CUARENTA Y UNO

—Tienes suerte de que no sea manual. —Intenta reírse.

—¿Manual?

—De transmisión manual. Los cambios de marcha.

—¿Qué es eso?

—Es más complicado de conducir.

Me muerdo el labio.

—¿Recuerdas dónde dejamos a James y a Kenji? —No quiero ni plantearme la posibilidad de que se hayan movido. De que los hayan descubierto. Nada. No puedo ni pensarlo.

—Sí. —Sé que está pensando exactamente lo mismo que yo.

—¿Cómo llego hasta allí?

Adam me explica que el pedal de la derecha es para dar gas. El izquierdo es para frenar. Tengo que cambiar a la C para conducir. Uso el volante para girar. Hay espejos que me ayudan a ver lo que hay detrás. No puedo encender las luces así que tendré que confiar en que la luna me ilumine el camino.

Enciendo el motor, aprieto el freno, cambio para conducir. La voz de Adam es el único sistema de navegación que necesito. Suelto el freno. Doy gas. Casi me choco contra un muro.

Así es como finalmente llegamos al edificio abandonado.

Gas. Freno. Gas. Freno. Demasiado gas. Demasiado freno. Adam no se queja y casi es peor. No quiero ni imaginarme lo que mi conducción le está provocando a sus lesiones. Me alegro de que al menos no estemos muertos, todavía.

No sé por qué nadie nos ha visto. Me pregunto si Warner está muerto de verdad. Me pregunto si reina el caos por todas partes. Me pregunto si esta es la razón por la que no hay soldados en esta ciudad. Todos han desaparecido.

Creo.

Casi se me olvida poner el coche en modo aparcar cuando llegamos al edificio en ruinas vagamente familiar. Adam estira los brazos y lo hace por mí. Lo ayudo a moverse hacia el asiento trasero y me pregunta por qué.

—Porque conducirá Kenji, y no quiero que tu hermano te vea así. Está lo bastante oscuro para no darse cuenta. No creo que sea necesario que lo sepa.

Asiente tras un instante infinito.

—Gracias.

Corro hacia el edificio destrozado. Abro la puerta. Apenas consigo distinguir dos figuras en la oscuridad. Parpadeo y se hacen nítidas. James está dormido en el regazo de Kenji. Las bolsas de lona están abiertas, hay latas de comida desparramadas por el suelo. Están bien.

Gracias a Dios que están bien.

Podría morirme del alivio.

Kenji toma a James en brazos, vacilando un poco por el peso. Su rostro es tranquilo, serio, firme. No sonríe. No dice ninguna estupidez. Me mira como si ya lo supiera, como si ya comprendiera por qué hemos tardado tanto en volver, como si sólo hubiera una razón que explique por qué debo parecer un monstruo en estos momentos, o por qué tengo la camisa cubierta de sangre. Y seguramente la cara también. Y las manos.

—¿Cómo está?

Y ahí por poco pierdo la serenidad.

—Necesito que conduzcas.

Toma una bocanada de aire. Asiente varias veces.

—Mi pierna derecha sigue bien —me dice, pero creo que me daría igual si no lo estuviera. Tenemos que llegar a este lugar seguro, y si conduzco yo no nos va a llevar a ninguna parte.

Kenji instala a James, dormido, en el lado del pasajero, y me alegro mucho de que no se haya despertado ahora.

Cojo las bolsas de lona y las llevo a los asientos traseros. Kenji se pone delante. Mira por el espejo retrovisor.

—Me alegro de verte vivo, Kent.

Adam casi sonríe. Mueve la cabeza.

—Gracias por cuidar de James.

—¿Ahora ya confías en mí?

Breve suspiro.

—Quizás.

—Acepto un quizás. —Sonríe. Enciende el coche—. Larguémonos de aquí de una vez.

Adam está temblando.

Su cuerpo desnudo se está agrietando a causa del frío, de las horas de tortura, del esfuerzo por mantenerse íntegro durante tanto tiempo. Revuelvo dentro de las bolsas de lona, buscando un abrigo, pero sólo encuentro camisas y jerséis. No sé cómo ponérselos sin hacerle daño.

Decido cortar la tela. Uso la navaja para abrir por la mitad algunos de los jerséis, y lo envuelvo como si fuera una manta. Miro hacia arriba.

—Kenji… ¿este coche tiene calefacción?

—Está encendida, pero no es muy buena. No funciona bien.

—¿Cuánto tardaremos en llegar?

—No mucho.

—¿Te has fijado si nos sigue alguien?

—No. —Se detiene—. Es raro. No entiendo por qué nadie se ha dado cuenta de que hay un coche por la calle tras el toque de queda. Algo no va bien.

—Ya lo sé.

—Y no sé por qué, pero es obvio que el suero de rastreo no funciona. O no les importo, o no funciona y no sé por qué.

