7

Apenas dos meses después de comenzar su trabajo ya se encontraba en el despacho de la encargada, por tercera vez.

Claudia sabía que lo mejor era oír, ver y callar, pero, quizá pecando de orgullo, había cosas que no deseaba pasar por alto. Empezando por los métodos de producción que allí se empleaban.

Ya había sido advertida por la señora St. James, pero, por mucho que se controlaba para acatar sus normas, no podía obviar que, siguiendo su propio modo de trabajo, avanzaba mucho más rápido en la aburrida tarea de empaquetar conservas. Y no sólo eso, además adelantaba faena. Pero claro, eso no estaba bien visto: no por ser buena trabajadora, sino por dejar en entredicho a la encargada.

Y de nuevo allí estaba, sentada frente al señor Jones, en su desordenada oficina, anexa a la principal. En la puerta de cristal translúcido se leía claramente el nombre del director y fundador de la empresa.

Como era de esperar no iban a atenderla inmediatamente; quizá mantenerla allí constituía una parte de su reprimenda.

El señor Jones estaba enfrascado en la revisión de un montón de papeles, repasando columnas de cifras una y otra vez. Al acabar fruncía el cejo y se limpiaba el sudor de la frente con un pañuelo.

Cansada de permanecer inactiva mientras que la señora St. James explicaba al director sus faltas, se inclinó sobre la mesa donde trabajaba Jones y de reojo echó un vistazo a los papeles que le tenían tan concentrado.

Desde luego se estaba comportando de forma poco apropiada, más aún cuando podía quedarse sin empleo, pero es que a Claudia ciertas actitudes la consumían.

Ella, que no era tonta, había escuchado más de una vez comentarios, maliciosos o no, sobre el motivo por el que ese hombre ejercía tal cargo.

Sus compañeras no escatimaban «elogios» con él.

Según esas mujeres, el buen señor estaba ahí porque la hermana del director no podía tener ocioso a su marido, y para mantener un estatus digno nada mejor que un puesto de responsabilidad.

No era ningún secreto que tal puesto le venía grande, pero nadie iba a jugarse el trabajo diciéndolo en voz alta.

Él debió de percatarse del interés por lo que tenía entre manos, y tapó los documentos con los brazos.

—No creo que esto sea de su incumbencia —la increpó malhumorado dando a entender que si sabía leer ya era mucho.

—Perdón —murmuró sin apartar la vista.

—La señora St. James tiene razón, eres impertinente, no obedeces y te gusta meter las narices donde no debes —prosiguió él, sin duda envalentonado por su posición.

—Sólo hago mi trabajo —apuntó ella mordiéndose la lengua para no decir en voz alta lo que realmente pensaba.

Él se puso de pie y salió de detrás de su escritorio para colocarse a la espalda de ella. Puso ambas manos en sus hombros e inclinándose, soltó:

—Si fueras un poco menos problemática y un poco más lista, yo podría buscarte un puesto mejor… Ya me entiendes.

Claudia se tensó; odiaba a los hombres que, como el señor Jones, pensaban que cualquier mujer llegaba mucho más lejos con las piernas abiertas que trabajando.

Consideró muy bien la respuesta, pues no podía mandarlo directamente a paseo. Estaba segura de que tipos como él no aceptaban bien un rechazo y tomaría represalias valiéndose de su cargo.

—Es una oferta muy generosa pero… —Fingió una sonrisa.

Justo en ese momento se abrió la puerta del despacho principal y apareció la señora St. James y, con su cara habitual de mala leche, que la envejecía considerablemente, pues no debía haber llegado a los cincuenta, le hizo un gesto para que pasara.

Era la primera vez que Claudia entraba en ese despacho, así que su temor aumentó; sin duda esa vez iba a ser despedida.

Todo por su maldita manía de no saber callar a tiempo. Y eso que lo intentaba, pero, cuando veía que las cosas podrían hacerse de una manera más lógica, desoyendo las instrucciones de quien mandaba, ella no era capaz de atenerse a esas normas.

No entendía la estrechez de miras de algunas personas que eran incapaces de dar su brazo a torcer cuando alguien por debajo de ellos en la cadena de mando ofrecía una mejor opción.

—Siéntese, por favor, señorita Arias —ordenó en tono seco su encargada.

Claudia obedeció y esperó a que el hombre sentado tras la enorme mesa levantara la vista de los documentos que captaban toda su atención.

—En un momento estoy con usted, señorita —anunció el hombre sin mirarla; por suerte, habló en tono afable.

Ella esperó pacientemente; desde luego en esa empresa sabían cómo poner a una de los nervios con tanta espera antes de entrar a matar. Si no tenían tiempo para atenderla, ¿por qué la habían llamado?

—Dígale al señor Jones que pase —ordenó a la encargada y ésta cumplió el mandato rápidamente.

El cuñado, solícito, entró sin demora, con el libro de contabilidad bajo el brazo y cara de preocupación.

—¿Has encontrado el error? —inquirió el jefe en tono amable, pero firme.

—No, lamentándolo mucho, no sé dónde está el descuadre —se disculpó Jones.

—Llevas quince días diciéndome lo mismo.

Claudia se percató de que ese tono no era tan comprensivo como aparentaba. Quizá, y sólo era una impresión personal, el director pretendía que Jones se confiara, pero quedaba patente que no le temblaría la mano a la hora de reprenderlo por incompetente como era debido.

—Dame el libro. —Extendió la mano de forma brusca y lo agarró—. Señora St. James, traiga café por favor.

La mujer entendió el mensaje de que debía salir del despacho y Claudia se levantó con la intención de seguirla.

—No, usted no —interrumpió él.

