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—Qué, ¿escuchando a escondidas?

Ella se sobresaltó, pues no esperaba encontrarse con él y además su acusación era de lo más injusta.

—No sé por qué os empeñáis en acusarme de algo con lo que no tengo nada que ver —alegó suavemente.

Él la agarró de un brazo y ella lo miró abriendo los ojos como platos; rara vez la tocaba, la indiferencia era su tónica habitual.

—Porque no eres tan tonta como aparentas —la acusó Jorge. La miró con desprecio antes de añadir—: ¿Hoy no vas a misa?

—No.

—Qué pena, yo que pensaba que rezabas por mí… —se burló y se dio la vuelta dejándola allí totalmente hundida.

Cerró los ojos un instante y pensó en volver a su plan original, pero sin demorarlo más, así que prescindió del sombrero y salió directamente por la puerta trasera.

No deseaba encontrarse con nadie, pero de nuevo la suerte estaba en su contra: allí estaba él, hablando con el señor Maldonado.

—Buenos días, querida —la saludó el administrador cordialmente.

—Buenos días —respondió ella siendo consciente de que estaba siendo observada por el abogado, y nada discretamente además.

Justin se percató de que ella fingía esa sonrisa y decidió presionar un poco.

—Señor Maldonado, si no le importa, me gustaría tener cuanto antes esos documentos —dijo a su interlocutor con la intención de librarse de él.

El administrador se quedó un poco sorprendido, pero no iba a discutir la orden, pues ahora que las cosas tenían visos de ir a mejor no iba a ser él quien pusiera palos en las ruedas.

—De acuerdo, iré a buscarlos y los prepararé para mañana a primera hora. Si me disculpan…

Ni ella ni Justin prestaron demasiada atención a la despedida. Ella porque quería escabullirse y él porque no iba a desaprovechar esa oportunidad.

—¿Ibas a dar un paseo? —preguntó amablemente; ella asintió—. Te acompaño.

—¡No! —Se dio cuenta de su brusquedad e intentó suavizar su tono—. Quiero decir, que no hace falta, tendrás muchas cosas que hacer y…

—Muéstrame la finca, sus rincones, sus secretos… —la provocó hablándole demasiado cerca e íntimamente.

Ella se asustó, pues allí podían verlos y malinterpretar la situación.

—¿Vamos? —Él le ofreció el brazo sin dejar de sonreírle.

Rebeca prefirió no discutir, ya que seguramente él podría ponerla en un aprieto, así que aceptó su brazo y echaron a andar.

Normalmente ella disfrutaba paseando por la parte de la finca más alejada de los almacenes, ya que de allí siempre salían voces de algunos operarios que interrumpían sus meditaciones.

Tras dejar atrás las bodegas siguieron caminando por una estrecha senda que se adentraba en los campos sembrados para ir alejándose cada vez más de la casa y de las posibles miradas indiscretas.

—No entiendo cómo teniendo esto… —Justin hizo un gesto señalando la plantación—, han sido capaces de arruinarlo.

Ella se mantuvo en silencio, pues no tenía nada que aportar a eso. Él llevaba razón.

—¿No dices nada? —insistió él, deteniéndose junto a un roble que proporcionaba algo de sombra.

—No —contestó manteniendo las distancias físicas y emocionales. Pues, sin saber por qué, él perturbaba su paz interior.

Él, lejos de simplificar las cosas, se acercó a ella y, sin dudarlo, pues se moría de ganas por hacerlo, le acarició el rostro, sobresaltándola. Ella, por suerte, no se apartó.

—No sé qué tienes, Rebeca, pero soy incapaz de dejar de pensar en ti —murmuró repitiendo el gesto, tranquilizándola, antes de dar el siguiente paso.

—Será mejor que…

—No —interrumpió él inclinándose hasta sus labios.

Ella cerró los ojos, como si con esa acción evitara lo inevitable.

Justin presionó un poco más, pues se encontró una boca cerrada, suave y tentadora. Tanto como para lamer el labio superior e ir pidiendo paso para entrar.

Ella parecía no saber besar y la sujetó de la nuca para enseñarle, con mucho gusto, en qué consistía.

Rebeca separó levemente sus labios y él aprovechó para abrirse paso, hasta rozar su lengua y provocarle un pequeño gemido.

Ella no entendía nada, la estaban besando, un hombre que no era su marido… Levantó las manos con la intención de apartarlo, pero él fue más rápido y se las sujetó a la espalda, inmovilizándola contra el viejo roble y volviendo a devorar su boca.

—Ábrela para mí —ordenó jadeante.

—No —negó ella, aunque su cuerpo iba a traicionarla. Pero tenía que ser fuerte—. No —repitió y él la liberó a regañadientes.

Justin dejó que se tranquilizara para de paso, serenarse él también. Joder, hacía tiempo que no se empalmaba así de rápido y con sólo un inocente besuqueo.

Ella se llevó una mano a la boca y se tocó, no podía creer lo que acababa de suceder.

—No voy a disculparme por esto —anunció él más decidido que nunca a seguir adelante. Para evitar que saliera huyendo, rodeó su cintura y la atrajo hacia él.

—Soy una mujer casada —protestó evitando mirarlo.

Él gruñó cansado de esa cantinela.

—¡Por el amor de Dios! —exclamó él e, intentando que ella abriera los ojos, añadió—: Tu marido se tira todo lo que lleva faldas y ¿aun así quieres serle fiel?

—Yo no soy como él —lloriqueó apretando los labios, sintiéndose una estúpida por comportarse así.

Justin suspiró y la abrazó, dejando que ella se serenase; por ese camino no llegaría a buen puerto, pero desde luego le enervaba que, a pesar de todo, siguiera respetando a ese cabrón.

