Justin anotaba en su libreta las indicaciones que ella iba mencionando, sin decir una palabra, posponiendo las preguntas que le iban surgiendo al mismo tiempo. Prefería dejar que acabase y así poder exponer sus hipótesis. Algo estaba pasando por la cabeza, hasta ahora bien centrada, de ella para actuar así.
La parte concerniente a su antiguo profesor la comprendía perfectamente, era una especie de justa compensación, aunque él hubiese llevado el asunto con más tacto, pues el hombre, aunque no lo dijo, se sintió abrumado por el ímpetu de Claudia, que no había tenido en cuenta una variable fundamental: primero tenían que buscar la manera de conseguirle el pasaporte. Para ello tendría que recurrir a sus contactos en Londres para después, con esa parte resuelta, ver si siendo generoso lograba la colaboración de las autoridades españolas. Eso sí, con la máxima discreción para no levantar sospechas.
Lo que le tenía con la mosca detrás de la oreja era el asunto de las bodegas… Allí se estaba cociendo algo y él necesitaba enterarse de los ingredientes.
Cuando ella acabó, Justin adoptó una actitud reflexiva y, tras recostarse en su silla, guardó su libreta y la miró.
—Ya he averiguado a quién pertenece el local que albergaba la librería. A un hermano del alcalde.
—No me sorprende, su padre se hizo de oro con el estraperlo. De casta le viene al galgo… —apuntó ella con una mueca. Había cosas que nunca cambiaban.
—En fin, como tú querías, he hecho una oferta, muy por debajo del precio de mercado, utilizando una de nuestras filiales; supongo que les interesará venderlo, aunque me temo que querrán aprovecharse de unos «extranjeros incautos». Por cierto, ¿qué es eso del estraperlo?
—Una especie de contrabando. Ya te lo contaré con más detalles otro día —murmuró ella distraída mientras se servía otra taza de café.
—Muy bien, porque no dejo de asombrarme de lo que pasa por aquí. Siguiente punto del día: tu ridícula, imprudente e inexplicable idea de reflotar las Bodegas Santillana.
—Ahórrate tanto adjetivo y piensa un poco —lo corrigió ella sin perder el buen humor. Era lógico que él, pues tenía confianza para ello, expusiera su parecer—. Sé sincero… No me digas que no te resulta una idea atractiva —lo provocó ella en tono zalamero—. Sé lo mucho que te gusta un reto…
—No sigas por ese camino —la advirtió él riéndose—. Me gustan los desafíos, sí, y mucho. Tú eres uno de ellos. —Ella le sonrió agradecida por el cumplido—. Pero no los suicidios empresariales.
—No protestes tanto, al final vas a ayudarme.
Ella no dejó de sonreírle y engatusarlo. Agradecía su sinceridad, pues siempre resultaba práctico que otra persona, en la que confiabas plenamente, expusiera otro punto de vista, enriqueciendo la propuesta.
—Me temo que estás en lo cierto —admitió con fingido pesar—. Muy bien, tú eres la que manda, así que metámonos de cabeza en la boca del lobo. Hablaré con nuestro banco de toda la vida, espero que a los Boston no se les ocurra venir por aquí, porque sin duda pensarán que te has vuelto loca.
—Muy bien, lo primero es…
—Hacer un inventario pormenorizado de todo lo que allí hay —remató él la petición.
—No pongas esa cara, te encanta apuntar hasta el último detalle —le dijo con una sonrisa; se conocían muy bien.
Él suspiró resignado.
—Hago mi trabajo, pero te aseguro que, por lo poco que he visto, aquello está manga por hombro, va a ser increíblemente… —se detuvo a mitad de la protesta. Sí, era sin duda alguna un trabajo arduo, desagradable, y se toparía con un montón de impedimentos en forma de integrantes de la familia propietaria y subordinados, pero… en el lote entraba la esquiva señora de Jorge Santillana…
—Lo sé, lo sé. Y lo siento. Tú eres el más indicado para ello, no se te escapa nada, moverás todas las piedras hasta tenerlo todo inventariado…
—No hace falta que me hagas la pelota —la interrumpió él ocultando la parte positiva de aquel desagradable encargo.
—¿Podrás tenerlo listo en… digamos… una semana?
Si se empleaba a fondo y no se distraía buscando a Rebeca, probablemente sí.
—No te prometo nada, pero lo intentaré.
—Estupendo. Hoy, si no te importa, voy a tomarme el día libre, quiero poner una conferencia y hablar con Victoria, y después he quedado con el señor Torres.
—Muy bien. Empezaré hoy mismo. —Apuró su taza de café y se marchó de la suite que ocupaba Claudia dispuesto a emplearse a fondo con el inventario.
Y con el otro asunto, también.
A la puerta del hotel lo esperaba un taxi para llevarlo a la propiedad de los Santillana, cortesía del gerente. Aunque se percató de que tal ofrecimiento era más producto del interés que suscitaba y de tenerlo controlado.
Hablaría con Claudia para alquilar un vehículo propio y así desplazarse sin ser objeto de vigilancia.
Cuando llegó a la finca nadie dijo nada, pero tampoco esperaba mucha colaboración, así que se fue directo al despacho, más concretamente al almacén anexo donde estaban los documentos. Aquello era un completo caos, nada nuevo, por otro lado, pero sí muy deprimente.
Hizo una mueca e intentó recordar si alguna vez había trabajado en condiciones tan lamentables, aunque, la verdad, si había sido así, no había tenido un aliciente de tanto peso.
