Él se limitó a desquiciarla con otra sonrisa, con más caricias superficiales, que erizaban cada poro, que despertaban cada terminación nerviosa, que hacían brotar gemidos, a medio camino entre la satisfacción y la protesta de su garganta; decidió entonces no desatarla inmediatamente.
Por lo que se le pudiera ocurrir.
Lástima no poder inmortalizarla.
Dudaba que ella se prestara a una sesión fotográfica, pero, para él, tener una fotografía de ella en semejante postura significaría todo.
En su cartera únicamente tenía una pequeña instantánea de ella que le robó de su armario poco antes de que se marchara. Una imagen en blanco y negro de una joven sonriente que había mirado durante demasiadas noches, antes de caer dormido ayudado por la cantidad ingente de alcohol o por simple cansancio.
Nadie sabía que la llevaba y no sólo eso, también una carta, arrugada y amarillenta, que en más de una ocasión le sirvió para maldecirla, pero que, a pesar de la tentación, nunca tiró a la basura.
La miró de nuevo; muchos fotógrafos pagarían una fortuna por una modelo así.
Él había tenido la ocasión de deleitarse con un montón de revistas «prohibidas» o postales de lo más explícitas, pero lo que al principio le llamó la atención sobremanera luego fue perdiendo su gracia, ya que eran demasiado iguales.
Cierto es que a sus amigotes de Ronda les alegró que se deshiciera de ellas, pero tras su corta aunque intensa relación con Colette, todo aquello dejó de interesarle, pues ella le abrió los ojos respecto al sexo y el erotismo.
Tal y como ella le repetía siempre, no todo es «meterla».
Dejó a un lado los recuerdos de un veinteañero deseoso de follar a toda costa para centrarse en la fémina que había deseado desde que tuvo conciencia de que él era un hombre y ella, una mujer.
Y volvió a mirarla…
—Mis manos… —interrumpió ella devolviéndole al presente. Cada vez que movía las muñecas notaba la presión de la media en su garganta.
Jorge se acercó y con dificultad intentó soltarla, pero ella, llevada por el frenesí de la escena vivida, había tensado de tal forma las medias que no quedaba más remedio que cortarlas.
Así que maldijo hasta dar con unas tijeras de costura y pudo liberarla.
—Bien, y ahora… —Le tendió una mano que ella aceptó.
Cuando estuvo de pie procuró que la bata que hasta esos momentos había permanecido sobre sus hombros se deslizara hacia abajo, dejándola tan desnuda como él.
—¿Y ahora…? —lo imitó ella.
—Debes ocuparte de mí, ¿no crees que sería lo justo? —la tentó agarrándola descaradamente del culo y acercándola a él. De ese modo pudo frotar su desatendida y espléndida erección contra ella.
No era cuestión de obligación ni mucho menos de devolver el favor, al menos nunca debería ser así entre amantes, pero ella quería compensarlo de alguna forma por lo que acababa de pasar, por lo que su cuerpo acababa de sentir y por lo que su memoria no olvidaría jamás.
—Entonces dime cómo puedo ser justa —insinuó con voz cargada de deseo, para que él no dudara de que era capaz de satisfacerlo.
Esa propuesta entrañaba tantas posibilidades… que se le hizo la boca agua.
Como él no respondía, ella metió la mano entre ambos cuerpos, agarró su pene y reprodujo los movimientos que antes le había visto hacer.
—¿Qué tal si utilizas tus labios? —Detuvo los deliciosos movimientos de su mano—. Tu boca… —insinuó atrapando el lóbulo de su oreja entre los dientes.
—Como quieras… —jadeó deseosa de hacer realidad sus sugerencias.
—¿Segura?
—Sí.
Jorge colocó las manos sobre sus hombros y ella no comprendió por qué la empujaba hacia abajo pero ella cedió y fue doblando las rodillas hasta posarlas sobre la alfombra, de tal modo que sus labios, esos que él tanto ansiaba no sólo besar con los propios, quedaran a la altura perfecta para llevar a cabo sus peticiones.
