—¿El Punto Omega?
—Es la última letra del alfabeto griego. La última etapa, la última de una lista. —Se detiene delante de mí y por primera vez me fijo en el símbolo omega cosido en la espalda de su chaqueta—. Somos la última esperanza que le queda a nuestra civilización.
—¿Pero cómo…? ¿Con tan poca gente, pueden aspirar a…?
—Llevamos mucho tiempo trabajando, Juliette. —Es la primera vez que dice mi nombre. Su voz es fuerte, suave, firme—. Hemos planeado, organizado y trazado nuestra estrategia desde hace años. El colapso de nuestra sociedad no debería sorprendernos. Lo hemos provocado nosotros. La cuestión no era si todo se desmoronaría —prosigue—. Sino cuándo. El juego consistía en esperar. En ver quiénes intentarían tomar el poder y cómo lo usarían. El miedo —dice, girándose un momento, sus pasos silenciosos sobre la piedra—, es un excelente motivador.
—Es patético.
—Estoy de acuerdo con usted. Por esto parte de mi trabajo consiste en reanimar a los corazones que se han detenido porque han perdido la esperanza. —Doblamos otro pasillo—. Y decirles que casi todo lo que saben sobre el estado de nuestro mundo es mentira.
Me quedo inmóvil. Casi me caigo.
—¿Qué quiere decir?
—Las cosas no están tan mal como El Restablecimiento nos hace creer.
—Pero no hay comida…
—A la que tengamos acceso.
—Los animales…
—Están escondidos. Los han modificado genéticamente. Crecen en pastos secretos.
—Pero el aire… las estaciones… el tiempo…
—No es tan malo como nos hacen creer. Probablemente sea nuestro único problema real. Pero es por las manipulaciones perversas que se han ejercido sobre la Tierra. Son manipulaciones hechas por el hombre que aún tienen solución. —Se vuelve hacia mí. Me clava una mirada—. Todavía es posible cambiar las cosas. Podemos abastecer de agua potable a todas las personas. Podemos asegurarnos de que los cultivos no se regulan con fines lucrativos; conseguir que no se modifiquen genéticamente para beneficiar a los productores. La gente se muere porque se alimenta con veneno. Los animales se mueren porque los obligamos a comer porquerías, a vivir en la inmundicia, en jaulas masivas. Las plantas se marchitan porque tiramos productos químicos a la tierra y las hacemos peligrosas para nuestra salud. Pero todo eso se puede solucionar. Nos engañan con mentiras porque así somos más débiles, vulnerables, maleables. Dependemos de los demás para tener comida, salud, sustento. Esto nos paraliza. Forma gente cobarde. Niños esclavos. Es hora de contraatacar. —Sus ojos brillan por la emoción, tiene los puños contraídos por el fervor. Sus palabras son potentes, convincentes, elocuentes y coherentes. No me cabe la menor duda de que ha influido en mucha gente con su manera de pensar. Es esperanza para un futuro que parece perdido. Inspiración en un mundo sombrío, sin nada que ofrecer. Es un líder nato. Un orador prodigioso.
Me cuesta creerlo.
—¿Por qué debo creerle? ¿Tiene pruebas?
Relaja las manos. Sus ojos se calman. Sus labios esbozan una ligera sonrisa.
—Por supuesto. —Casi se echa a reír.
—¿Qué le parece tan divertido?
Menea la cabeza. Un poquito.
—Me hace gracia su escepticismo. En realidad lo admiro. Nunca es buena idea creer todo lo que oyes.
Pillo el doble sentido. Lo admito.
—Touché, señor Castle.
Pausa.
—¿Es usted francesa, señorita Ferrars?
—Quizás mi madre sí.
Aparto la mirada.
—¿Y dónde están las pruebas?
—Nuestro movimiento es prueba suficiente. Sobrevivimos gracias a estas verdades. Tratamos de localizar alimentos y suministros de los múltiples recintos de almacenamiento que ha construido El Restablecimiento. Hemos encontrado sus campos, sus granjas, sus animales. Tienen cientos de hectáreas dedicadas al cultivo. Los granjeros son esclavos, trabajan bajo amenaza de muerte. El resto de la sociedad o ha sido asesinada o está acorralada en sectores separados para que los monitoricen y los inspeccionen detenidamente.
Mantengo el rostro inexpresivo, impasible, neutro. Aún no he decidido si creerle o no.
—¿Y qué quiere de mí? ¿Por qué quiere que esté aquí?
Se detiene ante una pared de cristal. Señala la sala que hay al otro lado. No me responde.
—Adam se está recuperando gracias a nuestra gente.
Casi me tropiezo ante mis prisas por verlo. Apoyo las manos contra el cristal y miro hacia la zona iluminada. Adam está dormido, con el rostro perfecto, tranquilo. Esta debe ser el ala médica.
—Fíjese bien —me dice Castle—. Ya no hay agujas en su cuerpo. Ni máquinas que lo mantengan con vida. Llegó con tres costillas rotas. Con los pulmones a punto de sufrir un colapso. Con una bala en el muslo. Tenía los riñones magullados al igual que el resto del cuerpo. Tenía cortes en la piel, las muñecas ensangrentadas. Un esguince en el tobillo. Había perdido más sangre de la que la mayoría de hospitales sería capaz de donarle.
El corazón está a punto de salirse de mi cuerpo. Quiero romper el cristal y mecerlo en mis brazos.
—Hay cerca de doscientas personas en el Punto Omega —dice Castle—. Algo menos de la mitad de todos ellos posee algún tipo de don.
Me doy la vuelta, estupefacta.
—La traje aquí —me dice con prudencia, en voz baja—, porque es el lugar al que pertenece. Porque tiene que saber que no está sola.