Ronda de Duero, invierno de 1963
Ayudado por Benito, el guardés de la finca, el señorito Jorge entró en la casa sin preocuparse de si, debido a su estado de embriaguez, tropezaba con cualquiera de las figuras decorativas que su madre se empeñaba en colocar en los espacios menos apropiados.
Todo tipo de estatuas, a cada cual más extravagante, para que cualquiera que viniera de visita fuera consciente de la opulencia de la familia.
Benito, que lo había visto desde que llevaba pañales, negó con la cabeza; a su edad podía decir que nada lo sorprendía, pero ver cómo el señorito iba deteriorándose a base de alcohol, noches sin dormir acompañado de putas y juerga continua, rodeado por una corte de parásitos vividores, le hacían pensar que ésa no era la mejor vida que podía llevar. Pero claro, él no era más que un simple empleado.
Oír, ver y callar.
Creía que con la edad la cosa mejoraría, pero no fue así. Cada día que pasaba era más agresivo consigo mismo, como por ejemplo esta noche. Había tenido que ir a sacarlo de un tugurio medio ilegal, a unos cincuenta kilómetros del pueblo, donde gente poco recomendable se afanaba en desplumarle y Jorge, ajeno a esa panda de aprovechados, seguía abriendo la cartera sin fijarse en lo que gastaba.
—Joder… —masculló Jorge al tropezar con el último escalón.
—Ya llegamos, señorito. Y baje la voz, despertaremos a la familia.
—Querrás decir que prefieres que mi madre no se despierte y nos acribille a preguntas —soltó pronunciando de forma lamentable debido a su estado.
Benito, perro viejo, prefirió no confirmar esas palabras, que eran ciertas, y abrió la puerta del dormitorio de Jorge.
—Creo que desde aquí puedo apañármelas solo.
—Está bien. Buenas noches, señorito —respondió no muy convencido. Se alejó tranquilamente dispuesto a volver a su cama.
Jorge buscó a tientas, palpando la pared junto a la puerta hasta encontrar el interruptor de la luz; cuando giró el mando hasta le molestó la claridad, así que inmediatamente la apagó. Era su dormitorio, conocía la distribución.
Por muy ebrio que estuviera, conseguiría alcanzar la cama y tirarse en ella para dormir la mona.
Se descalzó de un puntapié y se dejó caer en la cama, sin preocuparse de la ropa. No iba a ser la primera vez que durmiera vestido.
Pero su cabeza dio con algo duro, algo con lo que no contaba.
—Pero ¡qué cojones…! —exclamó molesto incorporándose y frotándose la cabeza.
¿Dónde había caído?
¿Alguien había movido la cama de sitio?
—Lo… Lo siento. —Oyó que se disculpaba una voz conocida por lo bajo.
Masculló, y nada de mantener la voz baja, una buena sarta de improperios antes de vociferar:
—¿Qué coño haces tú en mi dormitorio? —preguntó enfadado.
No tenía humor para hablar con nadie y menos aún con Rebeca.
Levantándose con dificultad, buscó el interruptor de la lamparita de noche. Iba a echarla sin contemplaciones. Su esposa no tenía consideración alguna.
—Hace años que dormimos separados, no sé por qué cojones has elegido este preciso momento para venir a mi alcoba —refunfuñó—. Así que, si eres tan amable… —esto lo dijo impregnando sus palabras de sarcasmo—. Lárgate con viento fresco.
Caminó hasta el baño anexo a la habitación y entró.
Tenía que atender la llamada de la naturaleza y cambiar el agua al canario. Tras hacerlo, se lavó las manos y se miró en el espejo.
Vaya mierda de cara que tenía.
No le quedaba mucho para los cuarenta, pero iba a llegar, si lo hacía, hecho un asco.
Levantó un brazo y olisqueó su propia ropa.
—Joder, huele que apesta —farfulló molesto—. Es lo que tiene ir a clubes de mala muerte: las putas son feas, el alcohol de garrafón y la limpieza brilla por su ausencia —comunicó a su imagen en el espejo.
