TREINTA

—¿Tienes una casa? —Estoy tan impresionada que se me olvidan los modales.

Adam se ríe y sale hacia el campo. El tanque es sorprendentemente rápido, ágil y sigiloso. El motor es ahora un zumbido suave, y me pregunto si es porque pasaron los tanques de gas a electricidad. Así es menos visible.

—No exactamente —responde—. Pero una especie de casa. Sí.

Quiero preguntar y no quiero preguntar y necesito preguntar y nunca quiero preguntar. Tengo que preguntar. Me armo de valor.

—Tu padr…

—Hace tiempo que murió. —Adam ya no sonríe. Tiene la voz firme pero con algo que sólo yo sabría definir. Dolor. Amargura. Ira.

—Ah.

Conducimos en silencio, absortos en nuestros pensamientos. No me atrevo a preguntar qué pasó con su madre. Pero no dejo de pensar en cómo pudo crecer hasta ser tan bueno a pesar de tener un padre tan despreciable. Y por qué se alistó en el ejército si lo odia tanto. Pero ahora mismo, soy demasiado tímida como para sacar el tema. No quiero cruzar sus límites emocionales.

Dios sabe que yo tengo un millón.

Me asomo por la ventana y para ver por dónde pasamos, pero no logro distinguir más que los tristes tramos de tierra desértica a los que estoy acostumbrada desde pequeña. Aquí no hay civiles: estamos muy lejos de los asentamientos del Restablecimiento y de las instalaciones civiles. Veo otro tanque patrullando por la zona a menos de 30 metros de distancia, pero no creo que nos haya visto. Adam conduce sin luces, supuestamente para ser lo más discreto posible. Me pregunto cómo puede ser capaz de seguir conduciendo. La luna es el único faro que nos ilumina.

Todo está misteriosamente en silencio.

Por un momento, dejo que mis pensamientos vuelvan a Warner; me pregunto qué debe estar pasando ahora mismo, cuánta gente me debe estar buscándome, hasta dónde llegará para recuperarme. Quiere a Adam muerto. A mí me quiere viva. No parará hasta atraparme a su lado.

Nunca, nunca, nunca puede saber que puedo tocarlo.

Me imagino lo que haría si tuviera acceso a mi cuerpo.

Tomo una rápida, intensa e insegura bocanada de aire y contemplo la opción de contarle a Adam lo que había pasado. No. No. No. No. Cierro los ojos con fuerza y sopeso la posibilidad de haber malinterpretado la situación. Todo fue muy caótico. Mi cerebro estaba distraído. A lo mejor lo imaginé. Sí.

A lo mejor lo imaginé.

Ya es bastante raro que Adam pueda tocarme. El hecho de que haya dos personas en este mundo que sean inmunes a tocarme no parece posible. De hecho, cuanto más lo pienso, más convencida estoy de que fue un error. Cualquier cosa podía haberme rozado la pierna. Quizás un trozo de la sábana que dejó Adam después de usarla para salir por la ventana. Quizás una almohada que había caído de la cama. Quizás los guantes de Warner tirados en el suelo. Sí.

No puede ser que me haya tocado, porque si lo hubiera hecho, habría gritado de dolor.

Como los demás.

La mano de Adam se desliza silenciosamente hacia la mía y le cojo los dedos con las dos manos, en un intento desesperado de asegurarme de que es inmune a mí. Estoy desesperada por beberme cada gota de su ser, desesperada por saborear cada uno de los momentos nuevos para mí. De repente, me preocupa que pueda haya una fecha de caducidad para este fenómeno. Un reloj que suene a medianoche. Un carruaje de calabaza.

La posibilidad de perderle

La posibilidad de perderle

La posibilidad de perderle representa para mí cien años de soledad que no quiero imaginar. No quiero privar a mis brazos de su calor. De su tacto. Sus labios, Dios, sus labios, su boca sobre mi cuello, su cuerpo envuelto alrededor del mío, manteniéndome unida como si quisiera afirmar que mi existencia en la tierra no es en vano.

Darme cuenta es como un péndulo del tamaño de la luna. No deja de darme golpes.

—¿Juliette?

Me trago la bala que atraviesa mi garganta.

