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Estaba completamente sola.

Justin se había encargado de los pasajes en un tiempo récord y, tres días después de recibir el telegrama de su banquero, ya estaba en camino para reunirse con él.

Higinia, desencantada con su regreso a España, también había optado por volver; eso sí, no sin antes advertirla, mil veces, de que se anduviera con ojo, pues aquello no tenía pinta de salir bien.

La buena noticia era que su querido profesor al fin decidió viajar y se había marchado con ellos.

Justin prometió encargarse de todo para que, una vez en Londres, el hombre se sintiera a gusto y quedaron en que, si tras un mes no se adaptaba, podría retornar a Ronda.

Claudia había regresado paseando desde la estación y se había refugiado en su suite para trabajar. Allí había recibido al fabricante de barricas para la adquisición de unas nuevas, de tal forma que éste pudiera cumplir la entrega antes de comenzar la vendimia en octubre.

También había hablado con la empresa de transportes para garantizar que los camiones necesarios estuvieran disponibles, avalando el pago de los servicios.

Así que la tarde resultó altamente productiva y en esos momentos, cuando se suponía que tenía tiempo para descansar, para ella sola, no conseguía conciliar el sueño.

En tres días sólo había coincidido con Jorge un par de minutos y él se había comportado como si no existiera, educado y distante a los ojos de los presentes.

Estaba sola, a oscuras, desnuda en su cama y las únicas caricias se las proporcionaban unas sábanas tibias, porque su amante no estaba con ella.

—Acostúmbrate —murmuró para sí.

Y tras ello llegó a otra conclusión, ésta mucho más desquiciante: si tú quisieras…

De repente, cuando estaba intentando no entrar en consideraciones peligrosas, oyó unos pasos, amortiguados por la alfombra, pero que en la quietud de la noche no pasaban desapercibidos.

Se sentó en la cama, aferrándose a la sábana, con el corazón a mil por hora e intentando controlar su respiración, sin hacer ningún ruido para no delatar su presencia, hecho absurdo, ya que se trataba de la mejor suite del hotel y de todos era sabido quién la ocupaba.

—Siento llegar tan tarde.

Ella cerró los ojos y se dejó caer hacia atrás. Aliviada por reconocer la voz pero molesta por haber pasado esos segundos tan angustiosos.

—No vuelvas a darme un susto así —masculló. Debería estar contenta y dando saltos de alegría, pero antes debía volver a respirar con normalidad.

—Lo siento, no quería asustarte precisamente —dijo él caminando hasta quedarse junto a la cama, de pie. No podía ver más allá de una silueta debido a la oscuridad reinante, pero eso le bastaba, era ella.

—¿Cómo has entrado? —preguntó, y se dio cuenta inmediatamente de que no era la primera vez que accedía a su suite sin llamar previamente a la puerta.

—Sabes perfectamente que en este hotel he gastado mucho dinero. —Lo que no dijo es que ese hijo de su madre del conserje se iba a hacer de oro a su costa—. ¿Estás desnuda?

Sin esperar la respuesta, él se ocupó de estarlo y, tras dejar su ropa de cualquier manera sobre el pequeño silloncito, se situó de nuevo en un lateral de la cama.

No había mucha luz, pero ella se dio cuenta de que estaba empalmado. Además, desde su posición, aquello impresionaba mucho más.

Jorge se inclinó y en un solo y ágil movimiento apartó la sábana, dejándola completamente expuesta para él.

Inspiró profundamente para no lanzarse en picado y devorarla. El efecto que causaba el contraluz sobre su cuerpo acentuaba el clima de excitación de una manera casi insoportable.

Ella hizo amago de incorporarse, en esa postura se sentía indefensa y en inferioridad de condiciones, aunque, siendo sincera, con él siempre era así.

Curioso, pero lo más curioso aún era saberlo y disfrutarlo.

Él negó con la cabeza; prefería, para sus más inmediatos planes, que permaneciera en esa postura.

—¿No vas a meterte en la cama? —preguntó ella quedando implícito «conmigo».

—No.

Ella gimió, otro maldito juego de esos a los que era tan aficionado. Y si bien gozaba de cada segundo en el que él la torturaba, no era menos cierto que a veces se le hacía muy cuesta arriba soportarlo, por mucho que la espera fuera siempre una recompensa tan placentera.

—Bueno sí, ya que me lo pides… —bromeó él, desconcertándola.

Pero no se metió en la cama, tal y como se esperaba, sino que se subió encima de ella, a horcajadas.

—Pero ¡¿qué…?!

—Lo primero un beso… —murmuró inclinándose sobre ella para capturar su boca, lamer sus labios y tocar su lengua con la suya y sentirla como hacía días no lo hacía.

Ella lo recibió encantada y le devolvió el beso con la misma intensidad y devoción.

Él se apartó con una media sonrisa, y con el pulgar recorrió sus labios humedecidos e hinchados.

—Prometedor —susurró él.

Claudia no quería permanecer inactiva, dejándole todo el peso de las decisiones, así que movió las manos y las posó sobre su trasero atrayéndolo hacia ella, de tal forma que, levantando la cabeza, podía posar sus labios sobre la punta de su erección.

—¿No quieres? —preguntó extrañada cuando él se retiró.

—Por supuesto.

—¿Entonces?

—Empecemos por el principio.

Cogió sus senos y los juntó para, acto seguido, posicionar su polla entre ellos. Comenzó a moverse, friccionando toda su erección en ese tentador espacio al tiempo que los mantenía unidos y arañaba sus pezones.

Ella gimió con fuerza.

Él también lo hizo.

Los vaivenes que se iniciaron de forma lenta fueron volviéndose más impetuosos, más impacientes, porque aquello superaba cualquier expectativa previa.

