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Londres, mayo de 1945

El ambiente eufórico que se respiraba en la ciudad distaba mucho de la situación que Claudia tenía ante sí.

En el bolsillo interior, bien cosido a su falda, llevaba un dinero que apenas la duraría tres meses, menos quizá si no se andaba con cuidado.

Por eso su intención era encontrar una pensión barata para, una vez establecida, buscar un trabajo y así, mientras su estado se lo permitiera, ganarse un jornal, pues en unos meses debería depender única y exclusivamente de sus ahorros y, si no conseguía que éstos aumentaran, iba a pasarlo realmente mal.

Emigrar había sido una decisión difícil, pero quedarse en España suponía, además de lo evidente, un duro agravio social si explicaba su estado.

De ninguna manera iba a permitir que la señalaran y acusaran de ser una «perdida», como decían en Ronda de Duero.

Así que, aprovechando sus limitados recursos, había optado por trasladarse hasta Londres. Eso sí, teniendo que dar rocambolescas explicaciones de por qué una mujer tan joven viajaba sola. Pero lo había logrado y ahora podía empezar a labrarse una nueva vida.

Agradeció en silencio las enseñanzas de don Amancio, el profesor particular que acudía a diario a casa de los Santillana para enseñar al señorito, que incluía el estudio del inglés; por suerte permitió que ella también asistiera; eso sí, teniendo la precaución de no comentarlo con los señores de la casa, pues la hija de un pastor no tenía derecho a aprender, ni tan siquiera, a leer y escribir.

Ni tan sólo se había podido despedir del señor Torres; no quiso comprometerlo, pues, si él llegaba a estar al tanto de su situación, tomaría cartas en el asunto y el ambiente ya estaba bastante caldeado como para preocuparse de las desgracias de una alumna.

Junto a las ventanillas donde se vendían los billetes de tren encontró un ajado tablón de anuncios y se detuvo, dejando un instante su pequeña maleta de madera en el suelo, para ver si con un poco de suerte encontraba una dirección a la que dirigirse.

No hubo suerte, pero se fijó en uno de los anuncios. Solicitaban mujeres para trabajar en una fábrica de conservas.

Era un comienzo.

Sin perder tiempo salió fuera de la estación y preguntó a un agente de policía por dónde debía ir para llegar a la dirección que había anotado.

No quería entretenerse, ya que, con la escasez reinante, un puesto de trabajo era poco menos que un tesoro.

Una vez que llegó a las instalaciones de manufacturas Campbell preguntó por la persona encargada de seleccionar al personal y le indicaron que debía esperar, pues en ese momento estaban ocupados.

Con el estómago revuelto, cansada del largo viaje y sin despegarse de la maleta, se sentó en un banco de madera a la espera de ser recibida.

No supo cuánto tiempo permaneció allí, inmóvil, en una postura recatada, evitando en todo momento dejarse llevar por el abatimiento.

Escuchó las voces de las obreras durante el cambio de turno, y también a quienes, detrás de la puerta, hablaban elevando el tono, sin duda enfrascados en una tensa discusión.

La somnolencia, que a duras penas lograba contener, le estaba jugando malas pasadas, pues sin querer daba algún que otro cabezazo.

Se estaba haciendo muy tarde y no tenía ningún sitio donde pasar la noche.

—¿Se puede saber quién es usted y qué hace ahí?

Una desagradable y enfadada voz la despertó. Hacía ya un buen rato que su cuerpo había llegado al límite de su resistencia y se había acurrucado, sin soltar su maleta, en el estrecho banco. Lo más probable era que se hubieran olvidado de ella, así que, puesto que no iba a conseguir el trabajo, al menos dormiría esa noche bajo techo.

—Disculpe —murmuró torpemente Claudia, incorporándose.

Se apartó el pelo de la cara y se preparó para que la echaran a la calle.

—Le he hecho una pregunta —insistió el hombre.

—Yo… —Repasó rápidamente sus conocimientos del idioma para poder explicarse correctamente y evitar equívocos—. He venido por el puesto de trabajo. Mi nombre es Claudia Arias y…

—¿Española? —interrumpió el hombre.

Ella asintió. Lo había dicho con un tono que evidenciaba su desagrado. Pero ese aspecto no podía cambiarlo. Permaneció en silencio mientras él la evaluaba, fijándose en la vieja y golpeada maleta que permanecía a sus pies.

Claudia hizo lo mismo. Dedujo que rondaría los cuarenta, que no llegaría a los cuarenta y cinco con pelo y que estaba casado basándose en la alianza de oro que llevaba. También que no se cortaba lo más mínimo a la hora de comer, pues los botones de su chaqueta a duras penas contenían una barriga prominente.

—Supongo que puede servir. Acompáñeme —dijo finalmente el hombre; estaba claro que la consideraba mano de obra barata y poco dada a las protestas.

Una vez en la oficina, el tipo recogió de cualquier manera los documentos allí desperdigados sin orden ni concierto, así como las migas esparcidas sobre un papel de periódico, que tiró a la papelera.

