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Ella aguantó su peso y las ganas de llorar.

Ambos eran unos insensatos y acabarían haciéndose mucho más daño del que en un principio hubieran pensado.

Pero no podían evitar ser unos irresponsables.

Él fue despegándose lentamente, dejando expuesta la piel sudorosa de su espalda, produciéndole a ella un leve escalofrío. En silencio liberó su mano, besándola con delicadeza en la muñeca, y, tras dejar caer la soga al suelo, la ayudó a ponerse de pie y la abrazó.

Los dos, aún jadeantes, confundidos y con la piel brillante por el sudor, se quedaron callados mientras sus respectivos cuerpos iban retornando a la normalidad, pero sólo a una normalidad física, pues el lado emocional nunca podría alcanzarla.

Él inclinó la cabeza y buscó sus labios, en esos momentos resecos tras el intenso interludio vivido, pero no le preocupó, ya que se encargó de humedecérselos con ternura y sin prisas, lamiéndoselos con dulzura y dedicación.

Ella se entregó de nuevo a él, aplastando sus pezones, algo irritados, contra su torso, pero prefiriendo una y mil veces tenerlos así por el momento tan intenso vivido que no sentir nada. El dolor físico era un recordatorio de lo que habían compartido.

Jorge, sin desearlo, puso fin al beso y se apartó un poco para mirarla.

—Vístete —murmuró con cariño, acunando su rostro.

Ella le dio un beso rápido y se separó completamente para ir recogiendo su ropa.

Él observó cada uno de sus movimientos. Resultaba curioso ver cómo se vestía una mujer: podía ser tan erótico como desnudarla, pero ahora, por desgracia, no tenían tiempo para más.

Se habían arriesgado demasiado y, si bien merecía la pena, no podían exponerse mucho más tiempo, así que Jorge se ocupó de su propia vestimenta.

No obstante no pudo evitar aprovechar la oportunidad de volver a ponerle las manos encima.

—Deja que te ayude —pidió él a su espalda sin preocuparse por llevar su camisa desabrochada y el cinturón colgando.

—Gracias —respondió educadamente y sonriendo, como si no acabaran de hacerlo sobre esa mesa, en esa sucia habitación y de forma tan obscena.

—De nada —apostilló él con otra sonrisa y un beso en la nuca antes de cerrar completamente la cremallera.

Una vez vestida, fue ella quien se ocupó de dejarle presentable. Un gesto sencillo, cotidiano, que para ellos representaba mucho más, pero que por prudencia no comentaron.

Hacerlo suponía meterse en un terreno peligroso y ninguno quería estropear el clima de satisfacción con palabras.

—Una vez más… —Un último beso, éste con más desesperación, pues suponía la despedida de los amantes, ya que de momento no sabían cuándo iban a volver a tener intimidad.

Ella se derritió, un poco más, por sus palabras, pero lo conocía y él jamás tomaría la decisión, así que, volviendo a adoptar su papel distante, se apartó.

—Será mejor que me vaya —murmuró mirándolo durante unos segundos antes de darse la vuelta.

Sin embargo, no fue muy lejos; él se pegó a su espalda.

—Sal tranquilamente —aconsejó—. Yo me quedaré un buen rato aquí dentro. A estas horas nadie tiene que estar por aquí, pero en cuanto veas a alguien, pregunta por mí.

—De acuerdo —convino respirando para salir, totalmente conmovida por su preocupación.

Sin mirar atrás empezó a caminar y sin detenerse llegó hasta la salida del almacén. Se colocó sus gafas de sol, y como ni nada hubiera sucedido, como si la humedad de sus piernas no estuviera presente, como si el picor de su trasero fuera fruto de su imaginación, avanzó hasta llegar a la entrada de servicio, donde, siguiendo las indicaciones de Jorge, preguntó por él con voz fría y monótona.

Después buscó a Justin para dirigirse al hotel y comer juntos, pero éste no aparecía por ningún lado.

—Qué raro —murmuró distraída hasta llegar al coche, donde la esperaba el señor Torres.

Él se bajó inmediatamente y le abrió la puerta trasera, lo que la crispó, pues le tenía dicho que no lo hiciera, pero él se empeñaba en mostrarse servil a los ojos de todo el mundo.

—¿Al hotel? —preguntó él encendiendo el motor.

—Sí, gracias. Y, por favor, no me lo ponga más difícil.

—Es mejor así —repuso él maniobrando para marcharse, pero se detuvo al ver al señor Parker salir corriendo de la casa.

Justin se subió rápidamente al vehículo y ella lo miró extrañado; estaba despeinado y con la cara roja. Correr de la puerta al coche no suponía tanto esfuerzo…

—¿Qué te ha pasado? —inquirió ella una vez en marcha.

—Debería tener cuidado con el sol —interrumpió el señor Torres—. Ya empieza a ser fuerte y su piel no está acostumbrada.

El abogado le dio las gracias por el consejo y por sacarle las castañas del fuego al no tener que responder a Claudia quien, por cierto, tenía unos pelos… Por si acaso prefirió cambiar de tema.

—Seguramente sus papeles estarán disponibles mañana o pasado —mencionó dirigiéndose a su salvadora.

—¡Eso es estupendo! —exclamó ella—. Así podrá salir del país sin ningún problema.

—Todavía no lo he decidido —murmuró el hombre algo abrumado.