Así que decidió darse una ducha rápida antes de caer redondo en la cama.
Cuando salió, con una toalla enroscada en las caderas, su pesadilla de esa noche, también llamada sacrosanta esposa, continuaba allí, en su cama, sentada con aspecto sereno y pulcro, esperándolo.
No había tenido muchas ocasiones de ver su ropa de cama, pero no se sorprendió al contemplar su recatada y sosa bata abrochada hasta arriba.
—Puede que con la borrachera que llevo encima no me acuerde de lo que hago, pero sí recuerdo haberte pedido educadamente que te fueras a tomar por el saco. No estoy de humor para reproches ni escenitas. Y, por si acaso dudas, te lo confirmaré: sí, he bebido, follado y jugado a las cartas. Buenas noches.
—Jorge, por favor —murmuró ella intentando pasar por alto sus ofensivas palabras—. No hace falta que seas tan explícito.
—Hay que reconocerlo, querida, tienes una capacidad de aguante y sufrimiento digno de una mártir. No sé por qué tu tío, el obispo, no te propone para canonizarte. —Jorge esperaba, sin éxito por el momento, que a fuerza de escándalos e infidelidades su amante esposa pidiera la nulidad matrimonial eclesiástica. No le importaba quedar como el malo de la película con tal de ser libre. Pero no había manera. Rebeca iba por la calle con la cabeza bien alta, aun sabiendo que todos conocían sus andanzas—. Lárgate —advirtió por última vez.
—Sé… Sé que no he sido la esposa que esperabas.
—¿Eh? —Hizo un gesto de extrañeza a la par que su estómago se revolvía a causa de todo el alcohol de baja calidad que había ingerido.
—Y estoy dispuesta a cambiar. —No dejaba de retorcerse las manos, nerviosa sin duda—. Eres un hombre y bueno… tienes necesidades y yo… pues… —Tragó saliva para continuar—. Dejaré que me hagas lo que quieras.
Jorge la miró, con las manos en las caderas, aún mojado tras la reciente y tonificante ducha, sin saber qué cara poner ante el ofrecimiento de ella.
—¿Qué? Esta tarde, en tu reunión de beatas, ¿has bebido más quina de lo habitual? —se mofó despiadadamente. Joder, ¿es que un hombre no podía dormir la mona tranquilo en su propia casa?
—Lo he estado pensando… —Se detuvo; su marido no iba a ponérselo fácil, eso ya lo sabía, pero no podía seguir mirando hacia otro lado y no darse por enterada de las andanzas de él. Además, su suegra le había repetido esa misma tarde que debía tomar cartas en el asunto y, si ello significaba aceptar «ciertas» peticiones, pues no podía negarse. La conversación, durante la merienda, no podía haber sido más humillante. Amalia había insistido en que no era normal que tras tantos años casada no tuviera hijos y claro, puede que los hijos los mandase Dios, pero si no se los pedías…
—Hazme un favor, no me toques los cojones. No está el horno para bollos. —Apartó de mala manera el cobertor de la cama para deslizarse entre las sábanas, obligándola a moverse hacia un lado—. Te recomiendo que te tapes los ojos, estoy desnudo y voy a dejar caer la toalla de un momento a otro. Luego no quiero que tengas que confesarte con carácter de urgencia por haberme visto la polla.
—No voy a ir a confesarme —respondió ella mordiéndose el labio—, yo… yo también voy a desnudarme.
Ello debía ser de lo más rutinario entre esposos, pero no era el caso.
—¿Bromeas? ¿Vas a dejar que te vea desnuda? —inquirió con lógica desconfianza.
Y no era para menos, ella, desde su noche de bodas, había insistido en que los esposos podían acceder al cuerpo de su mujer para santificar el matrimonio, pero siempre de forma respetuosa, y eso significaba, entre otras muchas tonterías, hacerlo a oscuras.
—Sí —le confirmó en voz baja, aunque casi se atragantó al decirlo. Suponía un gran esfuerzo permitírselo.
