—¿Has pasado mala noche? —inquirió Justin mientras caminaba junto a ella en dirección al despacho donde los esperaban.
—No he dormido mucho, la verdad —respondió sin quitarse las gafas de sol que cubrían parcialmente su rostro. En breve tenía que deshacerse de ellas, pero, de momento, mientras seguían al hombre que los guiaba, se las dejó puestas.
Hubiera querido decir en voz alta que se conocía la casa al dedillo, que sabía de memoria la distribución, cada rincón, cada escondrijo, pero se mantuvo callada, dejándose llevar.
—Yo tampoco he descansado bien. Demasiada tensión acumulada —apuntó su amigo en voz baja; no quería que nadie escuchara la conversación por casualidad.
—¿Deduzco, entonces, que has dormido solo? —preguntó con una sonrisa. Cierto es que él siempre era discreto con sus andanzas de alcoba, omitía los detalles más íntimos, pero tampoco las ocultaba.
—Pues sí —admitió con cierto pesar—. En esta ocasión dejaremos los placeres para cuando hayamos acabado con nuestras obligaciones. Y, por cierto, espero que sea a la mayor brevedad posible.
—No te preocupes. —Si de ella dependiera iba a ser así, pero en su fuero interno sabía que, con los Santillana, nada era fácil y, lógicamente, iban a aferrarse a un clavo ardiendo con tal de mantener su posición.
En la entrada principal les abrieron la puerta y ella, tras un rápido vistazo, llegó a una conclusión evidente. Ya se había percatado de ello nada más traspasar la vieja verja que daba acceso a la propiedad: la descripción de su amigo era bien cierta, la vivienda estaba manga por hombro.
Se necesitaban algo más que reparaciones urgentes para que aquello volviera a ser como antes, empezando por una actitud más coherente y, sobre todo, menos predispuesta a mantener las apariencias.
No era ninguna novedad que en aquella familia eran de los que escondían la mierda debajo de la alfombra y lavaban los trapos sucios en privado para poder dar siempre una imagen de máxima respetabilidad.
Aunque, si la información que manejaba Justin era cierta, con las andanzas de Jorge toda esa inestable fachada se había venido abajo.
Mientras caminaba por la casa, pisando los suelos que en más de una ocasión había fregado de rodillas, se percató de que los cambios producidos eran los mínimos, a lo sumo algún que otro objeto decorativo en la ya de por sí recargada ornamentación.
Estaba segura de que era obra de Amalia, siempre deseosa de mostrar su poder en forma de caros y ostentosos adornos, sin importar lo conveniente o no que resultaran estéticamente hablando.
Aparentar era lo más importante.
Antes de llegar al despacho, Justin se acercó a su oído para susurrarle:
—Tranquila, esto es pan comido para ti.
Ella le agradeció el gesto; en esos momentos contar con un hombre así a su lado resultaba reconfortante.
—Lo sé —le respondió también en voz baja, dándole unas palmaditas cariñosas en el brazo, prueba inequívoca de la confianza depositada en él.
El empleado que los había acompañado hasta la puerta, mostrándoles el camino, la abrió y les hizo un gesto para que pasaran. Y, como era costumbre, se quitó la boina en señal de respeto hacia los invitados.
—Si no desean más los señores…
Tanto ella como Justin fueron conscientes de la actitud excesivamente servil del empleado.
—Gracias, Benito —le contestó ella, sorprendiéndolo. Pero el hombre no dijo nada y se retiró discretamente, arrugando la gorra entre sus manos y seguramente devanándose los sesos intentando comprender cómo la invitada inglesa conocía su nombre.
Su abogado la dejó pasar primero colocando discretamente la mano en su espalda y ella entró. De inmediato, el señor Maldonado, sentado a un lado del enorme escritorio como era su costumbre, y Jorge, que ocupaba el sillón principal, se pusieron en pie para recibirla en una muestra de educación pero sin abandonar su actitud distante.
Claudia lo entendió, a nadie le resultaba agradable que vengan de fuera para decidir sobre el futuro de uno.