Claudia, confundida, volvió a sentarse y se preparó para lo peor, especialmente cuando percibió la mirada de odio que el señor Jones le dirigió.

—Señorita…

—Arias —contestó ella.

—Muy bien, señorita Arias. Tome este galimatías y eche un vistazo.

Claudia se quedó de piedra sin saber qué hacer. No podía negarse a tal petición, especialmente porque venía del director, pero, por otro lado, en su día a día, el señor Jones podía ponerle las cosas muy cuesta arriba.

Pero ella no era de las que se quedaba sentada esperando que la providencia divina interviniera. Si tenía que marcharse de manufacturas Campbell, lo haría con la cabeza bien alta.

—¿Qué quiere que haga? —preguntó al coger los documentos.

—¿Tiene estudios?

—Sí y no —respondió ella.

—Explíquese, por favor.

—He estudiado… por mi cuenta. —No podía decirle la verdad, ya que implicaría desvelar más de lo prudente sobre su pasado.

—Muy bien, pues abra el libro, coja papel y lápiz si lo precisa, y encuentre el descuadre.

Ella lo miró pasmada; no porque no supiera hacerlo, sino por la confianza que demostraba. Al fin y al cabo, eran cuentas confidenciales de la compañía. No era algo que los empleados de más bajo rango pudieran ver.

—¿Ahora? —preguntó innecesariamente.

—Si le preocupa que la señora St. James le descuente de su jornal el tiempo que permanezca aquí, tranquilícese, se le remunerará como si estuviera en su puesto.

Ella respiró tranquila. Eso significaba dos cosas: la primera, que no perdería ingresos, que tanta falta le hacían, y, la segunda, que seguramente, tras ese extraño episodio, volvería a sus quehaceres.

—Aunque… —El señor Campbell se acarició la barbilla pensativo—. He oído rumores sobre sus desacuerdos con la encargada.

A Claudia se le cayó el alma a los pies.

—Yo… bueno… Sólo intento mejorar y aportar ideas…

—No busque excusas, querida, me aburren soberanamente. Ya sé que termina a tiempo sus encargos y que incluso saca adelante más producción de la que le corresponde, pero a la señora St. James no le gustan los cambios. —Le sonrió afablemente—. Así que acate sus órdenes —recomendó—. Y ahora, póngase con eso.

Claudia no sabía qué pensar de ese hombre. Siempre amable, ni una palabra más alta que otra y una media sonrisa en el rostro… pero estaba claro que el señor Jones, que había permanecido como el convidado de piedra durante la conversación, no estaba tan tranquilo, al igual que ella.

No hacía falta dar voces para infundir respeto a los subordinados.

Prefirió no pensar más en ello y se puso manos a la obra.

Repasó las cifras del debe y del haber, callándose la opinión, nada favorable, sobre la caligrafía y los borrones del señor Jones. Al cabo de media hora ya empezaba a vislumbrar cierto patrón: no era un error, sino varios pequeños que, sumados, iban arrojando cantidades medianamente serias en cada página.

Fue anotando en una hoja sus impresiones; tan concentrada estaba que no se percató de la marcha del señor Jones ni de que el señor Campbell estaba pendiente de ella.

Mientras llevaba a cabo las comprobaciones fue consciente de la encerrona en la que hábilmente ese hombre había conseguido que cayera. Ella solita, con su orgullo como único acompañante, se había metido en ella hasta el fondo.

Pero, encerronas aparte, podía confirmar las sospechas que a buen seguro él ya tenía. Pues dudaba de que a una recién llegada se le ofreciera la posibilidad de evaluar esos apuntes si él no tuviera ya la mosca detrás de la oreja.

—Creo que… —dudó un instante antes de continuar, pues lo que iba a decir a continuación era meterse en camisa de once varas—… no hay ningún error.

El señor Campbell dejó lo que tenía entre manos y le prestó atención.

—¿No hay ningún error? —preguntó con evidente sorpresa ante lo que acababa de escuchar. La señora St. James le había ido con el cuento más de una vez de que la chica española no era una simple obrera, sabía más de lo que daba a entender. Para él, que una trabajadora tuviera iniciativa siempre era buena noticia, así que se había preocupado de vigilar personalmente a esa obrera y calmar a la encargada, ya que llevaba mucho tiempo a su servicio y, si bien a veces se excedía con su celo provisional, era una mujer de fiar—. Explíquese, por favor.

—Verá… yo no he visto un error contable, sino… Bueno, yo creo que más bien se trata de un sistema pensado para descontar cantidades pequeñas y enmascararlas. —No dijo más a la espera de su reacción.

—Traducido: mi cuñado me está engañando, ¿es eso?

—Yo… —¿Cómo iba a aseverar tal cosa? Pero debía ser honesta—. Sí, me temo que sí.

—Muy bien.

Claudia se quedó con la boca abierta; el hombre descubría que un empleado, y familiar además, le sisaba y se quedaba tan pancho.

—Si no me necesita para nada más, volveré a mi puesto. —Ella no era quién para poner en tela de juicio las decisiones del director.

—Espere, ¿de verdad quiere seguir envasando conservas?

Como todo lo que preguntaba ese hombre, la cuestión encerraba una trampa.

Claudia prefirió ser sincera y arriesgarse.

—No. Pero sé cuál es mi sitio y de momento necesito este trabajo.

—Lo entiendo, viene de un país con serios problemas.

—A mí, en estos instantes, sólo me preocupan los míos. —No debía haber contestado así y se arrepintió en el acto—. Disculpe, no he debido hablarle así.

—Jamás se disculpe por ser sincera.

Ella asintió y caminó hasta la puerta. Al hacerlo sintió un pequeño mareo e instintivamente se llevó las manos al vientre.