La mandíbula me cuelga del cordón de los zapatos.
—Sería muy valiosa para nuestra resistencia —me dice.
—¿Hay otros… como yo? —Casi no puedo respirar.
Castle me mira con unos ojos que empatizan con mi alma.
—Yo fui el primero en darse cuenta de que su aflicción no podía ser sólo suya. Busqué a los demás, siguiendo rumores, escuchando historias, leyendo en periódicos noticias sobre anormalidades del comportamiento humano. Al principio sólo quería compañía. —Se detiene—. Estaba harto de la locura. De pensar que era inhumano, monstruoso. Pero después me di cuenta de que lo que parecía debilidad en realidad era fuerza. De que juntos podíamos hacer algo extraordinario. Algo bueno.
No puedo respirar. Estoy descentrada. No puedo escupir la imposibilidad que se me ha atragantado en la garganta.
Castle espera a ver mi reacción.
De repente, me he puesto nerviosísima.
—¿Cuál es… su don? —le pregunto.
Su sonrisa desarma mi inseguridad. Extiende la mano. Inclina la cabeza. Oigo el crujido de una puerta que se abre en la distancia. El sonido de aire y metal; movimiento. Me giro y veo que algo se dirige hacia mí a toda velocidad. Me agacho. Castle se ríe. Lo toma con la mano.
Suspiro.
Me enseña una llave que sostiene entre los dedos.
—¿Puede mover cosas con la mente? —No sé ni de dónde he sacado las palabras para hablar.
—Estoy en un nivel extremadamente avanzado de psicokinesis. —Esboza una sonrisa—. O sea, que sí.
—¿Existe un nombre para eso? —Creo que estoy gritando. Intento tranquilizarme.
—¿Para mi don? Sí. ¿Para la de usted? —Se detiene—. No estoy tan seguro.
—¿Y los demás…? ¿Qué son?
—Si le apetece, puede conocerlos.
—Yo… sí… Me gustaría —tartamudeo, emocionada, como si tuviera cuatro años y siguiera creyendo en las hadas.
Me quedo paralizada ante un sonido repentino.
Pasos retumban sobre la piedra. Contengo la respiración.
—Señor —grita alguien.
Castle se gira. Se dirige hacia una esquina, hacia el mensajero.
—¿Brendan?
—¡Señor! —vuelve a decir resoplando. Se llena los pulmones.
—¿Tiene noticias? ¿Qué ha visto?
—Estamos escuchando cosas por radio —empieza a decir entrecortadamente, con acento británico—. Las cámaras han detectado más tanques de lo normal patrullando la zona. Creemos que se están acercando.
Se oye la energía estática. Electricidad estática. Se oyen voces confusas y leves a través en una cadena de radio.
Brendan maldice por lo bajo.
—Lo siento, señor. Normalmente no está tan distorsionada… Últimamente no consigo contener las cargas.
—No se preocupe. Sólo necesita práctica. ¿Cómo van sus entrenamientos?
—Muy bien, señor. Ya lo tengo casi todo bajo control —Brendan se detiene—. En su mayor parte.
—Excelente. Mientras tanto, avíseme si los tanques se acercan más. No me sorprende que estén más alerta. Intente captar cualquier indicación de un ataque inminente. El Restablecimiento lleva años intentando localizar nuestro paradero, pero ahora tenemos a alguien particularmente valioso para ellos y estoy seguro de que querrán recuperarla. Tengo la impresión de que a partir de ahora las cosas irán más deprisa.
Momento de confusión.
—¿Señor?
—Me gustaría presentarle a alguien.
Silencio.
Brendan y Castle doblan la esquina. Se dejan ver. Y tengo que hacer un gran esfuerzo por mantener la boca cerrada. No puedo dejar de mirarlos.
El compañero de Castle es blanco de pies a cabeza.
No sólo su uniforme es extraño, que es de un blanco brillante cegador, sino que su piel es más pálida que la mía. Y tiene el pelo tan rubio que sólo podría calificarse de blanco. Sus ojos hipnotizan. Son del color azul más claro que he visto nunca. Penetrantes. Prácticamente transparentes. Aparenta mi edad.
No parece real.
—Brendan, ella es Juliette —Castle nos presenta—. Llegó ayer. Le estaba haciendo un resumen sobre el Punto Omega.
Brendan me dedica una sonrisa tan brillante que casi me hace estremecer. Extiende una mano y por poco me da un ataque, pero frunce el ceño. La aparta. Dice:
—Eh… Espera, lo siento —y dobla la mano. Hace crujir los nudillos. Salen algunas chispas de sus dedos. Lo miro boquiabierta.
Se encoje. Sonríe tímidamente.
—A veces electrocuto a la gente sin querer.
Algo se desprende de mi pesada armadura. Se deshace. Me siento comprendida. No tengo miedo de ser yo misma. No puedo evitar esbozar una sonrisa.
—No te preocupes —le digo—. Si te doy la mano yo quizás te mate.
—¡Caray! —Parpadea. Me mira. Espera a que prosiga—. ¿Lo dices en serio?
—Muy en serio.
Se ríe.
—Vale. Entonces nada de tocarse. —Se inclina. Baja la voz—. Tengo un pequeño problema con esto, ¿sabes? Las chicas siempre hablan de electricidad en sus historias de amor, pero parece ser que a ninguna le gusta que la electrocuten literalmente. Es muy raro. —Se encoge de hombros.
Mi sonrisa es más amplia que el océano Pacífico. El corazón se me ha llenado de alivio, consuelo, aceptación. Adam tenía razón. Puede que las cosas vayan bien. Quizás no tengo que ser un monstruo. Quizás puedo elegirlo.
Creo que voy a estar bien aquí.
Brendan me guiña un ojo.
—Ha sido un placer conocerte, Juliette. ¿Te veré por aquí?
Asiento.
—Creo que sí.
—Genial. —Me vuelve a sonreír. Se dirige a Castle—. Lo avisaré si oigo algo, señor.
—Perfecto.
Y desaparece.
Me doy la vuelta hacia la pared de cristal que me separa de la otra mitad de mi corazón. Presiono la cabeza contra la fría superficie. Ojalá se despertara.
—¿Quiere saludarlo?
Miro a Castle, que sigue observándome. No deja de analizarme. Pero por alguna razón no me incomoda.
—Sí —le digo—. Quiero saludarlo.