—Pero… —Ella no lo comprendía, pero se calló cuando el abogado puso una mano sobre la suya para impedir que lo atosigara.

—Claudia, deja que él tome la decisión, sin presiones.

Ella seguía sin estar conforme, pero no insistió.

Una vez que llegaron al hotel, ambos insistieron en que antes de sentarse a la mesa querían cambiarse, por lo que cada uno se refugió en su suite.

Tras un baño, Claudia se vistió con un sencillo pantalón capri y un jersey de punto en crema.

Higinia apareció con los mensajes recogidos en recepción y se los entregó.

—Hay dos telegramas de Londres. ¿No vas a abrirlos?

—Ahora mismo —respondió Claudia aceptándolos.

En ese instante apareció el abogado, perfectamente vestido y peinado, para acompañarlas a la mesa.

—¿Buenas noticias? —preguntó a su jefa al verla concentrada.

—Depende de cómo se mire —le entregó uno de ellos.

—Hum, por lo visto a los Boston no les vale con mi informe, supongo que tendré que explicárselo en persona. ¿Y el otro?

—Es de Victoria —dijo sonriendo—. Quiere que cumpla mi promesa.

—Pues tendrás que explicarle que de momento no va a poder ser. En fin, hablaré con ella.

Higinia, que rara vez se metía en medio de una conversación profesional, interrumpió:

—¿Podría ir con usted? —preguntó a Justin.

—¿Y eso? —inquirió Claudia.

—Me gustaría volver a casa —admitió la mujer—. Aquí todo me resulta extraño, no me siento a gusto.

—Está bien —accedió cogiendo la mano de su amiga—. Él se encargará de acompañarte durante todo el viaje y de dejarte sana y salva en casa.

—Siempre y cuando no me ataque durante el trayecto —bromeó él.

—Lo intentaré —contestó Higinia.

Claudia negó con la cabeza, ¡vaya par!

Tras la comida, la mujer se marchó a preparar sus cosas y se quedó a solas con su abogado.

—Luego hablaré con el profesor, sería bueno que viajara con vosotros —apuntó ella.

—No lo presiones tanto. —Rellenó las tazas de café antes de continuar—. Me reuniré con Eric Boston, ¿cómo quieres que plantee la reunión?

—Dile la verdad.

—Ya… Pero yo no le atraigo tanto como tú, así que tendré que esforzarme un poco más.

—Puedes prometerle que cenaré con él en cuanto vuelva —sugirió toda coqueta.

—Espero que nos sirva, porque es muy listo y, como tenga la más mínima sospecha, nos mandará a paseo.

—No te preocupes, cuando te reúnas con él, pon una conferencia e intentaré ganarle para nuestra causa. ¿Algo más?

Él se recostó en su silla y degustó el café mientras su cabeza daba vueltas a un tema bastante peliagudo, pero, aunque corría el riesgo de que ella se enfadara si ataba cabos, prefirió plantear la cuestión y salir de dudas, omitiendo convenientemente la información peligrosa.

—¿Cómo se puede, en este pueblo, mantener una relación con un casado sin que te pillen?

Claudia sufrió un repentino e incriminatorio ataque de tos, que fue remitiendo poco a poco tras beber un poco de agua.

Miró a Justin y no supo qué responder.

—¿Perdón?

Él se puso en pie antes de proseguir.

—Mira que intento entenderlo, pero no lo consigo; aquí es imposible tener una aventura sin que te pillen. Por Dios, todo el mundo está pendiente de todo el mundo —aseveró con vehemencia paseándose por la salita.

—Tendrás que ser más listo que todos ellos —apuntó ella de forma vaga, recurriendo a un tópico.

—Eso parece —admitió distraído—. Si te lo pregunto es porque tú te criaste aquí, sabes cómo es la forma de pensar de la gente…

—Ha pasado bastante tiempo… Las cosas cambian…

—Lo imagino, pero es que aquí no sé cómo se apañan para estar juntos.

Ella, en esos momentos más serena, pues su amigo no sospechaba nada, aún, decidió averiguar un poco más.

—¿Has puesto los ojos en una mujer casada?

—Eso parece —admitió con una sonrisa traviesa—. Pero no sé qué hacer para… ya sabes.

—¿Encontrar un rinconcito íntimo y discreto?

—Exactamente.

Claudia sonrió para sí, vaya con Justin…

Aunque, ¿de qué se sorprendía? Ese hombre no tenía reparos en cuanto al estado civil de sus conquistas.

—No sé de dónde viene el mito del Tenorio —se quejó él—. ¡En este país es imposible tener una aventura!

—Eran otros tiempos —se guaseó ella.

—Debe de ser eso, porque ahora ese hombre no iba a poder tener ni una sola amante, ya que todas serían tan decentes que terminaría yéndose a otro lado.

Ella hizo una mueca.

—Te propongo un trato —sugirió ella.

—Te escucho —dijo levantándose y quedando frente a ella, con las manos en los bolsillos; no tenía nada que perder.

Claudia también se puso de pie para continuar.

—Tú te vas a Londres y convences a nuestro querido amigo Eric Boston para que nos conceda el crédito, y yo prometo averiguar cómo y dónde puedes montar tu nidito de amor.

Ella le tendió la mano con una sonrisa de oreja a oreja y él no aceptó esa mano.

—Me fío de ti —dijo él—. Así que prefiero cerrar este trato con un abrazo.

—Da gusto hacer negocios con usted, señor Parker.