—¿Sí?

—¿Por qué lloras…? —Su voz es casi tan suave como su mano al soltarse de las mías. Toca las lágrimas que corren por mi rostro y me siento tan humillada que casi no sé ni qué decir.

—Puedes tocarme —digo por primera vez; lo reconozco en voz alta por primera vez. Mis palabras se desvanecen en un murmullo—. Puedes tocarme. Te preocupas por mí y no sé por qué. Eres amable conmigo y no tienes por qué. Ni mi madre se preocupaba tanto como para… —Mi voz me deja atrapada y aprieto los labios. Los pego el uno al otro. Me obligo a estar quieta.

Soy una piedra. Una estatua. Un movimiento congelado en el tiempo. El hielo no siente nada.

Adam no contesta, no dice ni una palabra hasta que sale de la carretera y estaciona en un antiguo garaje subterráneo. Me percato de que hemos llegado a algo parecido a la civilización, pero el subsuelo es oscuro. Apenas veo nada y me vuelvo a preguntar cómo se las arregla. Mis ojos se posan en la pantalla iluminada que hay sobre el tablero y me doy cuenta de que tiene visión nocturna. Claro.

Adam apaga el motor. Oigo que suspira. Casi no distingo su contorno, pero noto que su mano encuentra mi muslo y que la otra recorre mi cuerpo para dar con mi rostro. El calor se propaga por mis extremidades como la lava fundida. Las puntas de los dedos de mis manos y de mis pies hormiguean de vida y debo reprimir el escalofrío que ansía sacudir mi cuerpo.

—Juliette —susurra, y me doy cuenta de lo cerca que está. No sé por qué no me he evaporado por completo—. Tú y yo siempre hemos contra el mundo —dice—. Siempre ha sido así. Es culpa mía que tardáramos tanto en hacer algo al respecto.

—No. —Sacudo la cabeza—. No es culpa tuya…

—Sí que lo es. Me enamoré de ti hace tiempo. Pero nunca tuve el valor de actuar.

—Porque podría haberte matado.

Esboza una sonrisa silenciosa.

—Porque no creía que te mereciera.

Me quedo de una pieza.

—¿Qué?

Me toca la nariz con la suya. Se apoya en mi cuello. Envuelve sus dedos en un mechón de mi pelo y yo no puedo, no puedo, no puedo respirar.

—Eres tan… buena —murmura.

—Pero mis manos…

—Nunca han querido hacer daño a nadie.

Estoy a punto de protestar pero se corrige a sí mismo.

—A propósito. —Se tira hacia atrás. Aprecio cómo se frota un lado del cuello—. Nunca te defendiste —continúa al cabo de un momento—. Siempre me he preguntado por qué. Nunca gritaste ni te enfadaste o trataste de decirle nada a nadie. —En este momento siento que hemos vuelto a tercero cuarto quinto sexto séptimo octavo noveno curso—. Pero, joder, debes haber leído un millón de libros. —Sé que sonríe al decirlo. Hace una pausa—. No molestabas a nadie, pero eras un blanco constante. Podrías haberte defendido. Podrías haberles hecho daño a todos si hubieras querido.

—No quiero hacerle daño a nadie. —Mi voz es poco menos que un murmullo. No puedo sacarme de la cabeza la imagen de Adam a los ocho años. Tendido en el suelo. Destrozado. Abandonado. Llorando con la cara en la tierra.

La de cosas que hace la gente por poder.

—Por eso nunca serás lo que Warner quiere que seas.

Miro fijamente hacia un punto en la oscuridad, con la mente torturada ante las posibilidades.

—¿Cómo puedes estar seguro?

Sus labios están muy cerca de los míos.

—Porque el mundo sigue importándote un comino.

Ahogo un grito y él me besa, profunda y poderosamente, libre de ataduras. Sus brazos me envuelven la espalda, reclinando mi cuerpo hasta que está casi en posición horizontal, pero no me importa. Tengo la cabeza en el asiento, su cuerpo flota sobre mí, sus manos me agarran las caderas por debajo de mi vestido harapiento y un millón de llamas de deseo me lamen tan desesperadamente que casi no puedo ni respirar. Es como un baño caliente, una respiración corta, cinco días de verano impresos en cinco dedos que escriben historias en mi cuerpo. Soy un vergonzoso lío de nervios que se estrellan contra él, controlados por una corriente eléctrica que fluye por mi corazón. Su aroma me ataca los sentidos.

