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Se bajó del coche parapetada tras sus gafas de sol, que ocultaban sus ojeras.

La noche anterior, a pesar del cansancio físico, no pudo pegar ojo.

Sola, en su habitación de hotel esperando a un amante que no iba a ir. Aun así, se metió en la cama completamente desnuda; sin embargo, las únicas caricias que recibió fueron las de unas sábanas frías.

Había terminado abrazada a la almohada, sin derramar una sola lágrima pero sintiéndose estúpida.

¿Cuándo iba a aprender que los hombres casados visitaban a sus queridas cuando les apetecía y no cuando ellas lo necesitaban?

Sabía que Justin estaría metido de lleno entre documentos y demás, haciendo su trabajo, y que ella debería estar allí con él, pero una especie de impulso nostálgico hizo que entrara a la casa por la puerta lateral que daba acceso a la cocina y despensa.

Allí se encontró con una mujer afanada en una pila llena de cacharros.

La reconoció inmediatamente. Como no quería asustarla, hizo que sus tacones sonaran más fuerte contra el pavimento para que ella notara su presencia.

La mujer mayor volvió la cabeza por encima del hombro y al verla, rápidamente, se limpió las manos en el delantal.

—¿Desea algo, señora? —preguntó con voz servil.

Claudia sonrió y se quitó las gafas de sol.

—Un abrazo, Petra.

—¡Dios mío! ¿Eres tú? —La mujer abrió la boca completamente sorprendida al reconocerla y se acercó hasta ella con la intención de abrazarla, pero se detuvo en el último segundo.

—¿Qué ocurre? —inquirió contrariada.

—No me atrevo, señora. —Se limpió de nuevo las manos en el mandil.

Claudia negó con la cabeza.

—¿Por qué?

—Va usted tan arreglada…

—Deja de decir tonterías y no me llames de usted, por favor. —Abrió los brazos y se inclinó para que Petra, mucho más bajita que ella, la rodeara con los brazos.

—No me puedo creer lo que has cambiado, mi niña… Cuando se lo oí contar a mi Benito pensé que había bebido de más, pero no, es cierto, eres tú —dijo la mujer emocionada.

—Sí, soy yo —añadió en voz baja.

Y durante la hora siguiente se sentaron en la vieja cocina donde hablaron de casi todo. Petra estaba deseosa de saber qué había sido de ella desde el día que la echaron, cómo había terminado siendo la mujer que era…

Claudia fue respondiendo con medias verdades, intentando no deshacerse en lágrimas, pero al final fue imposible, pues al recordar tantos momentos, buenos y malos, sus emociones tomaron el control.

Al final, y tras tomarse un café bien cargado, se despidió de Petra con la promesa de volver a pasar otro buen rato hablando y contándose cosas.

No estaba con ánimo para reunirse con Justin y ponerse a trabajar, así que salió de la casa por la puerta de servicio, sabiendo que por allí jamás se toparía con Amalia y ni mucho menos con la mujer de Jorge.

Saber que ese matrimonio estaba tocado y hundido no ayudaba a sobrellevar la idea de que él pertenecía a otra.

Quería ver con sus propios ojos lo que Justin describía como estado lamentable e inversión ruinosa, por lo que se acercó al almacén donde se guardaban los aperos y demás utensilios y por donde se accedía a las bodegas.

Como en el resto de la ciudad, éstas se encontraban excavadas bajo tierra, incluso se conectaban las de unos propietarios con las de otros, de tal forma que se podía recorrer todo Ronda sin salir a la superficie; se decía que la longitud de los túneles se acercaba a los siete kilómetros.

Se detuvo junto a la gran prensa de madera. El lagar construido hacía más de cien años necesitaba urgentemente una puesta a punto. Los maderos ennegrecidos y con restos adheridos de hollejo y pulpa daban pena. Por no mencionar el polvo acumulado y las telarañas.

Lo primero sería encargar una limpieza y desinfección de todo aquello.

Después, que se ocuparan de engrasar el mecanismo.

Continuó su recorrido adentrándose en el edificio donde en tantas ocasiones había jugado, reído y observado a los operarios ocuparse de todo el proceso.

Desde que iban volcando los cestos cargados de uva recién cortada de los majuelos hasta ir cayendo en el centro del lagar para que la prensa fuera prensado la uva y obtener el mosto.

Había cosas que no cambiaban, pero ella sí. Vestida con su elegante vestido de estampado espigado gris, sus zapatos de salón, su recogido sobrio y sus uñas cuidadas desentonaba como la que más, aunque eso ya carecía de sentido.

El olor a vino cada vez era más fuerte, pues estaba llegando a la zona donde estaban las enormes barricas de roble francés que se utilizaban para la fermentación. Cada una estaba etiquetada con el producto final a la que se destinaba, desde el tinto joven hasta el gran reserva.

También la luz iba disminuyendo a medida que se adentraba en la bodega; sabía que el padre de Jorge se ocupó de realizar la primera instalación eléctrica y buscó el interruptor. Al presionarlo, una triste bombilla iluminó débilmente todo aquello, consiguiendo que se pareciera más a un calabozo que a una bodega.

Desde luego Justin no iba nada desencaminado cuando la advirtió del inmenso esfuerzo económico que supondría arreglar años y años de descuido.

—¿Haciendo el inventario?

Se llevó una mano al corazón, pues creía que estaba sola, pero por lo visto no era así. No hacía falta volverse para saber quién estaba allí; ningún empleado se dirigiría a ella de ese modo.

—Me has dado un susto de muerte —lo recriminó ella intentando controlar el repentino ritmo de su traidor corazón.

