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Londres, primavera de 1963

La primavera es una estación imprevisible, días lluviosos y tristes o muy soleados que te arrancan una sonrisa y en los que te apetece dar un paseo para disfrutar de los rayos de sol.

Claudia hubiera escogido uno de los primeros para despedir a Henry.

Puede que a su mentor le importase un pimiento el clima que iba a acompañarlo en su último adiós; sin embargo, no era justo decir hasta siempre a un hombre así, disfrutando de una agradable temperatura. Puede que fuera una tontería como otra cualquiera; no obstante, Claudia no deseaba encontrar nada agradable.

Miró hacia arriba y dejó que los rayos de sol le calentaran el rostro, ya que interiormente su cuerpo sentía frío.

De pie, en primera fila, como corresponde a la viuda, con Victoria a un lado y Justin al otro, aguantaba como podía las ganas de llorar.

Había optado por un traje gris oscuro, ya que conocía los gustos de Henry y éste consideraba que el negro sólo debía usarse en trajes de noche, jamás en otros actos.

Así pues, ella, Justin y Victoria eran las únicas personas que no iban de luto riguroso, no como el resto de los allí congregados. Eso daba fe de lo poco o nada que conocían al difunto.

—Aguanta —susurró el abogado a su lado.

Él se contuvo para no agarrarle la mano, ya que ese inocente gesto podía ser malinterpretado por la codiciosa familia de Henry, la cual sólo se preocupaba de representar correctamente el papel, para que ninguno de los asistentes pudiera decir nada en absoluto.

Había adivinado la principal inquietud de ella al observar, como todos los allí presentes, el lamentable espectáculo que estaban dando la hermana y los sobrinos del difunto, al más puro estilo plañidera, pañuelo en mano y llanto vehemente.

Pero eso es lo que se quiere ver en un entierro.

—No tienen ni pizca de vergüenza —protestó Victoria frunciendo el cejo; evidentemente no disimulaba su disgusto, no era amiga de callarse.

Claudia se limitó a escuchar a las personas que querían dar el último adiós a Henry y a saludarlos educada pero distante; conocía a la mayoría de ellas y sabía que estaban allí por el simple hecho de cumplir con una obligación social.

En el último mes, cuando la enfermedad le dejó postrado en la cama, muy pocos se dignaron a visitarlo. Las excusas fueron variadas y creativas, pero ella sabía que el temor a contagiarse era la fundamental.

Hecho del todo improbable, ya que el doctor Wallance le había explicado que su dolencia se debía a una neumonía mal curada que sufrió en su juventud, agravada por su afición a los habanos, afición que no abandonó hasta una semana antes de morir.

El reverendo dijo las últimas palabras antes de que los operarios procedieran a realizar su trabajo. Claudia suspiró; por fin Henry iba a descansar junto a su primera y verdadera esposa. Aquella a la que tanto echaba de menos y a la que nunca olvidó.

A ella iba a pasarle lo mismo, ella bien lo sabía, porque él había sido su mentor y su padre y a partir de entonces, pese a contar con el respaldo de Justin, iba a sentirse huérfana como nunca antes.

No era ningún secreto la confianza de la que gozaba Claudia desde hacía años por parte de Henry y por eso muchos temían que ahora ella concentrase más poder y de ahí su falso pésame. Nadie quería ser señalado y un poco de hipocresía nunca viene mal. Pero Claudia debía ser fuerte e intentar no pensar en todos esos dañinos y malintencionados comentarios.

Como era de esperar, los últimos en abandonar el cementerio fueron los familiares directos de Henry, ávidos de tomar posesión de lo que consideraban suyo, aunque de cara a la galería sabían mantener las apariencias.

—Claudia, el coche está listo —apuntó Justin tirando de ella para que se alejara de esas hienas.

—Nos veremos en una semana —dijo la hermana de Henry en un tono casi amenazador. Quedaba patente su impaciencia por llevarse el botín.

