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Ni ella misma podía explicárselo, pero así era.

Se paseaba por la suite del hotel, vestida únicamente con una bata, bastante liviana, esperando a que él llegara. Tal y como habían hablado.

Además de impaciente estaba nerviosa, pues no pensaba en otra cosa que en volver a reunirse con él.

Había oído comentarios de mujeres, ociosas en su mayoría y a las que ella no entendía, sobre cómo esperaban a sus maridos cuando éstos se ausentaban por temas de negocios. También las murmuraciones de esas otras que, casadas o no, ansiaban el regreso de sus amantes para agasajarlos.

Ella hasta ahora no podía ubicarse en ninguno de los dos grupos, pues su trabajo apenas dejaba tiempo para escarceos, pero en ese instante podía integrarse perfectamente en uno de los dos.

—Como una vulgar querida… —murmuró para sí.

Siendo estricta, él era un hombre casado; por lo tanto, no podía negar los hechos.

Puede que ese comentario fuera real, pero ella sabía, en lo más profundo, que no era así.

Jorge tenía una esposa, por la cual no preguntaría, pero por su forma de proceder estaba claro que no sentía nada por ella. Y si bien ése era el argumento esgrimido por la mayoría de los maridos infieles, en el caso de él, por su comportamiento, era cierto; pero, además de que hacía tiempo que no quería ni acercarse a su mujer, lo más importante era que ambos, nada más mirarse, llegaban a un punto de entendimiento difícil de explicar.

Desde luego el riesgo que ambos corrían, en especial ella, pues, en estos casos, los hombres nunca son castigados, podía complicar toda su existencia y tener que marcharse de Ronda por la puerta de atrás, en silencio.

Otra vez.

Con la sola idea en la cabeza de esperarlo había echado, literalmente, a Justin, empeñado en contarle mil detalles sobre su trabajo, y a Higinia, empecinada en organizarle el vestuario para el día siguiente.

Ellos se habían percatado de su mal humor; sus respuestas hoscas y constantes salidas de tono evidenciaban que no estaba para tonterías y que deseaba quedarse a solas cuanto antes.

Higinia se había marchado primero, refunfuñando por lo bajo, y Justin, poco después, en silencio, pero mirándola con aire interrogativo.

Ella sabía que tarde o temprano él acabaría por enterarse de hasta el último detalle y eso lo llevaría a reconstruir el rompecabezas, pero de momento no deseaba pensar en ello.

Unos golpecitos en la puerta hicieron que su pulso se disparara y tuvo que inspirar para caminar hasta la entrada y abrir.

—Siento llegar tarde —se disculpó él entrando en la habitación, con cara de desagrado, la corbata desatada y colgando, y con unas ganas tremendas de beber alcohol.

Se detuvo junto al carrito de las bebidas y le tembló la mano al esquivar una botella de licor. Recurrió de nuevo a un agua tónica.

Lo observó controlándose para no exigirle explicaciones; ella aguantaría en silencio, no lo recibiría con el numerito de la querida histérica, aunque por dentro su sangre hirviera.

—¿No vas a preguntarme por qué?

—No —le respondió tragándose la amargura. ¿Cómo era posible tal reacción apenas unos días después de haberse reencontrado?

Jorge sonrió de medio lado; había reacciones que casi ninguna mujer podía ocultar. Se veía claramente que ella se mordía la lengua, de ahí que su respuesta hubiera sido tan seca y cortante.

Él estaba en la misma situación, pues durante la cena en casa no había podido dejar de mirar el reloj, deseoso por marcharse y reunirse con ella.

Pero no podía evitar ese compromiso.

Monseñor Garay, el tío de su querida esposa, había llegado de visita y por supuesto Amalia quería agasajarlo con una cena para poder ponerse al día de dimes y diretes eclesiásticos, y claro, ¿qué mejor fuente de información que el mismísimo señor obispo?

Todos los allí presentes se percataron de su impaciencia y, tras la cena, el tío de Rebeca lo había acorralado para hablar sin ser interrumpidos por la madre metomentodo y la esposa sin voluntad.

Jorge, enfadado, empezó negando las acusaciones de monseñor Garay, pero se dio cuenta de lo imbécil que estaba siendo, pues de sobra eran conocidas sus andanzas por toda la comarca.

Y en ese momento, tras la ofuscación inicial, vio la luz al final del túnel… Proponiéndole al fin su libertad.

Como era de esperar, el tío de Rebeca se opuso, pero ya estaba decidido a seguir adelante. Llevaba demasiados años viviendo una jodida farsa, atado a un matrimonio sin futuro y a una mujer por la que no sentía nada.

—Estás muy callado —dijo ella aguantando las ganas de mandarlo todo a paseo y dejarse de disimulos y de citas a escondidas. Tenía los medios, maldita fuera, ya no era una sirvienta pobretona y sin expectativas a la que mangonear.

—No tengo, de momento, nada importante que decir —respondió él mordiéndose la lengua para no decir en voz alta sus planes más inmediatos.

—Eso quiere decir que sólo nos queda… —Señaló en dirección al dormitorio.

Él sonrió con indolencia, vaya… vaya, Claudia lo había estado esperando… Interesante.

—No seré yo quien rechace una oferta tan atractiva, pero… —Negó con la cabeza—. Tenemos toda la noche por delante. ¿Por qué tanta prisa?

«Porque te deseo y llevo dieciocho años esperándote», quiso gritar ella.

Las mismas palabras que él ansiaba escuchar.

