CUARENTA

Warner está en el suelo.

Me levanto y huyo corriendo con la pistola.

Tengo que encontrar a Adam. Tengo que robar un coche. Encontrar a James y a Kenji. Aprender a conducir. Llevarlos a un sitio seguro. Y tengo que hacerlo en este orden.

Adam no puede estar muerto.

Adam no está muerto.

Adam no morirá.

Mis pies golpean el pavimento a un ritmo constante, tengo la camisa y la cara salpicadas de sangre, mis manos siguen temblando ligeramente mientras se pone el sol. Una fuerte brisa se agita a mi alrededor y me saca de la delirante realidad en la que estoy sumergida. Respiro con dificultad, entorno los ojos hacia el cielo y me doy cuenta de que no falta mucho para que anochezca. Han evacuado las calles hace rato. Pero no tengo la menor idea de dónde pueden estar los hombres de Warner.

Me pregunto si Warner también llevará el suero de rastreo. Me pregunto si le descubrirían, si ha muerto.

Me meto por rincones oscuros, intento rastrear las calles en busca de pistas, intento recordar dónde cayó al suelo Adam, pero mi memoria es demasiado débil, está demasiado distraída, mi cerebro está demasiado dañado como para procesar este tipo de detalles. Ese momento terrible me enloquece. No logro encontrarle el sentido y ahora mismo Adam podría estar en cualquier parte. Podrían haberle hecho cualquier cosa.

Ni siquiera sé lo que estoy buscando.

Quizás estoy perdiendo el tiempo.

De repente oigo un ruido y corro hacia una calle lateral. Aprieto el arma que se escurre entre mis manos. Ahora que ya he disparado con una pistola, me siento más segura con ella en la mano, más consciente de lo que puede pasar, de cómo funciona. Pero no sé si debería estar contenta u horrorizada por sentirme cómoda tan rápidamente con algo tan letal.

Pasos.

Me deslizo por la pared, con manos y piernas pegados a la superficie rugosa. Espero quedar enterrada entre las sombras. Me pregunto si alguien habrá encontrado ya a Warner.

Veo que un soldado pasa justo por delante de mí. Lleva rifles colgados del pecho y un arma automática más pequeña en las manos. Le echo un vistazo a mi pistola y me doy cuenta de que no tengo ni idea de cuántos tipos diferentes existen. Sólo que unas son más grandes que otras. Algunas tienen que recargarse constantemente. Algunas, como la que llevo, no. Quizás Adam pueda explicarme las diferencias.

Adam.

Contengo la respiración y me muevo lo más sigilosamente que puedo por las calles. Veo una sombra muy oscura en un tramo de la acera de enfrente y trato de esquivarla. Pero a medida que me acerco me doy cuenta de que no es una sombra. Es una mancha.

Sangre de Adam.

Aprieto con fuerza la mandíbula hasta que el dolor ahoga mis gritos. Mis respiraciones son cortas, breves, demasiado rápidas. Tengo que concentrarme. Tengo que usar esta información. Tengo que prestar atención…

Tengo que seguir el rastro de sangre.

Quienquiera que se llevara a Adam a rastras no ha vuelto para limpiarlo. Hay un goteo que salpica de forma constante y que se aleja de las calles principales y se dirige hacia calles laterales poco iluminadas. La luz es tan tenue que tengo que agacharme para buscar las manchas del suelo. Voy perdiendo de vista hacia dónde llevan. Por aquí hay menos. Creo que han desaparecido por completo. No sé si las manchas oscuras que encuentro son de sangre, son restos de goma pegados al suelo o gotas de vida de la carne de otra persona. El camino de Adam ha desaparecido.

Retrocedo varias veces y vuelvo a seguir la línea.

Necesito hacerlo tres veces hasta darme cuenta de que deben haber entrado en alguna parte. Hay una estructura vieja de acero con una puerta oxidada aún más vieja que parece que no se haya abierto nunca. Parece que no la hayan usado en años. No veo otra alternativa.

Muevo el pomo. Está cerrada.

