Londres, abril de 1963
—Y ahora, pasemos a leer las disposiciones testamentarias de mi querido y tristemente desaparecido Henry Campbell —dijo el notario que había designado el difunto.
Por expreso deseo de Henry debían acudir todos sus familiares directos, su esposa, su abogado y por supuesto Victoria, su hija adoptiva a efectos legales, pero tan querida o más que si fuera propia.
Ni que decir tiene que entre los familiares estaban Albert y Peter, ambos con cara de satisfacción, pues por fin iban a poder meter mano a la herencia de su tío. Por supuesto, la principal instigadora, la hermana de Henry, los acompañaba.
Claudia se mantuvo aparentemente impasible ante las miradas codiciosas de Guillermina y sus hijos. No merecía la pena enfrentarse a ello.
—Relájate —murmuró Justin a su lado—. Ya falta menos para librarnos de ellos de una vez por todas.
—¿Tú crees? —inquirió ella con escepticismo también en voz baja.
—Mamá, tú ni caso. Se van a ir con una mano delante y otra detrás. Henry no era tonto.
—Bien, comencemos —prosiguió el notario.
Todos los presentes prestaron atención inmediata.
Cuando enumeró los bienes que iban a pasar a manos de su «esposa», los dos hermanos se pusieron en pie.
—¡¿Esposa?! —gritaron a coro.
—¡Mi hermano era viudo! —exclamó Guillermina estupefacta.
—Perdón —interrumpió el notario—. Me refiero a la señora Claudia Campbell, aquí presente.
—¡¿Cómo?!
—¡¿Tú?!
La hermana de Henry se puso inmediatamente en pie y se dirigió frenética hasta donde se hallaba Claudia sentada para, como era de esperar, insultarla.
—Le engañaste —la acusó—. Te aprovechaste de un hombre mayor.
—Eres una zorra —la increpó Albert—. Lo convenciste para que se volviera contra su familia. —Se señaló a sí mismo, golpes en el pecho al más puro estilo hipócrita.
Claudia respiró profundamente. ¡Menuda pandilla de hienas egoístas…!
—Señores, por favor —dijo Justin levantando la voz.
—Tú no eres nadie, eres un simple picapleitos. No eres de la familia —le reprochó Guillermina.
—Aún no hemos acabado —interrumpió el notario, visiblemente molesto por toda aquella tragicomedia familiar.
—Cállese —le respondió Peter a gritos.
El notario obedeció, a pesar de que por respeto a Henry le hubiera gustado poner a esos dos en su sitio, pero dada su posición debía mantenerse callado.
—Llegaste aquí sin nada, como una pordiosera, y te has encargado de, a saber cómo, convencer a mi pobre hermano para que te dejara vivir en su casa y adoptara a la… perdida de tu hija.
—¡Oiga, señora! —intervino Victoria—. No voy a permitir que me insulte, ni a mí ni a mi madre.
—Cálmate, cariño —pidió Claudia a su lado—. No merece la pena.
—Claro, cómo se nota que ya has conseguido lo que buscabas. ¡Ramera! Te aprovechaste de su bondad y de su buen corazón. Hasta el último segundo, cuando le engañaste para casarte con él y quedarte con lo que no te pertenece —la acusó Albert.
—No es más que una descarada y una aprovechada. ¡Mírala! No dice nada, como ya ha logrado su objetivo… —apuntó Peter.
—¡Ya basta! —exclamó Justin exasperado. No veía el momento de echar a esas hienas carroñeras de la casa.
—Te repito que aquí no tienes ni voz ni voto, Parker —le espetó Peter.
—Por favor señores, un poco de calma. Debemos continuar.
—¿Para qué? Esta zorra ya se ha encargado de quedarse con todo.
Claudia quería gritarles de todo, decirles a la cara lo insultante que estaba siendo todo aquello, no por ella, pues lo superaría y estaba más que preparada para aguantar aquella diatriba. Lo que no podía soportar era oírles insultar la memoria de Henry. Quien los escuchara pensaría que era un viejo inútil, que chocheaba y que era influenciable, cosa totalmente errónea, pues en su vida había conocido a una persona tan inteligente y tan manipuladora.
Engañaba a la gente con sus buenas palabras, su sonrisa y su diplomacia. Engatusaba a todo el mundo con sus educadas formas, ella bien lo sabía.
Después de tantos años junto a él y conociéndolo, todavía caía bajo su hechizo, pues era listo como nadie.
Y ahora, por dejarse engatusar para ser su esposa, estaba sufriendo la ira de quienes se creían con derecho a todo.
—¡Señores, ya está bien! —gritó el notario—. Y siéntense, por favor. Tengo que acabar con los procedimientos legales. —Golpeó la mesa con furia para que nadie dijera nada.
—Está claro que usted también está bajo la influencia de esa mujer —le espetó una Guillermina cada vez más furiosa, dejando caer una infamia más.
—No voy a tolerar ni un solo insulto más. —El notario empezó a recoger sus papeles—. Está claro que no son más que un atajo de avaros y de personas de la peor calaña.
Tanto Albert como Peter dejaron de insultar a Claudia para prestar atención al notario.
—¡Acabe con su trabajo! —le increpó Peter señalándolo de malos modos—. Lea de una vez esos malditos documentos.