Jorge se acercó hasta ella caminando tranquilamente, con las manos en los bolsillos como si todo le importara un pimiento. Pero lo cierto es que no era así.

Verla allí le recordaba tiempos en los que sólo quería besarla; ahora, por desgracia, también deseaba estrangularla, a partes iguales, por lo que estaba haciendo con él.

Y no se refería únicamente a su propiedad.

Nunca antes se encontró ante tal dilema, pues las mujeres con las que se relacionaba, especialmente a las que se llevaba a la cama, no le suscitaban tales sentimientos encontrados.

—De momento, no nos conviene que te pase nada, ¿verdad? —sugirió con sarcasmo.

—No estoy para ironías —le advirtió frotándose los brazos; debería haber llevado una chaqueta, pues la temperatura allí era fresca.

Él se quitó su americana y se la ofreció no sin aprovechar la ocasión para seguir pinchándola.

—Parece que has olvidado cómo es esto. En fin, ¿qué?, ¿falta algo? ¿Está según tus deseos? ¿Puedo servirte de ayuda? —inquirió con cierto tono burlón señalando la estancia.

—Deja ese tono, y reconoce que esto está hecho un asco. —Tomó la prenda y se la colocó sobre los hombros—. Por ejemplo, ¿cuánto hace que nadie revisa las cubas? —Con la uña rascó parte de la madera comprobando que estaba bastante podrida.

Él se encogió de hombros.

—No preguntes lo que ya sabes.

—¡Eres imposible! —le recriminó exasperada—. Te muestras orgulloso y haces el paripé delante de todos, humillado y herido porque te van a despojar de tu herencia cuando en realidad te importa un carajo todo.

—Consejos vendo pero para mí no tengo —contraatacó él sin sentirse aludido—. Tú eres experta en fingir… Así que me importa una mierda lo que opines de mí.

—Está claro que así no vamos a llegar a ninguna parte —dijo ella con la intención de salir de allí y dar por zanjada esa absurda conversación.

De seguir discutiendo podían acabar diciéndose lo que luego no podrían retirar; estaba claro que los sentimientos de ambos estaban a flor de piel.

—Yo creía que las grandes señoras no se ensuciaban las manos… Para estos trabajos tenéis a vuestros perros falderos —aseveró en clara referencia al abogado.

Ella sonrió con tristeza y se dirigió hacia la salida.

Él la sujetó de la muñeca, haciendo que se detuviera bruscamente; no iba a permitir que se fuera dejándole con la palabra en la boca y un amargo sentimiento de impotencia.

—Suéltame —protestó ella—. Sabes perfectamente que no tolero estas manifestaciones de hombre primitivo.

—Si no recuerdo mal, la otra noche, no te quejabas tanto —gruñó él acercándose a su oído para que la frase, cargada de sensualidad y reproche, tuviera más efecto.

Ella levantó la mano libre y le soltó un bofetón bien sonoro.

—Joder, eres una fiera. —No parecía enfadado al decirlo.

Tiró de ella y de la muñeca la llevó hasta una pequeña habitación, en donde el mobiliario consistía en una tosca mesa de madera y cuatro sillas. También había tirados por el suelo diferentes enseres, cajas y demás utensilios que podrían necesitarse. Se utilizaba para que los trabajadores pudieran descansar, almorzar o hacer las primeras catas.

Sin soltarla entró, cerró la puerta empujándola con el pie y la puso de cara a él dejando que apoyara el trasero en la desvencijada mesa.

—Si pretendes… —lo advirtió ella mientras las manos de él se posaban en sus rodillas.

—No pretendo nada, voy a tumbarte en esta mesa, levantarte la falda y hacer lo que me venga en gana —remató él—. Por extraño que te parezca, el bofetón que me acabas de arrear, lejos de molestarme, me ha puesto cachondo.

Era una mentira a medias, pues tras el enojo inicial se dio perfecta cuenta de que ella no reaccionaría así de no sentir algo y él iba a aprovecharse de ello.

—¿Hablas en serio? —inquirió confundida. ¿Cómo podía aseverar tal cosa? ¿Quién era capaz de excitarse con un tortazo?

—No, pero si te digo lo que se me ha pasado por la cabeza cuando me lo has dado, acabo en el cuartelillo y mañana sería el titular de la primera página de El Caso.

—Jorge, por favor, no podemos, aquí no… —murmuró cada vez más contrariada por cómo su cuerpo no atendía a razones a la par que las manos de él recorrían la cara interna de sus muslos.

A pesar de que en esos momentos reinaba el silencio y la escasa actividad de las bodegas hacían improbable que alguien pasara por allí, Claudia no quería arriesgarse.

—Siempre fantaseé con hacerlo aquí, en las bodegas —jadeó él en su oído antes de atrapar el lóbulo de la oreja con los dientes y tirar levemente de él—. ¿Te lo imaginas? El sonido de tus gemidos se amplificará, sumado a la posibilidad de que alguien nos descubra y el morbo de follarte en lo que acabas de arrebatarme.

Ella jadeó, no lo decía en broma.

Sus dedos ya estaban tocándola por encima de las bragas, con parsimonia, sin llegar a presionar en demasía. Dejando que ella fuera poco a poco derritiéndose, que al final terminase por rogarle…

—Jorge…

Se estaba rindiendo, lo sabía, pero el problema era que no deseaba resistirse. Todo lo que él insinuaba despertaba su lado más perverso y ya no podía adormecerlo.

Y de repente dejó de tocarla, desconcertándola aún más.

—No, tienes razón, así no me gusta. Levanta.