—¿A qué viene ese cambio tan repentino? —preguntó no sin cierta desconfianza. Llevaban demasiados años comportándose como extraños.
—Sé que tienes derecho a… —titubeó ella, armándose de valor para poder decirlo y lograr así su objetivo.
—Déjalo, por favor —la interrumpió levantando una mano cuando ella hizo amago de desabrocharse los botones de su bata de franela—. No vaya a ser que luego tengas pesadillas —se guaseó sin piedad.
—Yo estoy dispuesta —balbuceó Rebeca, casi implorando y tragándose la vergüenza como buenamente podía—. Quiero ser tu esposa, en todos los sentidos.
Él se pasó una mano por el pelo mojado intentando no enfurecerse demasiado por las tonterías que tenía que escuchar. Entrecerró los ojos.
¿Qué pretendía exactamente con su ofrecimiento?
¿Por qué, tras años separados, se insinuaba, pésimamente por cierto?
—Vamos a ver, que yo me entere. Has venido a mi cuarto porque quieres desnudarte para mí y dejar que te haga lo que me venga en gana. Tú no dirás una palabra, incluyendo a tu confesor, y soportarás mis exigencias maritales. ¿Es eso?
—Sí —respondió sin mirarlo.
—Vete a tomar por el culo —espetó perdiendo la paciencia. Qué se creía ésa, ¿que era un animal o algo peor?—. Y lárgate antes de que te eche a patadas.
Jorge tenía suficiente odio y rencor acumulado en su interior como para tratarla así.
Claro que ella, desde el día en que firmó su condena a perpetuidad, había dejado muy claro cómo iba a ser su matrimonio en lo que a relaciones conyugales se refería.
Y eso, sumado a que no la quería y que se había casado con ella para que la familia de Rebeca invirtiese en la maltrecha empresa vinícola de los Santillana, no era precisamente lo que se dice excitante y estimulante para llevársela a la cama.
—Jorge… —imploró ella—. Por favor…
—Veo que estás dispuesta a todo. Muy bien. —Abrió la toalla y le mostró su miembro, por cierto bastante alejado de cualquier síntoma de excitación—. Chúpamela.
—¿Perdón? —Casi se atraganta. Eso no era lo que entendía por dejarse hacer.
—Acabas de ofrecerte voluntaria —recordó él innecesariamente—, como receptora de mis deseos carnales. Es un comienzo, vamos. —Caminó hasta detenerse frente a ella. Podía parecer que para ponérselo más fácil, pero la conocía, ese gesto sólo empeoraba las cosas.
—Yo… —Volvió la cabeza abochornada.
Él se empezó a reír y de nuevo se colocó la toalla, no por pudor, sino para no tener que vestirse y tener que llevarla al dispensario de urgencia, víctima de una subida de tensión o algo parecido.
—Yo… —la imitó él burlándose—. Una esposa dispuesta no sólo aceptaría la petición, sino que además ella misma se ofrecería. Y, además, también disfrutaría con ello.
Rebeca empezó a respirar con dificultad.
—Podemos ir poco a poco —indicó ella intentando salvar la situación.
—No me jodas. ¿Poco a poco? ¿Me enseñarás hoy una teta y con eso deberé sentirme satisfecho? Y mañana… ¿La otra? —Jorge continuó con tono irónico—. Y así, siguiendo tu teoría, al cabo de un año conseguiré que te abras de piernas. No, gracias, no me interesa. Ya sé lo que tienes entre las piernas y no quiero sentirme un puto violador.
—Intentaré complacerte.
—¿Ah, sí? —Decidió que o la escandalizaba lo suficiente como para que desistiera o la tendría todas las noches dándole la lata—. Entonces, ¿aceptarás que te ponga a cuatro patas, azote tu culo y te folle? ¿Qué dirás cuando te pida, amablemente, que te arrodilles delante de mí para metértela en la boca? ¿Y qué pasará el día que me apetezca penetrar en tu bonito culo? ¿Me lo permitirás como obediente esposa?