No así Amalia, que permaneció en el otro lado, observando cada uno de sus movimientos, sin variar ni un milímetro su rígida posición.
—Les presento a la señora Campbell…
Ella agarró con más fuerza su elegante bolso negro sin correas, colocado perfectamente bajo su brazo y combinado de forma elegante con un vestido sin mangas que estilizaba su figura y, además, resultaba muy apropiado para reuniones de trabajo, ya que no tenía escote y la falda quedaba justo por debajo de las rodillas.
—… propietaria de industrias Campbell…
Claudia dejó de escuchar la rimbombante presentación de Justin; no era más que un modo de impresionar.
Allí todos creían saber quién era.
También dejó de prestar atención al resto de los presentes en la sala, sólo miraba fijamente, tras sus cristales negros, al borracho, mujeriego y despilfarrador.
—… tal y como acordamos en nuestra última reunión… —prosiguió el abogado, ajeno a la revolución interna de ella—… con la esperanza de resolver este asunto a la mayor brevedad…
Claudia inclinó levemente la barbilla para, al mismo tiempo, levantar una mano y sostener sus gafas antes de apartarlas de su rostro.
—… así que, tras las presentaciones…
Un golpe seco, en la madera del escritorio, hizo que detuviera su discurso.
Justin miró fijamente a Jorge, artífice del golpe, sin comprender a santo de qué daba un puñetazo sobre la mesa, pero claro, ese hombre era imprevisible, eso ya lo sabía.
—¿Qué ocurre? —preguntó mirando a la sala. Parecía que hubiesen visto un fantasma.
Maldonado, con la boca abierta; Amalia, apretando los dientes, conteniendo una especie de incomprensible furia interna, y Jorge…
Nunca había visto una expresión tan cínica, peligrosa y amenazadora a la vez que delatora de sorpresa.
Inmediatamente cayó en la cuenta de que Claudia le había ocultado información relevante, empezando por el no menos importante detalle de que ya se conocían.
—¿Nos sentamos? —sugirió el administrador intentando relajar el ambiente. Ofreció una silla a Claudia, quien era consciente en todo momento de la mirada asesina de Amalia y de su hijo.
Ella aceptó en silencio el asiento, pero sin despegar la mirada de él, como si ambos estuvieran solos en esa estancia.
Jorge cerró los ojos un instante y volvió a abrirlos, como si quisiera autoconvencerse de que, de nuevo, sufría una pesadilla.
¿Cuántas veces había soñado con el reencuentro? Pero jamás, en esos perturbadores sueños, imaginó que ella regresaría convertida en la mujer que tenía delante.
—Esto es un burdo engaño —aseveró Amalia haciendo gala de todo el odio y resentimiento hacia Claudia. Parecía como si se hubiera tragado un sapo.
—Señora, ella es la representante legal de la legítima heredera —adujo el abogado buscando en su cartera los documentos que sostenían esa información para tenerlos a mano en caso de que fuera necesario mostrarlos. Con esa gente, nunca sabía uno a qué atenerse—, como demuestra el poder notarial que…
—No es preciso —lo interrumpió Maldonado en tono amable; no quería que la situación se les fuera de las manos y, si Amalia se empeñaba en ofender a Claudia en primer lugar, y en segundo, en no aceptar la realidad, aquello iba a complicarse aún más.
—Quiero escuchar a la señora Campbell lo que sea que tiene que decirnos —apuntó Jorge con sarcasmo, casi escupiendo las palabras. Adoptó una postura falsamente relajada en el enorme sillón.
—Muy bien —dijo ella con voz firme; si esperaban que iba a venirse abajo, estaban muy equivocados. Ahora tenía la sartén por el mango y, si se empeñaban en ponerle las cosas difíciles, ella no dudaría en hacer valer su poder—. Según mi abogado, le pidieron expresamente reunirse conmigo para discutir los detalles…
Jorge la miraba fijamente mientras ella hablaba. Y, admitiendo que le jodía en lo más profundo, se sintió orgulloso de ella. Sabía que llegaría lejos; que lo hubiera logrado no suponía ningún resentimiento, pero el hecho de que en esos momentos tuviera el futuro de su familia en sus manos sí era causa de reavivar viejos resquemores.