—Cuanto antes terminemos de escuchar la sarta de agravios, antes podremos ponernos en contacto con nuestros abogados para reclamar lo que nos pertenece por derecho —apuntó Albert sentándose, sin dejar de asesinar con la mirada a la mujer que consideraba la responsable de todos sus males.
—Bien dicho, hijo. Ha quedado claro que con esta descarada no se puede ir de buena persona, ella sólo entiende por las malas —aseveró la madre de las dos hienas sentándose junto a sus retoños.
Claudia cerró los ojos un instante, pidiendo en silencio valor para soportar toda esa tensión, acordándose de Henry y de sus tejemanejes para que ella pudiera acceder a toda la herencia sin problemas legales.
«Oh, Henry, por favor, dame fuerzas para no empezar a gritar a esta jauría de lobos hambrientos».
Observó a los dos hermanos: el mayor, Albert, a punto de cumplir los cincuenta, aún conservaba el pelo, no como el menor, que hacía ya tiempo que disimulaba su calvicie con estrafalarios peluquines, de los que la mayoría de la gente se reía disimuladamente. Cierto es que, a pesar de su alopecia, se mantenía en forma y por lo menos tenía buen gusto en el vestir, lástima que su estilo de vida, basado en no dar un palo al agua y vivir como un marajá, exigiera grandes cantidades de dinero, que hasta ahora obtenía del tío rico, ya que Henry prefería pagarle una asignación mensual con tal de no verle aparecer por la fábrica.
Peter no era ni la mitad de peligroso que su hermano mayor, pues básicamente sólo buscaba seguir con su estilo de vida, cosa que a buen seguro se acabaría con la muerte del tío rico. Pero con Albert la cosa era bien diferente, pues éste pretendía acceder a la dirección de las empresas Campbell para dirigirlas y así, aparte de conseguir dinero, también obtener el prestigio que conllevaba el cargo.
En vida de Henry nunca se conformó con su más que generosa asignación. Visitaba a su tío, normalmente una vez al mes, con la intención de, apelando a su parentesco, ayudarlo en la pesada carga de dirigir los negocios.
Y el tío, listo y hábil, siempre le encomendaba misiones insustanciales, a poder ser a unos miles de kilómetros, para tenerlo entretenido.
Pero no era tan tonto como para no darse cuenta, pues Albert intuía la maniobra, pero se mantenía prudentemente callado.
Sin duda ambos hermanos ya se habían repartido la herencia en vida de Henry, espoleados y animados por una madre deseosa de ver colocados a sus dos retoños, ya que el padre de ambos les dejó en entredicho a los ojos de la buena sociedad y con los recursos justos, por lo que dependían de la generosidad de Henry.
El notario se aclaró la voz para que los presentes lo escucharan y así poder concluir la tarea que le había llevado allí.
—Como iba diciendo, el grueso de las propiedades, valores, activos y demás serán para la esposa, Claudia Campbell, la cual, además, ocupará el cargo de directora general dentro de la compañía. También quedan reflejadas las cantidades que recibirán, a modo de único pago, los señores Albert y Peter Jones, dando así por finalizado el estipendio mensual que hasta la fecha venían percibiendo. Para la señora Guillermina Jones también se refleja una cantidad y en idénticas condiciones. No les aburriré detallando las cuantías de menor grado que el difunto Henry asignó a algunos empleados de máxima confianza. A ellos se les comunicará individualmente.
Cuando los asistentes a la lectura creyeron que ya no quedaba nada pendiente, el notario prosiguió:
—Todas las propiedades y empresas serán para la señora Claudia Campbell, a excepción de una.
Los allí congregados se miraron expectantes.
¿Qué último capricho se le había ocurrido a Henry?
Claudia, que conocía al dedillo todos los bienes, no se sorprendió; entendía que Henry se hubiese acordado de quienes estuvieron a su lado en vida y compartía la decisión, pero…
—Bien, Henry dejó escrito, y por lo tanto debe cumplirse su deseo, que la empresa denominada Bodegas Santillana sea para la señorita Victoria Campbell; si en el momento de la lectura es todavía menor de edad, la administración de la mencionada empresa recaerá en su madre, la que fue su esposa.
Claudia cerró los ojos con fuerza; no había oído bien, aquello era producto de los nervios, de la tensión soportada.
—¿Me ha dejado una empresa? —inquirió Victoria sorprendida. A su edad no podía calibrar la importancia de tal decisión. No esperaba ningún bien material de él, para ella era un padre, el único que había conocido. Quien le leía cuentos, quien la ayudaba con las lecciones más difíciles… Sólo habían hablado de su futuro cuando comentaban qué carrera universitaria escogería y, como mucho, esperaba una asignación para pagar la universidad. No una empresa.
—¿Cómo es eso posible? —protestó Albert.
Pero Claudia no prestó atención a las preguntas ni a las explicaciones del notario. Tampoco a las palabras de sorpresa de su hija, que hablaba con Justin intentando saber, si ello era posible, qué intención tenía Henry al dejarle tal propiedad.
Sólo podía pensar en el mensaje que Henry le había mandado.
Al final lo había averiguado. Y, seguramente, hacía bastante tiempo que conocía toda la historia.
—¡Oh, Henry! —sollozó en silencio.