—Buenos días —atajó el abogado sin querer entrar al trapo de sus provocaciones.

No era el momento ni el lugar.

Ya en el vehículo, Claudia cogió el pañuelo que Justin le ofrecía y se limpió las lágrimas que brotaban de sus ojos. Ahora que todo había acabado podía llorar sin ser observada. Daba la impresión de una actitud fría y calculadora, pero siempre resultaba más práctico inspirar frialdad que compasión. Al menos de ese modo evitaba puñaladas por la espalda de gente que, con la excusa de reconfortarla, se acercaba con el único propósito de traicionarla.

El recorrido de vuelta a casa fue breve y silencioso. Agradecía en todo momento el apoyo incondicional de Justin. Desearía poder verlo como algo más que un amigo y un puerto seguro. El abogado se lo merecía, pero, por más que admitía para sí lo beneficioso de casarse con él, no terminaba por decidirse. Siempre volvía a lo mismo: aquello sería un matrimonio agradable, sin altibajos, un matrimonio donde primaría la amistad y el cariño, pero exento de amor y pasión.

Claudia quería pensar que en el fondo él también lo sabía, pero que, por alguna razón, como la de complacer a Henry, no lo admitía abiertamente.

En más de una ocasión había estado tentada de pasar a mayores, de comprobar si, al estar con él, sentiría lo que necesitaba para olvidar de una vez por todas al hombre al que no abandonaban sus pensamientos, pese al dolor que le provocaba recordarlo.

—Hemos llegado —anunció él, bajándose primero del coche para esperarla.

Entraron en la casa. Allí les aguardaba Higinia, la mujer que ejercía como ama de llaves y como mejor amiga de Claudia desde que se conocieron en la estación de trenes.

Higinia dejaba atrás un pueblo sin futuro, sin trabajo y lleno de penalidades. Claudia dejaba atrás sus mejores y a la vez peores recuerdos.

Nada más entrar, las mujeres se abrazaron.

—¿Quieres que te prepare algo de comer? —inquirió Higinia en tono maternal y preocupado—. Tienes mala cara, querida. Deberías descansar.

—Lo sé, lo sé.

—Él no querría verte así —apuntó sabiendo que la confianza entre ambas le permitía tal licencia—, te hubiera obligado a comer y a dormir.

—Está bien. —Sonrió con tristeza—. Prepárame algo ligero, estaré en el estudio.

—Ahí no creo que descanses mucho —refunfuñó Higinia mientras se alejaba a cumplir con el encargo.

Justin la siguió hasta el despacho y allí la observó en silencio deshacerse del sombrero y los guantes.

Siempre perfecta. Elegía su vestuario atendiendo a dos criterios básicos: elegancia y comodidad. Se cuidaba bien y él, a pesar de no haberla visto nunca completamente desnuda, sí había podido hacerlo con menos ropa y por ello sabía muy bien qué curvas escondía. Su melena oscura siempre recogida en un moño bajo y sus zapatos de medio tacón, a juego con el traje.

La conocía desde hacía diez años y en todo este tiempo apenas la había visto variar su estilo; no era una de esas mujeres dispuestas a dejarse influir por nadie en general, así que muchos menos por los dictados de la moda.

Continuó observándola, en silencio; vio cómo rodeaba el gran sillón donde Henry se sentaba durante horas a trabajar, a leer la prensa o a organizar la vida de quien le apetecía.

Ella pasó de largo —entendía que no estaba preparada para ocuparlo—, hasta detenerse en una de las cómodas butacas de piel situadas enfrente.

—A veces me gustaría comprobar por mí misma si, bebiendo hasta perder el sentido, conseguiría sentirme mejor —reflexionó mostrando su cansancio.

—Puedo garantizarte que no funciona. —Se sentó junto a ella y le cogió la mano—. Sabes que estoy aquí para lo que necesites. —Al ver su cara se apresuró a decir—: Por más que fuera el deseo de Henry, no voy a obligarte ni nada por el estilo.