Bueno, eso no era totalmente cierto, pues le vino a la cabeza cierta ocasión en la que una desconsolada viuda, deseosa de deshacerse de la empresa de su marido, entabló negociaciones con Henry para venderle todo y él se encargó de «esas negociaciones…».
—Déjate de viudas desconsoladas y ponte a trabajar —se reprendió.
Llevaba casi una hora sumergido en ese maremágnum de papeles cuando un alma caritativa se apiadó de él llevándole una bandeja con algo de beber y de comer. Puede que no fueran tan desagradables en esa casa después de todo…
Aunque sospechó que se trataba más bien de guardar las apariencias, pero por lo menos no moriría de inanición.
Hizo un merecido descanso al mediodía, así que, mientras miraba por la ventana con el bocadillo en las manos, la vio salir de casa.
¿Dónde iría tan arreglada a la par que recatada?
La curiosidad venció a la sensatez, así que agarró rápidamente su americana, se arregló el nudo de la corbata y salió en su busca.
Para no incomodarla dejó que ella se alejara caminando y la siguió prudentemente distante, hasta que fue adentrándose en las calles cada vez más concurridas y se puso a su altura.
—Buenos días, Rebeca.
Ella se detuvo en el acto, sorprendida y quizá molesta, aunque esto último lo disimulaba, no estaba acostumbrada a que la trataran con tanta confianza fuera de su círculo más íntimo. Puede que para él fuera una costumbre, pero no para ella.
—Buenos días, señor Parker.
Por los segundos que tardó en responder a su saludo él se dio perfecta cuenta de que no le agradaba su compañía, o, dicho de otro modo, prefería que no los vieran juntos en público. Aunque, como sospechaba, no por razones de antipatía hacia él, sino por una especie de absurdas consideraciones sociales sobre lo que no debía hacerse.
—¿Puedo acompañarte? —preguntó con galantería, aunque pensaba hacerlo de todas formas. Cada vez estaba más intrigado y, por ende, más decidido a conocer, lo más a fondo posible, a esa mujer.
—No es necesario, gracias —respondió tensa mirando a uno y otro lado de la calle.
Justin no hizo caso de su negativa y le ofreció el brazo para acompañarla; ella no lo aceptó, pero sí reanudó la marcha, pues llevaban demasiado tiempo allí parados, dando tiempo a que las mentes malpensantes, tan ávidas de cotilleos, lanzaran todo tipo de malintencionados comentarios.
Tras unos minutos caminando en silencio, él intentó de nuevo mantener una conversación, recurriendo para ello a temas inocuos.
—¿Vas de compras?
—No. —Le sonrió tímidamente y a él le sobrevino una especie de revolución interna muy peligrosa. No estaba acostumbrado a esa candidez en las mujeres.
—¿A visitar a alguna amiga?
Ella volvió a negar con la cabeza.
Justin comprobó que poco a poco ella se iba relajando y también le devolvió la sonrisa.
Hasta él mismo se sorprendía de la capacidad de adaptación de la que estaba haciendo gala con esa mujer. En otras ocasiones ni de lejos hubiera demostrado tanta paciencia.
—Pues no imagino adónde puede ir una mujer hermosa, sola, a estas horas de la mañana.
Rebeca se sintió estúpida al sentirse halagada ante el cumplido. A nadie le amarga un dulce, pero ella sabía la verdad, no era hermosa. De serlo, su marido no se marcharía cada noche a buscar a otras.
—Ya hemos llegado —le anunció ella parándose delante de…
Justin miró tras él y contempló una impresionante fachada barroca y después volvió a mirarla a ella.
—¿A misa? —preguntó desconcertado. Entendía que la gente fuera los domingos, pero ¿un día laborable?
—Sí. —Ella le tendió la mano educada pero manteniendo las distancias—. Gracias por acompañarme.
—De nada —contestó sin tener todavía claro qué decir ante una mujer que, por lo visto, acudía a los oficios todos los días.
—Si quieres, puedes entrar.
—Mejor que no —respondió con una media sonrisa.
—Ay, perdón, ¡qué tonta!
—¿Por?
—Lo siento, no me acordaba de que vosotros… bueno, no sois católicos.
Justin hubiera respondido que eran los mismos perros pero con distinto collar, aunque se abstuvo de hacerlo, pues en lo que a creencias religiosas se refiere la gente podía sentirse ofendida con facilidad y su intención no era precisamente enemistarse con ella. Menos aún cuando parecía que poco a poco ella se iba mostrando más proclive a hablar con él y a no esquivarlo.
—Sí —mintió él, que pisaba una iglesia cuando no quedaba más remedio.
—Adiós, señor Parker —le dijo y tras ello comenzó a subir la escalinata que daba acceso a la entrada principal de la iglesia.
Justin se quedó allí unos instantes, observando cómo sus piernas iban ascendiendo peldaños y todo ello sin la más mínima oscilación provocativa de sus caderas, como hubiera esperado de cualquier otra mujer.
Cuando ella desapareció de su vista, se dio media vuelta y caminó de regreso. Desechó la idea de llamar a un taxi, pues tampoco era mucha la distancia y necesitaba tiempo para airearse y analizar cómo una mujer que no hacía nada, sino más bien todo lo contrario, para alentarlo —no se vestía de forma insinuante, no se maquillaba y tampoco lo provocaba recurriendo al manual clásico de pestañeos, caídas de ojos, labios humedecidos y demás— había acabado por conseguir que se empalmara a la puerta de una iglesia, mientras las campanas repicaban llamando a misa de doce.