TREINTA Y DOS

Es un salón completo, abierto y lujoso. Una alfombra gruesa, sillas mullidas, un sofá extendido a lo largo de la pared. Tonos verdes, rojos y naranjas, lámparas acogedoras que iluminan suavemente el largo espacio. Es lo más parecido a un hogar que he visto jamás. No tiene ni punto de comparación con los recuerdos fríos y solitarios de mi infancia. Me siento tan segura que me entra un miedo repentino.

—¿Te gusta? —Adam me sonríe, divertido ante la expresión de mi cara. Consigo recoger mi mandíbula del suelo.

—Me encanta —digo en voz alta o para mis adentros, no estoy segura.

—Lo ha hecho Adam —comenta James, orgulloso, hinchando el pecho un poco más de lo necesario—. Para mí.

—No lo hice —protesta Adam, riéndose—. Sólo… lo limpié un poco.

—¿Vives aquí solo? —le pregunto a James.

Se mete las manos en los bolsillos y asiente.

—A veces estoy con Benny, pero casi siempre estoy aquí solo. Tengo suerte.

Adam está dejando nuestras bolsas sobre el sofá. Se mesa el pelo y observo cómo los músculos de su espalda se flexionan, se tensan, aúnan esfuerzos. Observo cómo libera la tensión de su cuerpo. Ya sé por qué, pero lo pregunto de todas formas.

—¿Por qué tienes suerte?

—Porque alguien me visita. Ningún otro niño tiene visitas.

—¿Hay más niños por aquí? —espero no parecer tan horrorizada como me siento.

James asiente tan rápido que su cabeza se balancea.

—Sí. Por toda la calle. Todos los niños están aquí. Pero soy el único que tiene habitación propia —gesticula abarcando el espacio—. Todo es mío porque Adam lo consiguió para mí. Pero los demás tienen que compartir. Hay una especie de escuela. Y Benny me trae mis paquetes de comida. Adam me dice que puedo jugar con los otros niños pero que no los puedo dejar entrar. —Se encoge de hombros—. Pero no pasa nada.

La realidad de lo que dice se extiende como el veneno por la boca de mi estómago.

Una calle para los niños huérfanos.

Me pregunto cómo murieron sus padres. Pero no durante mucho rato.

Hago inventario de la habitación y descubro una neverita y un pequeño microondas encaramado en la parte superior, ambos en una esquina, y armarios para la despensa. Adam trajo todas las cosas que pudo, comida enlatada y cosas imperecederas. Los dos nos llevamos nuestros artículos de aseo y varias mudas de ropa. Suficiente como para sobrevivir, al menos durante un tiempo.

James saca de la nevera un paquete envuelto en papel de aluminio y lo mete en el microondas.

—Espera… James… no… —intento detenerlo.

Tiene los ojos como platos, inmóviles.

—¿Qué?

—El papel de aluminio… No puedes poner nada metálico en el microondas.

—¿Qué es un microondas?

Parpadeo tantas veces que la habitación da vueltas.

—¿Qué?

Saca la tapa del envase de aluminio y se ve un cuadradito. Parece un cubito de caldo. Señala el cubito con el dedo y el microondas con la cabeza.

—No pasa nada. Siempre lo pongo en el Automat. Y no pasa nada.

—Sirve para multiplicar la composición molecular de la comida —Adam está de pie a mi lado—. No aporta ningún valor nutricional extra, pero te hace sentir más lleno durante más rato.

—¡Y es barato! —apunta James, sonriendo mientras vuelve a meterlo dentro del artilugio.

Me sorprende cómo ha cambiado todo. La gente está tan desesperada que falsifica comida.

Tengo tantas preguntas que quizás estalle. Adam me aprieta el hombro, amablemente. Me susurra:

—Ya hablaremos después, te lo prometo.

Pero soy una enciclopedia con demasiadas páginas en blanco.

James se duerme con la cabeza sobre el regazo de Adam.

Cuando James acabó de comer habló sin parar, me lo explicó todo sobre su especie de escuela, su especie de amigos, y Benny, la señora mayor que lo cuida porque:

—Creo que prefiere a Adam pero a veces me da azúcar a escondidas así que no pasa nada.

Hay toque de queda. Después de la puesta de sol los soldados salen, van armados y tienen órdenes de disparar a discreción.

—Algunas personas reciben más comida y cosas que otras —prosigue James.

Es porque las personas se clasifican en función de lo que aportan al Restablecimiento, no porque sean seres humanos con el derecho a no morir de hambre.

Mi corazón se agrietaba lentamente con cada palabra que compartía conmigo.

—No te molesta que hable mucho, ¿no? —Se mordió el labio inferior y me examinó.

—En absoluto.

—Todo el mundo dice que hablo mucho. —Se encogió de hombros—. ¿Pero qué voy a hacer si tengo tanto que decir?

—Ya que lo mencionas… —le interrumpió Adam—. No puedes decirle a nadie que estamos aquí, ¿vale?

La boca de James se detuvo a medio movimiento. Parpadeó varias veces. Se quedó mirando fijamente a su hermano.

—¿Ni a Benny?

—A nadie —concluyó Adam.

Durante un instante vi algo parecido a un destello de comprensión en sus ojos. Un niño de diez años en quien se puede confiar por completo. Asintió una y otra vez.