Verla allí, enfrente, ajena, como si no tuvieran un pasado en común, como si nunca hubieran estado juntos, le dolía profundamente.
Un mínimo gesto de debilidad, una leve señal de que era la mujer que le destrozó la vida, a la que no había olvidado, pese al empeño en lograrlo, y hasta podría mostrarse más colaborador.
Pero estaba claro que ella jugaba duro, no era tonta; pero él, sin haber sido afortunado en el reparto de cartas para jugar esta partida, iba a hacer lo indecible para ponerle las cosas muy cuesta arriba.
—Conozco perfectamente los detalles de mi estado financiero —mintió Jorge, advirtiendo con la mirada a su administrador de que no abriera la boca.
—Pues no lo parece —apostilló ella con firmeza, tratándolo con indiferencia. Ésa era la clave para controlar sus emociones. A las que daría rienda suelta más tarde, a solas, en su hotel—. Aún no me han sabido explicar qué uso se le ha dado a todo el capital invertido.
—Verá, señora Campbell —intervino Maldonado—, hemos procurado, para mantener la calidad de nuestra producción, envasar la cantidad mínima de cada añada para evitar la bajada de los precios, de tal forma que cada botella pueda fácilmente revalorizarse.
—Nadie niega que el caldo que producen en esta bodega sea de excelente calidad —convino Justin—, pero mirando todo el asunto desde un lado estrictamente comercial, no se puede justificar el despilfarro que arrojan sus imaginativos libros de cuentas.
—No voy a permitir que nadie venga a mi casa a insultarme —dijo Amalia levantándose para dar muestra de sus dotes artísticas y montar una escena que concluyó abandonando el escenario sin dejar de mostrarse altiva—. Así que doy por concluida esta reunión.
Jorge resopló; su madre pensaba que con negar la evidencia bastaba. Él bien lo sabía, llevaba haciéndolo dieciocho años.
—Como iba diciendo, es una forma de asegurar nuestro prestigio —prosiguió el administrador intentando justificar lo injustificable.
—No se esfuerce —interrumpió Jorge poniéndose en pie e inclinándose hacia adelante con objeto de intimidarla y de, aunque no lo admitiera, acercarse a ella—. Ya ha tomado una decisión.
Claudia comprendió en el acto que la última frase no sólo hacía referencia a los negocios. Era una acusación en toda regla; bien, podía recoger el guante.
—Efectivamente. Mi decisión está tomada.
—Señora Campbell, si nos dejara más tiempo, si nos permitiera cambiar ciertos aspectos de nuestro método de producción, estoy seguro de que podríamos obtener beneficios con los que recomprar su participación —le rogó el administrador.
—No lo vemos viable —apuntó Justin manteniendo la postura oficial sin entender muy bien qué estaba pasando allí, algo se le escapaba…
—Puede hacerse —insistió Maldonado.
A Jorge, esos ruegos y súplicas le estaban escociendo como nunca y no podía permitirlo.
—¿Quieres un jodido plan de viabilidad? —inquirió con rabia dirigiéndose exclusivamente a ella.
El administrador negó con la cabeza; este hombre se había vuelto loco; sabía el motivo, pues él también estaba recuperándose de la impresión, pero debía aprender a templar los nervios, tal y como hacía su padre en las situaciones difíciles, y no dejarse gobernar por la rabia.
—Ya es tarde para eso —respondió el abogado.
—Que responda ella —exigió sin mirar al picapleitos.
Claudia se puso en pie, pues al permanecer sentada él fortalecía su posición y nada mejor que quedar cara a cara para sostener una negociación.
—Muy bien. —Ella aceptó el reto y tras dirigir una mirada a su amigo para que no interviniera dijo—: Tienes una semana.