No hacía falta ser adivino y ella comprendió de qué se trataba todo aquello.
Él acarició su rostro con cierta ternura, pues la imagen que ella ofrecía resultaba demasiado intensa para contenerse, pero no iba a meterle la polla en la boca de forma brusca, aquello tenía que durar, para no sólo disfrutar del increíble estímulo sexual que únicamente una boca femenina puede ofrecer, sino de la conexión que sólo con ella lograba establecer.
Claudia miró un instante hacia arriba y sonrió tímidamente; él esperaba y ella no tenía ningún motivo para demorarlo más, así que se humedeció los labios…
—Joder…
Levantó la mano y agarró su erección acercándosela…
—Claudia…
Acercó su boca, separó los labios y besó la punta…
—Vas a matarme…
Y dejó que entrara lentamente, adaptándose a su tamaño, siendo consciente en todo momento de la postura en la que estaba, aunque pudiera parecer lo contrario, para nada molesta.
Su única referencia a la hora de proporcionarle tal placer debería ser el instinto.
Jorge no las tenía todas consigo, pues sus caderas empezaron a balancearse, penetrándola con más o menos contención, pero aquello iba a desmadrarse en poco tiempo.
Claudia le estaba, a falta de una expresión mejor, llevando por el camino de la amargura. La humedad que envolvía su polla, la lengua que acariciaba su glande…
—Haz eso otra vez… —gruñó o jadeó.
Ella quiso responderle pero no iba a dejarle a medias, así que se empleó más a fondo.
Con una mano mantenía su erección posicionada y con la otra empezó a acariciarlo, moviendo la mano entre sus muslos hasta llegar a sus testículos, para amasarlos, para notar su textura.
Oyó cómo Jorge inspiraba profundamente y eso sólo podía significar una cosa: que iba por buen camino. Por lo que continuó la estimulación en los dos frentes.
Sin venir a cuento, él se la sacó de la boca.
—Lámelos —pidió señalando sus testículos.
Claudia se acercó lentamente y primero tanteó la zona, con lógico desconocimiento, pues no esperaba tal petición. Por lo que ella sabía, era sólo una parte lo que les gustaba a los hombres que le chupasen, al resto no se le prestaba demasiada atención.
Él, encantado con la estimulación, empezó a enredar las manos en su pelo, sin ser muy consciente de que estaba despeinándola: aquello era mucho más de lo que había imaginado.
Y eso que no era la primera vez que le hacían una mamada de esas características, pero, como todo lo que rodeaba a Claudia, adquiría un matiz especial.
Pero un turbio pensamiento le cruzó por la mente, ¿cuántos amantes había tenido ella en esos años?
Puede que fuera injusto, pero el solo hecho de imaginarla con otros hombres lo enervaba. Podía preguntárselo, pero ello únicamente desembocaría en una discusión. Aunque… podía asegurar que ese perro faldero de Parker y ella, por cómo se trataban, se conocían íntimamente.
Ella, ajena a todas esas elucubraciones, continuó saboreándolo. Lamiendo todo el tronco, desde la raíz a la punta para después rodear con la lengua la cabeza y succionar.
Sencillamente perfecto.
Él pretendía controlarse, alargar aquello, pero en esa postura de excitante sumisión se le disparaban todos los impulsos naturales. Su cuerpo no parecía responder más que a un instinto primitivo y no a las órdenes de su cerebro, que le instaba a dilatar aquello, a prolongar, aunque fueran unos míseros segundos, toda aquella escena.
Ella no parecía molesta, sino más bien todo lo contrario pues, lejos de decaer, su ánimo iba en aumento.
Los pequeños y certeros roces con sus dientes, que arañaban lo justo; sus manos obrando maravillas en sus pelotas, amasándolas con más o menos fuerza…
—Voy a correrme —avisó por si acaso ella deseaba apartarse, pero lo cierto es que prefería que no lo hiciera.
No todas llegaban hasta el final, pero él quería hacerlo, esperaba que ella no se separase y le permitiera correrse en su boca.
