiero que lleves puesto un collar de perlas.