Uso todo mi peso para abrirla, a golpes, pero sólo consigo magullarme el cuerpo. Podría abatirla como he visto hacer a Adam, pero no confío del todo en mi puntería ni en mi habilidad con esta arma, y no estoy segura de si puedo permitirme hacer tanto ruido. No me conviene hacer notar mi presencia.

Tiene que haber alguna otra entrada al edificio.

No hay otra entrada al edificio.

La frustración va en aumento. La desesperación es agobiante. La histeria amenaza con destrozarme y necesito gritar hasta que se me colapsen los pulmones. Adam está dentro del edificio. Tiene que estar aquí.

Estoy de pie frente a la estructura pero no puedo entrar.

Esto no puede ser verdad.

Aprieto los puños, trato de aplacar la exasperante futilidad que me envuelve pero me siento enloquecida. Feroz. Loca. La adrenalina se me escapa, la concentración se me escapa, el sol se pone en el horizonte y me acuerdo de James y de Kenji y de Adam, Adam, Adam y de las manos de Warner recorriendo mi cuerpo y de sus labios en mi boca y de su lengua al saborear mi cuello y de toda la sangre

por todas partes

por todas partes

y cometo una estupidez.

Le doy un puñetazo a la puerta.

En un segundo mi mente conecta con mis músculos y me preparo para el impacto del acero en la piel, lista para sentir el dolor de destrozarme todos los huesos de la mano derecha. Pero mi puño se hunde en 30 centímetros de acero como si fuera mantequilla. Estoy asombrada. Aprovecho la misma energía volátil y le doy una patada a la puerta. Hago pedazos el acero con las manos, araño el metal como un animal.

Es increíble. Estimulante. Totalmente salvaje.

Debí derrumbar el hormigón de la cámara de tortura de Warner del mismo modo. Sigo sin tener la menor idea de cómo derrumbé el hormigón de la cámara de tortura de Warner.

Trepo por el agujero que he hecho y me deslizo entre las sombras. No es difícil. Todo está envuelto en oscuridad. No hay luces, ni sonidos de máquinas o de electricidad. Sólo otro almacén dejado de la mano de Dios.

Examino el suelo pero no hay rastro de sangre. Mi corazón renace y se viene abajo a la vez. Necesito que esté bien. Necesito que esté vivo. Adam no está muerto. No puede estarlo.

Adam le prometió a James que volvería a buscarlo.

Él nunca rompería una promesa.

Primero me desplazo lentamente, con cautela, preocupada por si hay soldados, pero no tardo en darme cuenta de que no hay ningún sonido de vida en el edificio. Decido correr.

Meto la prudencia en el bolsillo y deseo poder cogerla si tengo necesidad. Atravieso puertas volando, doy vueltas y vueltas, me empapo de cada detalle. Este edificio no era un mero almacén. Era una fábrica.

Las paredes están atestadas de máquinas viejas, las cintas transportadoras congeladas, miles de cajas de inventario se apilan precariamente en montones. Oigo una breve respiración, una tos ahogada.

Salgo corriendo a través de unas puertas batientes, buscando el origen del débil sonido, luchando por fijarme en los detalles más ínfimos. Aguzo el oído y lo vuelvo a escuchar.

Una respiración intensa, dificultosa.

Cuanto más me acerco, mejor lo oigo. Tiene que ser él. Tengo la pistola levantada y lista para disparar, mis ojos miran prudentes, para anticiparse a los atacantes. Mis piernas se mueven con rapidez, facilidad, en silencio. Casi disparo a una sombra que han creado las cajas en el suelo. Tomo una bocanada de aire. Giro por otra esquina.

Y casi me vengo abajo.

Adam está colgado de las muñecas, sin camisa, ensangrentado y lleno de moratones. Tiene la cabeza inclinada, con el cuello flácido, la pierna izquierda llena de sangre a pesar del torniquete que le envuelve el muslo. No sé cuánto lleva aguantando todo el peso de su cuerpo con las muñecas. Me sorprende que no se haya dislocado los hombros. Debe seguir luchando por sujetarse.

