CINCUENTA

Las gemelas siguen despiertas cuando alguien llama a la puerta. Tana y Randa me enseñaron dónde estaban los baños de chicas así que anoche me pude duchar, aunque sigo llevando la ropa enorme de Kenji. Me siento un poco ridícula al ir hacia la puerta.

La abro.

Parpadeo.

—Hola, Winston.

Me mira de arriba abajo.

—Castle ha pensado que quizás te gustaría cambiarte.

—¿Tienes algo que me pueda poner?

—Sí… ¿recuerdas? Te hemos hecho algo a medida.

—¡Oh, vaya! ¡Qué bien!

Salgo en silencio y sigo a Winston por los oscuros pasillos. El mundo subterráneo está en calma, sus habitantes siguen durmiendo. Le pregunto a Winston por qué nos hemos levantado tan temprano.

—Me imaginé que querrías conocer a la gente durante el desayuno. Así podrás involucrarte en la vida rutinaria de por aquí e incluso podrás empezar tu entrenamiento. —Mira hacia atrás—. Todos tenemos que aprender a aprovechar nuestras habilidades con la mayor eficacia posible. No es bueno no tener control sobre tu cuerpo.

—Un momento… ¿Tú también tienes una habilidad?

—Hay exactamente cincuenta y seis personas así. El resto son familiares, hijos o amigos cercanos, que ayudan con el resto de cosas. Así que sí, yo soy uno de esos. Como tú.

Prácticamente estoy pisándole los talones para conseguir seguir el ritmo de sus largas piernas.

—¿Y qué puedes hacer tú?

No me responde. No estoy segura. Creo que se ha sonrojado.

—Lo siento… —me retracto—. No quería entrometerme. No debería haber preguntado…

—No pasa nada —me interrumpe—. Es sólo que es un poco estúpido. —Se ríe con dificultad—. De entre todas las cosas que… —suspira—. Al menos tú puedes hacer algo interesante.

Me paro, asombrada. Horrorizada.

—¿Te crees que esto es un concurso? ¿Cuál es el truco de magia más retorcido? ¿Quién puede provocar más dolor?

—No quería decir eso…

—No es interesante matar a alguien accidentalmente. No es interesante tener miedo de tocar a un ser vivo.

Se le tensa la mandíbula.

—No quería decirlo así. Me gustaría ser más útil. Eso es todo.

Me cruzo de brazos.

—No tienes que contármelo si no quieres.

Pone los ojos en blanco. Se pasa una mano por el pelo.

—Yo sólo… Soy flexible —dice.

Tardo un momento en procesar la confesión.

—O sea… ¿Puedes doblarte como un pretzel?

—Claro. O estirarme si es necesario.

Estoy tan boquiabierta que debería estar avergonzada.

—¿Puedo verlo?

Se muerde el labio. Se recoloca las gafas. Mira a ambos lados del pasillo vacío. Se envuelve la cintura con un brazo. Dos veces.

Tengo la boca tan abierta como un pescado.

—¡Impresionante!

—Es una tontería —se queja—. Y también es inútil.

—¿Estás loco? —Me inclino para mirarlo—. ¡Es increíble!

Pero su brazo ya ha vuelto a la normalidad y se ha vuelto a poner en marcha. Tengo que correr para alcanzarlo.

—No seas tan duro contigo mismo —digo—. No es algo de lo que debas avergonzarte. —Pero no me escucha y me pregunto cuándo empecé a dar charlas para motivar a la gente. Cuando dejé de odiarme. Cuando me pareció bien elegir mi propia vida.

Winston me lleva a la habitación donde lo conocí. Las mismas paredes blancas. La misma cama. Pero esta vez Adam y Kenji me esperan dentro. El corazón se me acelera y me pongo nerviosa.

Adam está de pie. Sin ayuda, y parece que esté perfectamente. Guapo. Ileso. No tiene ni una gota de sangre por el cuerpo. Camina hacia delante con un ligero malestar, pero me sonríe sin problemas. Tiene la piel un poco más pálida de lo normal, pero radiante en comparación con la noche en que llegamos. Su bronceado natural queda contrarrestado por un par de ojos azules como el cielo a medianoche.

—Juliette —dice.

No puedo dejar de mirarlo. De maravillarme. Me sorprende lo reconfortante que resulta saber que está bien.

—Hola. —Consigo sonreír.

—Buenos días a ti también —interviene Kenji.

Me sobresalto. Estoy más roja que un atardecer en verano, y me voy encogiendo igual de rápido.

—¡Ah! ¡Hola! —Agito mi flácida mano en su dirección.

Resopla.

—Vale. Saquémonos ya esto de encima, ¿no? —Winston se dirige hacia una de las paredes, que resulta ser un armario. Del interior sale un toque de color. Lo saca de la percha.

—¿Puedo quedarme un momento a solas con ella?

Winston se quita las gafas. Se frota los ojos.

