TREINTA Y OCHO

Las calles están abarrotadas de peatones que tratan de escapar. Adam y yo escondemos las pistolas en la cintura del pantalón, pero nuestros ojos de loco y movimientos erráticos parecen delatarnos. Todos se alejan de nosotros, salen disparados en dirección opuesta, algunos chillan, gritan, lloran, dejan caer lo que llevan en las manos. A pesar de haber tanta gente no hay ni un solo coche a la vista. Deben ser difíciles de conseguir, sobre todo por esta zona.

Adam me tira al suelo justo en el momento en que una bala pasa volando junto a mi cabeza. Derriba otra puerta y corremos entre las ruinas hacia otra salida, atrapados en un laberinto que antes era una tienda de ropa. Los tiros y los pasos nos siguen de cerca. Debe haber un centenar de soldados como mínimo persiguiéndonos por las calles, organizados en diferentes grupos, dispersados por diversas zonas de la ciudad, listos para capturar y matar.

Pero sé que no me van a matar.

El que me preocupa es Adam.

Trato de mantenerme lo más cerca posible de su cuerpo porque estoy segura de que Warner ha dado órdenes de capturarme con vida. Pero mis esfuerzos flaquean. Adam tiene suficiente altura y músculos como para sentirme pequeña a su lado. Cualquier tirador con buena puntería sería capaz de darle. Podrían dispararle en la cabeza. Delante de mí.

Se gira para disparar dos veces. Un tiro se queda corto. El otro provoca un grito ahogado. Seguimos corriendo.

Adam permanece callado. No me dice que sea valiente. No me pregunta si estoy bien, si estoy asustada. No me da ánimos ni me asegura que todo irá bien. No me dice que lo deje atrás y me salve. No me dice que cuide de su hermano si él muere.

No es necesario que lo haga.

Ambos comprendemos la realidad de nuestra situación. Podrían disparar a Adam ahora mismo. Podrían capturarme en cualquier momento. Todo el edificio podría explotar de repente. Alguien podría haber descubierto a Kenji y a James. Quizá moriremos todos hoy. Los hechos son demasiado obvios.

Pero sabemos que igualmente tenemos que correr el riesgo.

Porque avanzar es la única manera de sobrevivir.

La pistola se me va haciendo más escurridiza, pero me aferro a ella de todos modos. Mis piernas gritan de dolor, pero aun así las hago ir más deprisa. Mis pulmones están serrando mi caja torácica en dos trozos, pero de todos modos me obligo a procesar oxígeno. Tengo que seguir moviéndome. No hay tiempo para deficiencias humanas.

La salida de emergencia de este edificio parece imposible de encontrar. Nuestros pies golpean los suelos embaldosados, nuestras manos buscan algún tipo de salida entre la luz sombría, algún tipo de acceso a la calle. Este edificio es más grande de lo que esperábamos, enorme, con cientos de direcciones posibles. Me doy cuenta de que debió ser un almacén, no una mera tienda. Adam se agacha detrás de un mostrador abandonado, y me empuja hacia abajo junto a él.

—No seas tonto, Kent… no puedes correr durante tanto tiempo —grita alguien.

La voz no está a más de tres metros.

Adam traga saliva. Aprieta la mandíbula. Los que intentan matarlo son los mismos que solían comer con él. Que entrenaban con él. Que vivían con él. Conoce a estos chicos. Me pregunto si esto lo empeora todo.

—Entréganos a la chica —añade otra voz—. Entréganos a la chica y no te dispararemos. Fingiremos que te hemos perdido. Te dejaremos escapar. Warner sólo quiere a la chica.

Adam respira con dificultad. Agarra la pistola con la mano. Saca la cabeza durante una fracción de segundo y dispara. Alguien cae al suelo gritando.

—¡Kent, hijo de…

Adam aprovecha para correr. Saltamos de detrás del escritorio y volamos hacia unas escaleras. Los tiros no nos alcanzan por milímetros. Me pregunto si estos dos hombres son los únicos que nos han seguido hacia aquí.

La escalera de caracol serpentea hacia un nivel inferior, una especie de sótano. Alguien trata de apuntar a Adam, pero nuestros movimientos rápidos lo convierten en una tarea imposible. Sin embargo, las posibilidades de darme a mí son demasiado altas. Adam va soltando palabrotas a nuestro paso.

Y lo derriba todo a su paso, intentando provocar cualquier tipo de distracción, cualquier obstáculo que ralentice a nuestros perseguidores. Veo que el sótano tiene un par de contrapuertas especial para tormentas y me doy cuenta de que esta zona debe haber sido devastada por tornados. El tiempo es turbulento, los desastres naturales son frecuentes. Los ciclones deben haber destrozado la ciudad.

—Adam… —le tiro del brazo.

Nos escondemos detrás de una pared baja. Señalo hacia nuestra única vía de escape posible.

Me aprieta la mano.

—Bien visto. —Pero no nos movemos hasta que el aire corre a nuestro alrededor. Un paso en falso. Un grito ahogado. Aquí abajo la negrura es casi cegadora, desconectaron la electricidad hace mucho tiempo. El soldado ha tropezado con uno de los obstáculos que Adam dejó tras de sí.

Adam sostiene la pistola cerca de su pecho. Respira profundamente. Se gira y dispara un tiro rápido. Su puntería es excelente.

Una explosión descontrolada de palabrotas y gritos lo confirma. Adam respira con dificultad.

—Sólo disparo para detenerlos —dice—. No doy a matar.

—Ya lo sé —le digo sin estar muy segura.

Corremos hacia las puertas y Adam forcejea para abrir el cerrojo. Es casi imposible de abrir de lo oxidado que está. Nos desesperamos. No sé cuánto tiempo pasará hasta que otro grupo de soldados nos descubra. Estoy a punto de sugerirle que lo abramos de un tiro cuando por fin Adam lo consigue.

Da una patada a las puertas y nos encontramos fuera, en la calle. Hay tres coches para elegir.

Estoy tan contenta que podría echarme a llorar.

—Ya era hora —dice.

Pero no es Adam quien habla.