Claudia arqueó las caderas, como si buscara algún tipo de contacto en su zona más íntima y necesitada. Sus labios vaginales estaban anegados, hinchados, ávidos por ser acariciados.

Él adelantó un poco su posición para que ella, que tanto parecía desearlo, pudiera lamerlo y no tuvo que pedírselo.

Cerró los ojos ante el primer contacto. Ella apenas le cubría el glande pero no hacía falta más…

—No tienes ni la más remota idea de lo que me estás haciendo… —gimió él echando una mano hacia adelante para sujetarse en el cabecero. La otra la pasó bajo su cuello para ayudarla a mantener la posición.

Resultaba muy complicado mantenerse estático para que fuera ella quien controlara la profundidad de sus embestidas, pues cada vez sentía la imperiosa necesidad de follarle esa boca sin ninguna contemplación.

Continuó así, dejando que ella humedeciera su pene, abarcándolo entre sus labios, en sucesivos movimientos, dejándole con ganas de más durante los breves segundos que ella se apartaba.

Y no sólo eso: la visión de ella, completamente sometida bajo él, ofreciéndole un placer indescriptible suponía todo un reto para su autocontrol.

En el pasado, si las mujeres con las que se enredaba admitían realizar prácticas como ésa, se debía principalmente a que iban a obtener mayores ingresos.

Pero lo que estaba sucediendo allí nada tenía que ver. Era ella quien le estaba lamiendo, quien permitía, y disfrutaba, lamiéndole la polla y, además, ¡de qué forma!

Qué egoísta estaba siendo…

—¿Qué te parece si disfrutamos los dos?

—No te entiendo.

Jorge se dio la vuelta, colocando los pies en la almohada, tumbándose a su lado de tal forma que podía llegar a su coño y, al mismo tiempo que se ocupaba de estimularla, ella podría seguir volviéndolo loco con su boca y con sus labios.

Él no se molestó en explicárselo y le separó las piernas para, primero con los dedos, empaparse de toda aquella humedad y, después, saborearla a sus anchas.

Por su parte Claudia se dio perfecta cuenta de cuáles eran sus intenciones, por lo que no tuvo ningún reparo en volver a introducirse en la boca su erección y sentirla de nuevo.

Aunque en esos momentos no se parecía en lo más mínimo a lo que estaba sintiendo hacía unos instantes, pues él, con su hábil lengua, se estaba encargando de distraerla y de hacerla gemir de un modo casi incontrolable, desatendiéndolo involuntariamente.

Hizo un esfuerzo por asimilar lo que estaba ocurriendo. Completamente entregada a las sensaciones que su cuerpo experimentaba, totalmente dispuesta a complacerlo. Irremediablemente sometida a sus demandas.

—Hasta el fondo… —gruñó al notar que ella abandonaba su erección.

Ella se dejó de análisis y se aplicó en recorrer todo su pene con entusiasmo, sin dejar de gemir en ningún instante por lo que él estaba haciendo entre sus piernas, algo increíblemente perverso como para decir que no.

Jorge estaba en la gloria: su polla recibía constantes atenciones en forma de húmeda y caliente boca al tiempo que podía enredar entre sus muslos y conseguir que se corriera en su boca.

Ella volvió a gemir con intensidad cuando él se afanó con dos dedos en el interior de su vagina, sin dejar de estimular su clítoris.

No iba a poder corresponderlo, pues necesitaba aire que llevarse a los pulmones y la tensión previa, que anunciaba su inminente orgasmo, hacía que de nuevo dejara de lamerlo.

Él debió de darse cuenta y optó por la opción más simple.

Giró sobre ella, de tal forma que, al quedar debajo, tumbado de espaldas con ella encima, podía seguir devorando su suave, tierno y apetecible sexo, controlando mejor sus embestidas para que ella no se atragantara.

La oyó gemir o protestar, pero siguió adelante, moviéndose bajo ella, marcando el ritmo, tanto de su curiosa lengua como de sus caderas, para que ella se acostumbrara a una postura tan sumamente invasiva, aunque, por otro lado, placentera para ambos.

Debería apartarlo o por lo menos haber protestado, en esa postura estaba totalmente supeditada a lo que él decidiera y por una vez quería ser ella quien le complaciese a él, sin más.

Hasta ahora todos esos juegos que él proponía siempre la colocaban en la posición de receptora y ella ansiaba participar más activamente y, la verdad, él no se lo estaba poniendo fácil.

Arqueó las caderas ofreciéndose totalmente al tiempo que estiró el cuello para poder recibirlo mejor en su boca, ya no tenía sentido darle más vueltas. Como siempre, terminaba por claudicar ante sus exigencias y esa noche no iba a ser una excepción.

Jorge sintió ese hormigueo en la base de su columna y la tensión en sus testículos, síntoma inequívoco de que estaba al límite, era cuestión de segundos.

Apartó un instante su lengua, no sus dedos, para penetrarla con más brío, ahora añadiendo un tercero. La humedad, el calor, facilitaban la dilatación, pero, aunque ella se tensaba y corcoveaba, no sabía si iba a alcanzar el orgasmo, así que, ya que él ya no podía más, dejó de meterle los dedos y palmeó su clítoris sin piedad, juntando el dedo índice y corazón, dando de lleno y causándole una reacción incontrolable.

Ella gimió y, rodeándole los talones con las manos, arqueó la pelvis en busca de un nuevo toque que la liberase de la tensión.

Él se lo dio gustoso y acto seguido cerró los ojos para dejarse llevar por su propio orgasmo; tuvo la inmensa suerte de que ella no se apartó y tragó todo su semen.