—Tengo que seguir el protocolo. Explicarle todo lo que…

—Ya lo sé. No pasa nada, puedes hacerlo después. Sólo será un minuto, lo prometo. No he tenido la oportunidad de hablar con ella desde que llegamos.

Winston frunce el ceño. Me mira. Mira a Adam. Suspira.

—Está bien. Pero luego volveremos. Tengo que asegurarme de que todo va bien y tengo que comprobar el…

—Muy bien. Genial. Gracias. —Los empuja hacia la puerta.

—¡Un momento! —Winston abre la puerta de golpe—. Que se ponga el traje mientras esperamos, al menos.

Adam se queda mirando la tela que Winston tiene en la mano. Winston se frota la frente y murmura algo sobre gente que le hace perder el tiempo continuamente, y Adam contiene una sonrisa. Me mira. Yo me encojo de hombros.

—Vale —dice, cogiendo el traje—. Pero tienes que salir… —Y los vuelve a empujar hacia el pasillo.

—Estamos fuera —grita Kenji—. A cinco segundos de…

Adam cierra la puerta en sus narices. Se da la vuelta y sus ojos me queman. No sé cómo tranquilizar a mi corazón. Intento hablar pero no lo consigo.

Se me adelanta.

—No he tenido la oportunidad de darte las gracias —dice.

Bajo la mirada. Finjo que el calor no está intentando subir a mi rostro. Me doy un pellizco sin motivo aparente.

Da un paso adelante. Se inclina. Me toma las manos.

—Juliette.

Lo miro.

—Me has salvado la vida.

Me muerdo la parte interior de la mejilla. Parece absurdo decir «de nada» por salvarle la vida. No sé qué hacer.

—¡Estoy tan contenta de que estés bien!

Es lo único que consigo decir.

Me mira los labios y me duele todo. Si me besa en este momento no podré detenerlo. Toma una bocanada de aire. Parece recordar que lleva algo en la mano.

—¡Oh! Quizás deberías ponértelo, ¿no? —Me entrega una pieza ajustada de color púrpura. Parece minúsculo. Como un mono para un niño pequeño. Pesa como una pluma.

Observo a Adam con la mirada perdida.

Sonríe.

—Pruébatelo.

Lo miro de una forma diferente.

—¡Ah! —Se aparta tímidamente—. Bueno… Yo… Me daré la vuelta…

Espero a que me dé la espalda y suspiro. Miro a mi alrededor. No hay ningún espejo en esta habitación. Me quito la enorme ropa de Kenji. Dejo todas las prendas en el suelo. Estoy aquí de pie, completamente desnuda, y durante un instante tengo los músculos tan paralizados que no consigo moverme ni un ápice. Pero Adam no se gira. No dice ni una palabra. Examino la ropa púrpura y brillante. Supongo que se dará de sí.

Y estoy en lo cierto.

De hecho, es asombrosamente fácil de poner, como si hubiera sido diseñada especialmente para mi cuerpo. Tiene un forro integrado donde debería ir la ropa interior, un refuerzo para mi pecho, un collar justo a la altura del cuello, mangas que me llegan a las muñecas, perneras hasta los tobillos y una cremallera que lo une todo. Examino la tela extrafina. Es como si no llevara nada. Es un color púrpura sofisticado, ceñido pero no me aprieta en absoluto. Es transpirable, cómodo.

—¿Cómo te queda? —pregunta Adam. Parece nervioso.

—¿Puedes ayudarme a subir la cremallera?

Se gira. Se le abre la boca, vacila, esboza una sonrisa increíble. Sus cejas llegan al techo. Estoy tan ruborizada que no sé dónde mirar. Da un paso adelante y yo me giro, ansiosa por ocultar mi rostro y las mariposas que compiten en mi pecho. Adam me toca el pelo y me doy cuenta de que me cubre toda la espalda. Quizás sea hora de cortarlo.

Sus dedos son extremadamente cuidadosos. Aparta las ondas que caen sobre mis hombros para que no se queden atrapadas en la cremallera. Traza una línea desde la base del cuello hacia donde empieza la costura y hasta la curva de la parte baja de mi espalda. Mi columna vertebral transporta tanta electricidad que podría abastecer a una ciudad entera. Se toma su tiempo para abrocharme la cremallera. Pasa la mano a lo largo de mi cuerpo.

—Dios mío, te queda genial. —Es lo primero que me dice.

Me doy la vuelta. Tiene el puño pegado a la boca, intentando ocultar la sonrisa, intentando frenar las palabras que le salen de los labios a borbotones.

Toco la tela. Decido que debería decir algo.

—Es muy… cómodo.

—Sexy.

Miro hacia arriba.

Niega con la cabeza.

—¡Es muy sexy!

Da un paso adelante. Me abraza.

—Parezco una gimnasta —murmuro.

—No —me susurra acalorado—. Pareces una superheroína.