Ella se llevó una mano al pecho, completamente abochornada ante las increíbles y pervertidas sugerencias de Jorge.
—¿No podemos hacerlo como un matrimonio normal? —sugirió ella a punto de hiperventilar.
—En un matrimonio normal, como tú dices, no hay vergüenzas —explicó y a medida que lo pensaba adoptó un tono reflexivo—. Una mujer y un hombre pueden decidir cómo darse placer mutuamente sin hacer caso de opiniones ajenas. Pueden experimentar y no por ello salir corriendo a confesarse. —Sus palabras, teñidas de amargura, describían lo que él añoraba y que dudaba poder conseguir algún día—. Una esposa no «se deja hacer», sino que participa, propone y hasta sorprende a su marido.
Él se alejó de la cama y fue de nuevo hasta el cuarto de baño, donde agarró de malas maneras su cepillo de dientes. Eso de las juergas tenía demasiados efectos secundarios, incluyendo tener un aliento con sabor a cenicero.
Apoyado en el marco de la puerta observó a Rebeca; esta vez debía tener una motivación, oculta por supuesto, muy fuerte.
Entrecerró los ojos sin dejar de cepillarse los dientes enérgicamente… si las cuentas no le fallaban, su madre tenía algo que ver.
—Te propongo un trato.
—¿Cómo dices? —preguntó parpadeando; se esperaba otra sarta de vulgaridades.
—Como estoy seguro de que mi madre tiene algo que ver en esto… —Se metió un momento dentro del aseo para escupir y continuó—: Hacemos una cosa. Duermes aquí y mañana, a primera hora, bajas a desayunar y le das el parte a tu entrometida suegra. Poniendo, claro está, especial énfasis en lo buen marido que soy y en lo dócil que te has mostrado.
—Eso es mentir —apuntó ella—. Además me gustaría… tener un hijo.
Jorge arqueó una ceja. ¡Acabáramos! Ahí estaba el motivo oculto.
—Sabes perfectamente que ése es un tema del que no quiero hablar.
Ya puestos, no quería hablar de ninguno.
—No disimules —repuso ella tragándose esa amarga píldora—. Lo dices únicamente porque me culpas de que no te haya dado ninguno.
Jorge suspiró, joder, puede que Rebeca fuera una mojigata y una reprimida, pero, si no se había quedado embarazada en los primeros años de su matrimonio, cuando ocasionalmente se acostaba con ella, no tenía por qué culparla.
Además, vista su relación, quizá ahora podía alegrarse de no haber tenido hijos con ella; eso sólo le ataría con lazos más difíciles de romper con un matrimonio desastroso.
Suspiró; ella no era mala mujer y tampoco se merecía volcar en ella todo su rencor. Rebeca también sufría, a su manera.
Tenía que hacer un esfuerzo por entenderla… Respiró hondo, dispuesto a no seguir soltando vulgaridades.
—No la has olvidado —susurró ella.
Él, inmediatamente, cerró los ojos, contó hasta diez e inspiró. Ése era un tema tabú. No lo hablaba con nadie.
—Rebeca, no sigas por ahí —advirtió en voz baja.
Por ahí sí que no pasaba.
—¡Es la verdad! —levantó la voz por primera vez—. Negarlo no nos hace ningún bien. ¡Tienes que pasar página! ¡Ella no va a volver!
—¡Cállate! —gritó furioso.
Caminó hasta ella y la agarró del brazo con la intención de echarla de una vez por todas de su dormitorio.
—¡No! —se resistió Rebeca, lloriqueando sin querer aceptar su derrota; no podía rendirse y volver a su alcoba sin haber logrado su cometido.
—A tomar por el culo. —Abrió la puerta y, tras empujarla, cerró bruscamente.
Se apoyó en la pared, con la espalda desnuda, y se llevó las manos a la cabeza.
Debería estar lo suficientemente borracho como para no sentir, pero hay dolores demasiado arraigados como para adormecerlos con alcohol.