Claudia pensó que, si ella en ese instante pudiera comer, aunque fuese un bocadillo rápido, también lo haría, así que no se permitió el lujo de criticar esas migas…

—Bien, de momento, hasta que vaya cogiendo el tranquillo, la pondré en el departamento de embalajes. Su trabajo consistirá en envasar correctamente la producción a medida que ésta salga, etiquetándola y colocando las unidades precisas de cada referencia. Eso se lo explicará la señora St. James, la encargada. Yo soy el señor Jones. ¿Alguna pregunta?

—No —respondió en voz baja.

—¿No desea saber cuál será su salario ni su horario de trabajo? —preguntó con cierto retintín.

Ella negó con la cabeza; dudaba que alguien, en esos tiempos, rechazara un trabajo. Por muy malas que fueran las condiciones. Y en su caso iban a empeorar. Pero eso no podía decírselo.

—Muy bien entonces —dijo él y se puso en pie—. La espero mañana por la mañana.

Claudia también se incorporó dispuesta a marcharse y buscar cobijo para esa noche.

—Gracias. Mañana estaré sin falta —afirmó dándose la vuelta y agachándose para levantar la maleta del suelo, dispuesta a apañárselas; al menos una parte de su plan se cumplía.

—¡Un momento! —La detuvo él—. ¿Acaba de llegar a la ciudad? —inquirió señalando la vieja maleta de madera sujeta con cuerdas.

—Sí —contestó sin avergonzarse.

—¿Tiene ya un sitio donde alojarse? —preguntó sabiendo de antemano la respuesta.

—Sabe perfectamente que no —le informó ella perdiendo por un momento los buenos modales, sacando su mal genio, sin duda aumentado por el cansancio, arriesgándose con ello a perder el trabajo.

—Ya veo —murmuró Jones acariciándose la barbilla. Después se inclinó sobre su mesa y rebuscó entre el desorden hasta dar con una libreta, cuyos bordes estaban más que desgastados, y pasó las páginas humedeciéndose el pulgar para despegar las hojas hasta que pareció encontrar lo que buscaba. Alargó la mano, y rompió el ángulo de una página de periódico donde anotó unas líneas—. Vaya a esta dirección. Diga que trabaja en manufacturas Campbell, si no, a estas horas ni le abrirán la puerta.

Ella agarró el papel y murmuró un gracias a aquel hombre.

El estado de la pensión evidenciaba la necesidad de una buena reforma, pero al menos parecía limpia, o daba esa impresión, pues el olor a lejía inundaba sus fosas nasales.

No tuvo mayor dificultad para instalarse; eso sí, tuvo que pagar por adelantado tres noches: allí no se fiaban de nadie y menos aún de una extranjera.

La habitación únicamente tenía una cama estrecha de hierro despintado y un armario, una mesa y una silla. Todo ello en madera oscura y con evidentes signos de deterioro. La bombilla desnuda colgaba del techo y apenas iluminaba la estancia.

Dedujo que era una buena estrategia para que los huéspedes no gastaran más de lo necesario.

Si quería asearse debía o bien llevarse una palangana, que estaba oculta bajo la cama, para llenarla de agua y volver a su dormitorio o bien compartir el baño comunitario, un metro cuadrado donde sólo había un retrete y un pequeño ventanuco, sin cristal, para tener permanentemente ventilado el espacio, situado en mitad del corredor.

Se ocupó de sacar ropa limpia y de ir a buscar agua para lavarse. Por supuesto estaba fría, pero no le importó con tal de sentirse limpia.

Dentro de la maleta, además de su ropa, llevaba algo de comida, pues cuando salió de Ronda no sabía cuánto duraría el viaje, así que se ocupó de racionar los víveres hasta verse instalada. Gracias a ello en esos momentos disponía de algo para cenar.

Pero su principal preocupación era descansar.

Así que se metió en la cama, ocupándose previamente de lavar su ropa interior y dejarla colgada en el armazón metálico de la cama, e intentó conciliar el sueño. Respiró profundamente para evitar derrumbarse.

No había querido pensar en todo lo que se le venía encima, sólo quería salir de Ronda y olvidarse de todo, sin ser realmente consciente de cómo iba a ser capaz de salir adelante.

Nunca se asustaba ni se venía abajo cuando tenía que trabajar, ni cuando soportaba los constantes desaires y humillaciones de la señora, pero siempre encontraba el refugio en su habitación o paseando entre los viñedos. Hasta que aparecía él y le contaba sus inquietudes. O bien simplemente lo escuchaba mientras Jorge se desahogaba con sus típicas quejas de niño rico.

Pero ahora estaba completamente sola, en una ciudad extraña, en una situación comprometida que debía ocultar para que no la echaran de su recién conseguido trabajo…

Todo estaba en su contra.

Claudia sollozó e intentó contenerse.

Se colocó de lado, en posición fetal y, con las manos en su vientre, comenzó a llorar.

Ya no tenía sentido ocultarse sus emociones. Allí no había nadie, podía llorar a moco tendido si con ello conseguía desprenderse de una vez ese malestar y así mirar hacia el futuro sabiendo que todo ese sufrimiento no era sino el comienzo de una vida mejor.

Era fuerte y tenía lo que hay que tener para salir adelante.

Este instante de debilidad sólo era un breve impasse, un pequeño bache en el camino.

Con ese firme pensamiento en la cabeza y se quedó dormida.