—Nadie ha dicho que seas como él. Lo que pretendo hacerte entender es que un hombre que no te respeta no se merece ni una sola de tus lágrimas. Por favor, Rebeca…

—No lo entiendes… —gimoteó contra su pecho. A pesar de lo impropio de esa postura, agradeció en silencio ser abrazada, consolada y querida, pues ese simple gesto transmitía un sentimiento que desde hacía mucho no conocía.

Él continuó sujetándola entre sus brazos, acariciándole la espalda. Para él, mostrarse tan atento suponía, sin duda alguna, una extraña novedad, pues rara vez se codeaba con mujeres que necesitaban consuelo de ese tipo.

Con las manos sobre su cuerpo pudo apreciar las curvas que escondía una ropa anodina, y su atrevimiento fue a más, pues fue bajando hasta rodear su trasero y darle un pequeño apretón, acercándola más a él.

Como era de esperar, ella se percató de sus maniobras y se apartó.

—No puedo evitarlo —se disculpó con media sonrisa, para nada arrepentido.

Ella miró hacia abajó hacia la abultada bragueta y jadeó.

—Estás… Estás… —tartamudeó incapaz de decirlo.

—Estoy ardiendo por ti —dijo él agarrando su mano y posándola sobre su erección con firmeza para que ella sintiera lo que le causaba.

—No puede ser… —Negó con la cabeza intentando recuperar su mano.

Él, harto de sus negativas, decidió ser más osado, más atrevido, y volvió a buscar su boca, esta vez nada de tantear el terreno, nada de pedir permiso, la besó con fuerza, dejando claro que no admitía rechazos injustificados. Que la deseaba y que allí mismo, bajo la sombra de un roble, rodeados de viñas, podría ir mucho más lejos y acabar tumbándola en el suelo.

Pero ella, aunque se lo permitiera, terminaría sintiéndose mal si se la follaba en el suelo como a una cualquiera.

Por extraño que pareciera, él no sólo pretendía satisfacer su curiosidad por ella y el calentón que le provocaba, quería más y, para ello, por tentadora y bucólica que resultase la idea de acabar desnudos en el campo, debería comportarse de otra forma.

Aunque ello supusiera correr el riesgo de no volver a verla a solas.

—Rebeca, escúchame. Te deseo. Pero éste no es el momento ni el lugar. —Tuvo que hacer acopio de toda su fuerza de voluntad para decir tales palabras.

Parecía confundida, así que, para no darle tiempo a pensar, la besó de nuevo, volcando en ello todo su ser, y esta vez Rebeca le respondió.

Ella movió tímidamente su lengua y poco a poco fue aprendiendo a disfrutar de aquel sencillo acto. Un acto que hasta ese instante la era desconocido, nadie antes se había molestado en enseñarle lo increíble que podía llegar a ser, aunque, llegados a ese punto, nadie nunca la trató con ese cariño y dedicación.

Había salido del internado, donde aprendió de todo para ser una buena esposa, pero donde nunca le enseñaron a tratar con un hombre, sólo a servirlo. Y de ahí directa a un matrimonio con un hombre que ni la miraba porque no conseguía olvidar a otra; y ella tampoco supo cómo hacer que olvidara, porque sus enseñanzas no servían.

De los besos en la boca él pasó a otra parte de su anatomía, desabrochándole el botón superior de su recatada blusa, para tener acceso a la suave piel de su cuello; ella se agarró fuertemente a sus bíceps, completamente derretida y entregada.

Tan abiertamente entregada que ella misma se asustó por la intensidad de su respuesta; aquello no era un comportamiento decoroso.

Por suerte fue él, preocupado por su propio comportamiento, quien dejó de besarla y de acariciarla para mirarla a los ojos.

Ella, sin querer abrirlos por miedo a que aquello fuera un sueño que se desvanecería al hacerlo, permaneció así hasta que él acarició sus párpados y dijo:

—Mírame.

Rebeca obedeció lentamente y se encontró con su sonrisa y sus ojos azules.

—Yo… —titubeó al ver que él sólo la observaba; nerviosa, se abrochó rápidamente el botón mirando a su alrededor por si alguien había observado aquel interludio.

Él puso un dedo sobre sus labios.

—Una noche, Rebeca. Dame una noche. Fuera de este pueblo, los dos solos, sin nadie que pueda interrumpirnos, sin miradas indiscretas, lejos de las habladurías… Una noche…

—No… No puedo… —murmuró con pena.

—Yo lo organizaré todo, no te preocupes.

—Nunca me ausento por las noches, si no aparezco a la hora de la cena sospecharán inmediatamente, o peor, pensarán que me ha ocurrido algo…

Justin gruñó frustrado. Maldita fuera, ¿todo iban a ser obstáculos?

Su mente se puso rápidamente en funcionamiento, tenía que haber una forma de llevársela a un hotel, donde disfrutar de la intimidad necesaria para poder desnudarla y muchas otras cosas que no podía decir en voz alta delante de ella.

—Tengo que volver a casa —dijo Rebeca recuperando la sensatez. Aquello era un completo sinsentido, ¿cómo podía haber pensado tan siquiera durante un breve segundo decirle que sí?

—Ni hablar —aseveró él sin soltarla—. Por las tardes, ¿dónde sueles ir?

Ella tragó saliva antes de responder.

—Suelo acudir a rezar el rosario y después quedo con alguna amiga.

—¿A qué hora sueles volver a casa? —inquirió para atar todos los cabos.

—Antes de las ocho, a mi suegra no le gusta que la hagan esperar para servir la cena.

—Muy bien, lo organizaré todo y…

—No…

—Tú vendrás a mí.