—Tranquilo, te conozco y no me importaría dejarme llevar. —Suspiró—. Pero sé que te haría desgraciado. —Le dio un apretón en la mano.

—¿Por qué iba a ser desgraciado? —inquirió con voz serena.

—Porque ambos sabemos que, aun llevándonos bien, terminaríamos por cansarnos y eso desembocaría en aburrimiento y de ahí a empezar a evitarnos y hasta a odiarnos sólo quedaría un paso. No, te aprecio demasiado para hacerte eso.

—Claudia, ¿algún día serás completamente sincera conmigo? —preguntó él, aceptando a medias la explicación.

—Siempre soy sincera contigo —aseveró ella poniéndose a la defensiva.

Lo malo es que no estaba siendo sincera consigo misma, pues estaba siendo muy diplomática.

En ese instante llamaron a la puerta e Higinia entró con una bandeja de comida que depositó en una mesita auxiliar y, tras lanzarles una mirada significativa, se marchó refunfuñando por lo bajo.

—Algún día me aceptará —dijo Justin resignado.

—No te preocupes, te aprecia; eso sí, a su manera.

Claudia se acercó a la comida e intentó picar algo, pero desistió en seguida. Su estómago no estaba para recibir alimentos.

Se mordió el labio… ¿Y sí… probaba?

Henry tenía un sexto sentido a la hora de catalogar a las personas y siempre le dio la monserga para que se casara con el abogado, así que… ¿Por qué no intentarlo?

Mucha gente, en momentos de dificultad, se apoyaba en otra persona, buscaba consuelo en los brazos de un amante.

Pensó que no podía estar mal, tener la autorización siempre ayudaba, pero en este caso no sólo se trataba de una «autorización», sino más bien de un deseo expresado vehementemente.

Caminó hasta situarse frente a Justin, que había permanecido sentado y en silencio dejándola a solas con sus pensamientos, inspiró profundamente y alargó las manos para acunarle el rostro y llamar así su atención.

—¿Qué ocurre? —inquirió sorprendido.

Levantó la vista y la miró de forma interrogante. Su comportamiento no era el habitual, pero claro, ese día todo resultaba extraño.

—Justin… —susurró ella inclinándose hacia él hasta encontrar sus labios y besarlo, dejándole totalmente aturdido por su iniciativa.

Comenzó indecisa, tímida, y no sólo porque dudase de si era buena idea, sino porque ella no tenía lo que se dice mucha experiencia.

Notó una mano en su cintura, señal inequívoca de que él, aparte de estupefacto, sí se mostraba interesado. La atrajo hacia él situándola entre sus piernas.

Justin fue el primero en gemir, sin duda más que interesado.

Claudia cambió de postura hasta sentarse en su regazo. Sentirse abrazada, rodeada por unos brazos, resultaba muy reconfortante; si además le añadías la sensación, agradable, de unos labios jugando sobre la sensible piel de su cuello, sólo se podía ir a mejor.

—Sabes tan bien… —murmuró él roncamente junto a su oído.

Claudia no pudo poner en duda tal afirmación, pues por el tono estaba claro que no mentía. Las manos masculinas, que hasta ese instante se habían limitado a sujetarla, empezaron a moverse por su espalda, por su pecho.

Ahora fue ella quien gimió, excitada y algo confusa por su reacción. No por la excitación, lógica debido a sus caricias, sino por ella misma: siempre pensó que no volvería a sentirse así, tenía serias dudas de que su cuerpo volviera a la vida.

Claudia se recostó hacia atrás: ya no sólo era un experimento, aquello empezaba a ser más real, más tangible, y debía dejar de analizar la situación, era el momento para abandonarse y dejar que las emociones tomaran el control.

Él buscó con las manos la abertura trasera de su vestido con el evidente propósito de llegar a su piel y acariciarla. La fase de besuqueo estaba muy avanzada y ya resultaba insuficiente.

Intuía que ella no iba a tomar la iniciativa, en todo caso más allá de lo que lo había hecho, por lo cual ya debería darse por satisfecho.