—Vale. Nunca habéis estado aquí.

Adam aparta algunos mechones rebeldes de la frente de James. Mira el rostro dormido de su hermano como si tratara de memorizar cada pincelada de un óleo. Me quedo mirando cómo mira a James.

Me pregunto si sabe que tiene mi corazón en la mano. Respiro temblorosamente.

Adam mira hacia arriba y yo hacia abajo, y ambos nos avergonzamos por diferentes motivos.

Murmura:

—Creo que debería meterlo en la cama. —Pero no hace ningún esfuerzo por moverse. James está profundamente dormido.

—¿Cuándo lo viste por última vez? —pregunto, procurando mantener la voz baja.

—Hace unos seis meses. —Se detiene—. Pero hablamos por teléfono. —Sonríe ligeramente—. Le he contado muchas cosas de ti.

Me sonrojo. Cuento mis dedos para asegurarme de que siguen ahí.

—¿Y Warner no registraba tus llamadas?

—Sí. Pero Benny tiene una línea imposible de interceptar, y siempre he tenido la precaución de anotarlas como informes oficiales. James sabe que existes desde hace mucho tiempo.

—¿En serio? —Odio tenerlo que saber, pero no puedo evitarlo. Soy un revoltijo de mariposas.

Mira hacia arriba y aparta la vista. Me mira a los ojos. Suspira.

—Juliette, te he buscado desde el día que te fuiste.

Mis pestañas tropiezan con mis cejas; mi boca cae.

—Estaba preocupado por ti —dice en voz baja—. No sabía qué te iban a hacer.

—¿Por qué? —Jadeo, trago saliva, me equivoco de palabras—. ¿Cómo puede ser que te preocuparas por mí?

Se recuesta sobre el sofá. Se pasa una mano por el rostro. Las estaciones cambian. Las estrellas explotan. Alguien camina sobre la luna.

—¿Sabes que todavía me acuerdo del primer día que viniste a la escuela? —Esboza una tierna y triste sonrisa—. Quizás era demasiado joven, y no sabía muchas cosas sobre el mundo, pero hubo algo en ti que me atrajo de inmediato. Sólo quería estar cerca de ti… Tenías esa bondad… que no había visto en toda mi vida. Una dulzura que nunca encontré en casa. Sólo quería oírte hablar. Quería que me vieras, que me sonrieras. Cada día me prometía a mí mismo que hablaría contigo. Quería conocerte. Pero cada día me acobardaba. Y un día desapareciste de repente.

—Había oído rumores, pero sabía la verdad. Sabía que nunca le harías daño a nadie. —Mira hacia abajo. La tierra se parte en dos y me caigo por la grieta—. Parece una locura —dice finalmente, en voz muy baja—. Pensar que me preocupaba tanto sin ni siquiera haber hablado nunca contigo. —Vacila—. Pero no podía dejar de pensar en ti. No podía dejar de preguntarme hacia dónde habías ido. Qué te había pasado. Me daba miedo que no te defendieras.

Se queda callado tanto rato que quiero morderme la lengua.

—Tenía que encontrarte —murmura—. Pregunté por todas partes pero nadie sabía nada. El mundo seguía desmoronándose. Las cosas empeoraban y no sabía qué hacer. Tenía que cuidar a James y encontrar una forma de ganarme la vida y no sabía si alistarme en el ejército serviría de algo, pero nunca me olvidé de ti. Siempre tuve la esperanza —titubea—, de que algún día te volvería a ver.

Estoy sin palabras. Mis bolsillos están llenos de letras que no puedo unir y estoy tan desesperada por decir algo que no digo nada y el corazón está a punto de estallarme en el pecho.

—¿Juliette?

—Me encontraste. —Dos palabras. Un murmullo asombrado.

—¿Estás… molesta?

Miro hacia arriba y por primera vez me doy cuenta de que está nervioso. Preocupado. Inseguro de cómo voy a reaccionar ante esta revelación. No sé si reír o llorar o besar cada centímetro de su cuerpo. Quiero quedarme dormida escuchando el latido de su corazón en el ambiente. Quiero saber que está vivo y bien, que inspira y espira, fuerte y sano y saludable para siempre.

—Eres la única persona a quien le he importado. —Mis ojos se llenan de lágrimas y parpadeo y siento que me quema la garganta y me duele todo, todo, todo. El peso de todo el día se estrella contra mí, amenaza con romperme los huesos. Quiero llorar de alegría, de dolor, de júbilo y de la ausencia de justicia. Quiero tocar el corazón de la única persona a quien le he importado.

—Te quiero —susurro—. Más de lo que jamás sabrás.

Sus ojos son como un instante de medianoche repleto de recuerdos, las únicas ventanas hacia mi mundo. Su mandíbula está tensa. Su boca está tensa. Le digo que debería meter a James en la cama. Asiente. Acuna a su hermano. Se levanta y lleva a James al armario de almacenamiento que se ha convertido en su habitación.

Veo cómo se aleja con el único familiar que le queda y comprendo por qué se alistó en el ejército.

Comprendo por qué sufrió al ser el cabeza de turco de Warner. Comprendo por qué se involucró en la espeluznante realidad de la guerra, por qué estaba tan desesperado por huir, tan preparado para huir lo antes posible. Por qué está tan decidido a contraatacar.

Lucha por mucho más que por sí mismo.