Embistió ya sin ningún tipo de contención, sujetándola del pelo para que en ningún momento ella se apartara, sin pararse a pensar si en uno de esos empujones podía causarle daño: el instinto había tomado el control irreversiblemente.
—Claudia… —jadeó en el instante que eyaculó, buscando aire que respirar; aquel placer resultaba demasiado intenso, incluso para acabar desmayándose.
Ella no lo defraudó; con los ojos cerrados y sin dejar de lamerlo, recibió su semen, sin hacer muestras de asco, sin disimular.
Con la naturalidad y sencillez de una amante dispuesta a complacer.
Aunque la palabra «amante», en su caso, se quedaba bastante corta para definir lo que sentía por ella.
Si la había odiado y maldecido durante años era por la simple razón de que no podía, ni quería, olvidarla. Era únicamente una forma de canalizar su impotencia y su frustración por perderla.
De ahí que con un inocente gesto de ella cayera rendido a sus pies, incluso con más fuerza y devoción que dieciocho años atrás, cuando le prometió quererla para siempre.
Cuando escuchó de sus labios las mismas palabras y tocó el cielo.
Ella esperó, sentada en el suelo, a que Jorge dijera algo; ese silencio prolongado no era buena señal. ¿O sí?
¿Le había dejado sin palabras?
Él pareció volver en sí y se arrodilló rápidamente junto a ella, para besarla de esa forma tan brusca como ardiente que la dejaba sin palabras.
La ayudó a tumbarse sobre la alfombra y menos de un minuto después, la penetraba. No sólo con una parte de su cuerpo que parecía ir por libre, sino con todo su ser, abrazándose a ella de un modo casi desesperado, como si tuviera miedo.
Miedo de que ella volviera a dejarlo.
Miedo de que fuera uno de esos sueños que lo perturbaban y lo desesperaban porque al despertar volvía a estar solo.
Ella no dijo nada, intuía sus razones, sus temores y su desesperación, pues ella era la otra cara de la misma moneda. Consciente de que aquello no era más que un breve lapsus, pues él era un hombre casado en un país donde no existía posibilidad de separarse y ella, tarde o temprano, debería regresar a su vida.
El único y pobre consuelo serían esos pocos días, momentos robados pero tan intensos que la acompañarían durante toda su vida.
Sintió cómo él la marcaba, o en todo caso volvía a marcarla, pues desde el primer beso fue suya. Nunca negó ese hecho ni llegaría a hacerlo, pues a pesar de todos esos años separados jamás se rompió el lazo que los unía.
La única parte negativa de todo aquello era que tenían los días contados.
—¿Qué ocurre? —inquirió él sacándola de sus extraños pensamientos al detener sus movimientos.
Ella le sonrió con ternura y le acarició el rostro, limpiándole el sudor de la frente cuando él, apoyándose en sus brazos, se incorporó a medias para mirarla algo preocupado, pues ella parecía estar en otra parte.
—¿Estás incómoda? —No estaba de más asegurarse, el suelo no era lo que se dice confortable.
—No, tranquilo —respondió. Cada vez se hacía más cuesta arriba estar junto a él ocultándole la verdad y sabiendo que jamás podrían estar juntos, salvo en esos cortos momentos.
Él dio por buena la respuesta, pero sin creérsela. Claudia podía decir misa, pero algo estaba pasando por su cabeza. Puede que averiguar qué fuera imposible, pues ella había aprendido, para su desgracia, a encubrir el origen de sus emociones, pero no el hecho de tenerlas.
En esa posición no estaba por la labor de hacer indagaciones, así que únicamente se aplicó en una dirección, volviendo a embestirla sin descanso, besándola en todas las partes a las que tenía acceso sin salir de su acogedor cuerpo y mirándola, sin perderse ni un solo detalle de su expresión. Algo le rondaba por la cabeza y la distraía, pero para eso estaba él, para ocuparse de que sólo pensara en él y en lo que compartían cada vez que estaban juntos.