Llevaba demasiado tiempo deseándola, resignándose a no poder ni tocarla, dolido porque ella, si bien no lo rechazaba de plano, sí lo hacía de facto. Con sus palabras esquivas, con sus educadas negativas.

Él no sólo la deseaba como un hombre desea a una mujer, la quería. En todas las acepciones del término, quería protegerla, apoyarla, satisfacerla, ser su amigo… y por supuesto su amante.

Ella le rodeó el cuello con un brazo y comenzó a juguetear enredando los dedos en su pelo y él notó cómo se tensaba, pues las caricias, que podían ser suaves o no, pero siempre excitantes, no lograban su propósito, ya que ella le clavaba las uñas, como si quisiera apartarlo en vez de acercarlo o rogarle que continuara.

Justin tenía la suficiente experiencia como para diferenciarlo. Estaba excitado, su miembro duro y preparado para continuar estaba oprimido por la tela de sus pantalones y el cuerpo de ella.

Pero cayó en la cuenta de que no podía ser.

—Claudia… —jadeó apartándola.

—¿Qué…?

Ella parpadeó y aflojó la presión de sus dedos; se percató de que se estaba aferrando con excesiva fuerza.

—No es el momento —explicó él inspirando para lograr serenarse.

—Justin… Yo creo que…

Él la detuvo colocando un dedo sobre sus labios y esbozando una triste sonrisa.

—Sabes lo mucho que te deseo. —Se movió inquieto bajo ella intentando no acabar con un dolor en la entrepierna.

—No te entiendo, estás… —titubeó ella, pues sentía bajo el trasero su erección. Con ese síntoma un hombre no estaba dispuesto a parar, ¿verdad?

—¿Empalmado? —sugirió él haciendo una mueca. Con Claudia no iba a buscar innecesarios eufemismos.

—Sí.

Justin la ayudó a colocarse en pie y así poder también incorporarse él. Paseó hasta el carrito de las bebidas, sirvió dos vasos y, tras acercarle uno a ella, dijo:

—Te deseo como no recuerdo haber deseado a nadie en mi vida. —Hizo una pausa para dar un trago, que le supo amargo—. Sabes que siempre ha sido así y nada me gustaría más en esta vida que acabar contigo en la cama, desnudos, jadeantes, agotados…

Ella no entendía el objeto de sus palabras, ¿la deseaba pero la rechazaba?

—Sé que hoy es un día extraño pero… si te sientes incómodo… —Se detuvo y cerró los ojos. No hacía falta pronunciar en voz alta el nombre de Henry para que él cayese en la cuenta—. Se alegraría por los dos.

—Ése es el problema, Claudia.

—No te entiendo.

Pero sí lo entendía.

—No lo deseas, no eres una mujer dispuesta a dejarse llevar por su amante o a buscar consuelo en sus brazos —apuntó él con un deje de amargura.

—Sabes que te aprecio, Justin. —Caminó hasta él y le acunó el rostro—. Eres mi mejor apoyo en estos momentos.

Eso era precisamente lo que él no quería escuchar.

—¡Yo no quiero tu gratitud! —exclamó molesto.

Se pasó la mano por su pelo rubio oscuro, despeinándose.

Ella lo observó. Justin era atractivo, sabía que tenía éxito con las mujeres, aunque él siempre se mostraba esquivo a la hora de contar sus andanzas, pero no era suficiente.

—Perdóname —le pidió ella sincera.

—No tengo nada que perdonarte, Claudia. Yo te quiero, lo sabes. Como también sabes que siempre estaré a tu lado, pero no deseo acabar en la cama contigo y que después, cuando la euforia que sigue al sexo se vaya, me mires como a un extraño, como a un error.

—Eso no va a pasar —aseveró ella intentando autoconvencerse.

—Claudia… —La besó en la frente y después la abrazó—. No sabes el esfuerzo que me está costando rechazarte, pero es lo mejor. Créeme.