La cuerda que le ata las muñecas está atada a una especie de barra metálica que recorre el techo. Miro más de cerca y me doy cuenta de que la barra forma parte de una cinta transportadora. Adam está en una cinta transportadora.

Esto no es una simple fábrica.

Es un matadero.

Ahora mismo estoy en un aprieto demasiado grande como para permitirme el lujo de ponerme histérica.

Tengo que encontrar una forma de bajarlo, pero me da miedo acercarme. Busco por la sala con la mirada, segura de que habrá guardias por aquí cerca, soldados preparados para este tipo de emboscada. Pero después se me ocurre que quizás nunca me consideraron una amenaza real. No si Warner consiguió llevarme a rastras.

Nadie esperaría encontrarme aquí.

Me subo a la cinta transportadora y Adam trata de levantar la cabeza. No debo mirar sus heridas de cerca, para no dejar que la imaginación me paralice. Aquí no. Ahora no.

—¿Adam…?

Mueve la cabeza bruscamente con un repentino estallido de energía. Sus ojos me encuentran. Tiene el rostro prácticamente ileso; sólo cortes y moratones de poca importancia. Centrarme en lo que me resulta familiar me tranquiliza un poco.

—¿Juliette…?

—Tengo que liberarte…

—Dios, Juliette… ¿Cómo me has encontrado? —Tose. Jadea. Respira con dificultad.

—Después. —Consigo tocarle el rostro—. Después te lo contaré todo. Primero tengo que encontrar un cuchillo.

—Mis pantalones…

—¿Qué?

—En… —traga saliva— en mis pantalones…

Toco el bolsillo y menea la cabeza. Miro hacia arriba.

—¿Dónde?

Dentro de mis pantalones hay un bolsillo interior…

Casi le desgarro la ropa. Tiene un bolsillito cosido en el forro de los pantalones. Meto la mano y saco una navaja. Una de mariposa. Ya había visto de esas antes.

Son ilegales.

Empiezo a apilar cajas en la cinta transportadora. Me subo en ellas y le pido a Dios saber que me explique qué estoy haciendo. La navaja es afiladísima, y corta las ataduras rápidamente. Me doy cuenta un poco tarde de que la cuerda con la que lo han atado es la misma que usamos para escapar.

Adam ya está libre. Vuelvo a bajar, y me guardo la navaja en el bolsillo. No sé cómo voy a sacar a Adam de aquí. Tiene las muñecas en carne viva, ensangrentadas, el cuerpo golpeado y una sola pieza de dolor, la pierna llena de sangre por una bala.

Casi se cae al suelo.

Trato de sujetarlo lo más suavemente posible, de mantenerme cerca de él sin hacerle daño. No se queja, intenta ocultar que le cuesta respirar. Hace gestos de dolor, pero ni siquiera deja escapar un susurro quejumbroso.

—No puedo creer que me hayas encontrado, Juliette —se limita a decir.

Y sé que no debería. Sé que no es el momento. Sé que no es práctico. Pero de todas formas lo beso.

—No te vas a morir —le digo—. Vamos a salir de aquí. Vamos a buscar un coche. Vamos a encontrar a James y a Kenji. Y nos estaremos a salvo.

Me mira fijamente.

—Bésame otra vez —dice.

Y eso hago.

Tardamos una eternidad en volver a la puerta. Adam estaba sepultado en los recovecos más profundos de este edificio, y encontrar el camino de vuelta es aún más difícil de lo que imaginaba. Adam se esfuerza para moverse lo más rápido que puede, pero aun así no es suficiente.

—Me dijeron que Warner quería matarme con sus propias manos —explica—. Que me disparó en la pierna a propósito, para dejarme inválido. Para llevarte con él y volver más tarde a por mí. Parece que pretendía torturarme hasta matarme. —Hace un gesto de dolor—. Dijo que quería disfrutar de ello. Que no tenía ninguna prisa. —Se ríe con dificultad. Tose brevemente.

Sus manos en mi cuerpo sus manos en mi cuerpo sus manos en mi cuerpo.

—¿O sea que se limitaron a atarte y te abandonaron aquí?