—Porque debes volver a tu casa —repuso ella con sorna.

—Créeme, es lo último que deseo cuando llego aquí —admitió él dando el primer paso para abandonar ese estúpido juego del gato y el ratón.

—Entonces no nos queda más remedio que olvidarnos de todo —susurró ella y caminó hasta situarse frente a él.

Jorge rodeó su cintura con una mano y la pegó a su cuerpo; ella, tras el sobresalto inicial, se colgó de su cuello, encantada con, al menos en la intimidad de su dormitorio, poder rendirse a él.

Ella comenzó a recorrer su cuello con suaves besos, al tiempo que enredaba las manos en su cabello atrayéndolo hacia sí, con cierta desesperación.

Los minutos de espera habían resultado demasiado agónicos como para ahora pensar en otra cosa que en estar con él, entregarse a él… Hasta incluso se le pasó por la cabeza la idea de llevárselo a Londres y que allí conociera a Victoria.

Pero tan pronto como le vino ese pensamiento lo desechó, pues él no le perdonaría jamás haberle omitido tan importante información y no quería correr ese riesgo. Porque él la rechazaría inmediatamente e incluso podría apartar a su hija de ella.

Y eso no podía permitirlo.

—Dime que estás desnuda debajo de esa bata —jadeó él excitado con sus besos—. El simple hecho de imaginarlo hace que se me ponga dura sin ni tan siquiera comprobarlo. —Ello no debía sorprenderlo, pues hasta entonces nunca había tenido un gatillazo, pero lo que sí lo hacía era la facilidad con la que su polla respondía ante ella y en especial en esos momentos que la bebida ya no formaba parte de su cadena alimenticia.

—Sí, lo estoy —admitió y metió su mano entre ambos cuerpos para posarla sobre su erección.

No se limitó a quedarse quieta: en seguida le acarició por encima del pantalón, consiguiendo que él moviera las caderas buscando el máximo contacto. Frotándose descaradamente contra esa curiosa mano. Encantando con su toque y su atrevimiento.

Poco a poco iban dejando atrás, al menos en la intimidad, los prejuicios y los reproches, y ése era un gran paso.

Y también era el momento de olvidarse de simples encuentros sexuales, rápidos e impersonales, como a los que él estaba acostumbrado.

Con ella debía ser diferente e iba a serlo. Para ello nada mejor que los consejos de una experta madame parisina, Colette, con la que tuvo la suerte de intimar y sobre todo de hablar.

—Claudia… —gruñó él apartándose para que ella no precipitara las cosas con su entusiasmo.

—¿No quieres? —inquirió confusa.

Él sonrió de medio lado.

—Vaya pregunta… —murmuró—. Sí, por supuesto que quiero llevarte a la cama, eso nunca debes dudarlo, pero… no quiero limitarme a lo… —Hizo una pausa buscando la palabra exacta—:… clásico.

Claudia lo miró sin saber muy bien adónde quería llegar. Ella no había tenido mucha experiencia. Sólo dos intentos de buscar en los brazos de un hombre el consuelo que muchas decían hallar. Tres, si contaba a Justin. Pero en todo caso siempre habían terminado de forma frustrante para ella, pues esos hombres no causaron ningún tipo de inquietud ni de revolución interna, como hacía el que tenía delante con sólo mirarla.

—Tú dirás —susurró ella dispuesta a todo, pero no a morirse de impaciencia ante las ganas que tenía de volver a sentirlo.

En vez de responder, se entretuvo examinando la habitación.

Del mobiliario escogió una elegante silla tapizada en granate y la situó en el centro de la salita.

La idea era buscar un espejo de pie, pero tuvo que desecharla, pues el único disponible estaba en el dormitorio, sujeto a la pared y no se iba a poner a desmontarlo justo en ese instante.

Bueno, eso quedaría pendiente para otro momento.

Ella ya se había ocupado de que la luz fuera suave, aunque únicamente en el dormitorio, así que apagó el interruptor dejando la estancia en penumbra, con la luz procedente de la alcoba.

—¿Qué estás haciendo? —preguntó ella a medio caballo entre la estupefacción y el nerviosismo.

—Crear ambiente —contestó distraído mientras se adentraba en el dormitorio.

Ella lo vio salir apenas un par de minutos después con cara de disgusto, pero advirtió que estaba guardándose algo en el bolsillo de los pantalones.

—Y eso de crear ambiente, ¿en qué consiste exactamente? —inquirió apretándose innecesariamente el nudo de su bata; hasta donde ella sabía, con una cama y un poco de predisposición bastaba.

La cama estaba disponible a tan sólo unos pasos y, en lo que a predisposición se refería, ella tenía de sobra y, si lo que había palpado por encima de sus pantalones era un indicativo, él también iba sobrado.

—En algo más que abrirte de piernas —explicó a la par que se descalzaba, se deshacía de la corbata y la chaqueta y caminaba hasta ella con la mano tendida—. Ven.

Ella aceptó su mano y siguiéndolo hasta la silla se sentó tal y como él indicó.

Lo miró intentando saber en qué consistía tanto misterio y en especial para qué iban a necesitar esa silla. Porque las explicaciones que él ofrecía solamente conseguían confundirla aún más.

Él la dejó sentada, se acercó hasta el carrito de las bebidas y cogió un vaso. Tras rellenarlo con actitud displicente, dijo:

—Ha llegado el momento. Abre completamente tu bata y, por supuesto, tus piernas.