Un pequeño detalle asoma en las afueras de mi conciencia. Decido investigar.

—¿Dormiste en un cobertizo? ¿La noche en que huiste?

—Sí. ¿Por qué?

—¿Dónde?

Se encoge de hombros.

—No lo sé. En un terreno enorme. Era raro. Por esa zona crecían toda clase de porquerías. Casi me como algo que pensé que era fruta antes de darme cuenta de que olía fatal.

Dejo de respirar.

—¿Un terreno vacío? ¿Desierto? ¿Abandonado?

—Sí.

—La zona nuclear —interviene Adam, con una voz que denota comprensión.

—¿Qué zona nuclear? —pregunta Kenji.

Se lo explico en un momento.

—Joder. —Kenji agarra el volante—. ¿O sea, que me podría haber muerto? ¿Y sobreviví?

Lo ignoro.

—¿Pero cómo nos encontraron? ¿Cómo pudieron averiguar dónde vives…?

—No lo sé —suspira Adam. Cierra los ojos—. Quizás Kenji nos está mintiendo.

—Joder, tío, ¿qué coño…?

—O bien —interrumpe Adam—, Benny habló.

—No. —Jadeo.

—Podría ser.

Nos quedamos en silencio un largo rato. Intento mirar por la ventana pero es casi inútil. El cielo nocturno es como un contenedor de alquitrán que asfixia el mundo que nos rodea.

Me giro hacia Adam y veo que está con la cabeza inclinada hacia atrás, las manos apretadas, los labios casi blancos en la oscuridad. Lo tapo mejor con los jerséis. Contiene un estremecimiento.

—Adam… —Le peino un mechón de pelo de la frente. Le ha crecido un poco y me doy cuenta de que nunca antes me había fijado realmente en eso. Desde que llegó a mi celda lo ha llevado corto. Nunca hubiese pensado que su pelo oscuro sería tan suave. Como chocolate deshecho. Me pregunto cuándo se lo dejó de cortar.

Mueve la mandíbula. Se esfuerza por abrir los labios. Me miente una y otra vez.

—Estoy bien.

—Kenji…

—Cinco minutos, te lo prometo… Estoy intentando hacer que este trasto vaya más rápido, de verdad.

Le toco las muñecas, delineo la delicada piel con mis dedos. Las cicatrices ensangrentadas. Le doy un beso en la palma de la mano. Respira con dificultad.

—Te pondrás bien —le digo.

Sus ojos siguen cerrados. Intenta asentir.

—¿Por qué no me dijisteis que estabais juntos? —pregunta Kenji de forma inesperada. Tiene la voz más calmada, neutra.

—¿Cómo? —Ahora no es momento de sonrojarse.

Kenji suspira. Dirijo la vista a los ojos que se reflejan en el retrovisor. La hinchazón casi le ha desaparecido. Su cara está cicatrizando.

—Tenía que estar ciego para no verlo. Quiero decir, joder, basta ver cómo te mira. Es como si nunca en su vida hubiese visto a una mujer. Como si pusieras comida delante de un hombre que se muere de hambre y le dijeras que no se la puede comer.

Adam abre los ojos. Intento descifrar su mirada pero no puedo.

—¿Por qué no me lo dijisteis? —repite Kenji.

—Nunca tuve la oportunidad de preguntar —responde Adam. Su voz es más débil que un susurro. Sus niveles de energía están cayendo demasiado rápido. No quiero que tenga que andar. Tiene que conservar la fuerza.

—Espera… ¿me hablas a mí o a ella? —Kenji nos mira.

—Podemos hablar sobre esto más tarde… —atino a decir, pero Adam niega con la cabeza.

—Se lo dije a James sin preguntártelo. Lo… di por hecho. —Se detiene—. No debería haberlo hecho. Deberías elegir. Siempre deberías poder elegir. Si estar conmigo es lo que quieres.

—Bueno, voy a fingir que ya no os oigo, ¿vale? —Kenji gesticula de modo aleatorio con la mano—. Seguid con lo vuestro y disfrutad de vuestro momento.

Pero estoy demasiado ocupada analizando los ojos de Adam, sus suaves labios. Su ceño fruncido.

Me inclino hacia su oído, bajo la voz. Susurro las palabras para que sólo él pueda oírlas.

—Te pondrás mejor —le prometo—. Y entonces, te voy a demostrar cuál es exactamente mi elección. Voy a memorizar cada centímetro de tu cuerpo con mis labios.

De repente respira de forma inestable e irregular. Traga saliva con dificultad.

Sus ojos me queman. Parece que tiene fiebre, y me pregunto si estoy empeorando las cosas.

Me aparto pero me detiene. Pone la mano en mi muslo.

—No te vayas —me dice—. Tus caricias son lo único que evita que pierda la cabeza.