—Dijeron que nadie me encontraría. Me dijeron que todo el edificio era de hormigón y de acero reforzado y que nadie puede entrar. En teoría Warner tenía que volver a por mí cuando estuviera listo.

Se detiene. Me mira.

—Dios, ¡estoy tan contento de que estés bien!

Le ofrezco una sonrisa. Trato de evitar que mis órganos tiemblen. Espero que no se me vean los agujeros de la cabeza.

Se detiene cuando llegamos a la puerta. El metal está destrozado. Parece como si una bestia la hubiera atacado y la puerta hubiera perdido.

—¿Cómo lo…?

—No lo sé —admito. Intento encogerme de hombros, parecer indiferente—. Sólo le di un puñetazo.

—Sólo le diste un puñetazo.

—Y alguna patada. —Sonríe y siento ganas de llorar en sus brazos. Tengo que concentrarme en su rostro. No puedo dejar que mis ojos digieran la infamia de su cuerpo.

—Vamos —le digo—. Hagamos algo ilegal.

Dejo a Adam entre las sombras y corro hacia el borde de la carretera principal, buscando vehículos abandonados. Recorro tres calles secundarias hasta que encontramos uno.

—¿Cómo estás? —pregunto, temblando por la respuesta.

Aprieta los labios. Hace un gesto que parece un asentimiento.

—Bueno.

No es buena señal.

—Espera aquí.

Está oscuro como la boca de un lobo, no hay ni una sola farola a la vista. Buena noticia. También mala. Me da más ventaja pero me hace más vulnerable ante un ataque. Tengo que andarme con cuidado. Voy hacia el coche de puntillas.

Estoy lista para romper el cristal en pedazos, pero antes compruebo la cerradura. Por si acaso.

La puerta está abierta.

Las llaves de contacto están puestas.

Hay una bolsa con comida en el asiento trasero.

Alguien debió entrar en pánico cuando se disparó la alarma y escuchó por los altavoces el inesperado toque de queda. Debieron dejarlo todo para correr a resguardarse. Increíble. Si supiera conducir sería perfecto.

Vuelvo a por Adam y lo ayudo a sentarse, con dificultad, al asiento del copiloto. En cuanto se sienta me doy cuenta del dolor que debe estar sufriendo. Dobla el cuerpo. Se presiona las costillas. Tensa los músculos.

—Estoy bien —me dice, mintiendo—. No podía quedarme de pie mucho más tiempo.

Extiendo la mano hacia atrás y hurgo entre las bolsas de comida. Es de verdad. No son cubitos de caldo para el Automat sino frutas y verduras. Ni siquiera Warner nos daba plátanos.

Le doy uno a Adam.

—Cómetelo.

—No creo que pueda comer… —Se detiene. Se queda mirando la fruta—. ¿Es lo que creo que es?

—Eso creo.

No tenemos tiempo para pensar que parece imposible. Le quito la cáscara. Lo animo a que le dé un mordisco. Espero que sea buena idea. He oído que los plátanos tienen potasio. Espero que le siente bien.

Intento concentrarme en la máquina que tengo bajo los pies.

—¿Cuánto tiempo crees que tenemos hasta que Warner nos encuentre? —pregunta Adam.

Tomo pequeñas bocanadas de oxígeno.

—No lo sé.

Pausa.

—¿Cómo te escapaste de él?

Miro por el parabrisas y respondo.

—Le disparé.

—¡Qué dices! —Sorpresa. Pasmo. Asombro.

Le enseño la pistola de Warner. Tiene un grabado especial en la empuñadura.

Adam está estupefacto.

—Entonces está… ¿muerto?

—No lo sé —admito finalmente, avergonzada. Bajo la mirada, examino las ranuras del volante—. No estoy segura. Tardé demasiado tiempo en apretar el gatillo. Era más duro de lo que imaginaba. Más difícil de lo que pensaba. Cuando la bala se metió en su cuerpo, Warner me empujó al suelo. Yo apuntaba al corazón.

Le pido a Dios no haber fallado.

Ambos estamos demasiado callados.

—¿Adam?

—¿Sí?

—No sé conducir.