Sus ojos

Sus manos

Su pecho

Sus labios

están en mi oído mientras me habla.

—Por cierto, ya hemos llegado. —Respira más fuerte que cuando corría por salvar su vida. Noto cómo su corazón me golpea las costillas. Sus palabras son como un murmullo entrecortado—. Quizás deberíamos entrar. Es más seguro. —Pero no se mueve.

Yo apenas sé lo que dice. Sólo asiento, subiendo y bajando la cabeza, hasta que recuerdo que no me ve. Trato de recordar cómo hablar, pero estoy demasiado concentrada en los dedos que desliza por mis muslos para formular oraciones. Hay algo en la oscuridad absoluta, en no ser capaz de ver lo que ocurre, que me hace sentir ebria de un delicioso mareo.

—Sí. —Es lo único que consigo decir.

Me ayuda a sentarme otra vez, apoya su frente contra la mía.

—Lo siento —se disculpa—. Me resulta muy difícil controlarme. —Su voz es muy ronca, sus palabras hormiguean sobre mi piel.

Dejo que mis manos se deslicen por debajo de su camisa y noto cómo se tensa, como traga saliva. Sigo las líneas perfectamente esculpidas de su cuerpo. Es puro músculo.

—No tienes por qué hacerlo —le digo.

Su corazón late tan rápido que no puedo distinguirlo del mío. El aire que hay entre nosotros está a 2500 grados. Sus dedos están justo debajo de mis caderas, burlándose del trocito de tela que me mantiene más o menos decente.

—Juliette…

—¿Adam?

Levanto el cuello sorprendida. Miedo. Ansiedad. Adam deja de moverse, helado delante de mí. No estoy segura de que respire. Miro alrededor pero no consigo encontrar ninguna cara que pertenezca a la voz que acaba de pronunciar su nombre y empiezo a entrar en pánico cuando Adam abre la puerta de golpe y sale a toda prisa antes de que la vuelva a oír.

—Adam… ¿eres tú?

Es un chico.

—¡James!

Se oye el sonido amortiguado de un impacto, dos cuerpos que chocan, dos voces demasiado alegres como para que denoten peligro.

—¡No puedo creer que seas tú! Quiero decir, bueno, pensé que eras tú porque creí oír algo y primero pensé que no era nada pero después vine a comprobarlo para asegurarme, porque qué pasaría si eras tú y… —Se detiene—. Espera… ¿qué haces aquí?

—Volver a casa. —Adam se ríe.

—¿En serio? —grita James—. ¿Te quedas para siempre?

—Sí. —Suspira—. Joder, me alegro de verte.

—Te he echado de menos —dice James, en voz baja.

Respira profundamente.

—Yo también, tío. Yo también.

—¿Has comido algo ya? Benny acaba de enviarme el paquete de la cena, y podría darte un poco de la mía…

—¿James?

Se detiene.

—¿Qué?

—Quiero que conozcas a alguien.

Me sudan las manos. Tengo el corazón en la garganta. Oigo cómo Adam vuelve hacia el tanque pero no me doy cuenta de que ha asomado la cabeza hasta que enciende un interruptor. Una luz de emergencia tenue ilumina la cabina. Parpadeo unas cuantas veces y veo a un niño de pie, a un metro y medio de mí, su pelo rubio oscuro enmarca una cara redonda de ojos azules que me resulta demasiado familiar. Ha apretado los labios para concentrarse. Me está mirando.

Adam está abriendo la puerta. Me ayuda a levantarme, casi no puede controlar la sonrisa de su rostro y me sorprende lo nerviosa que estoy. No sé por qué pero, Dios mío, lo estoy. Este niño es importante para Adam, por supuesto. Ignoro por qué pero siento que este momento es importante. Me preocupa mucho echarlo todo a perder. Trato de arreglar los pliegues rotos de mi vestido, intento alisar las arrugas de la tela. Me paso los dedos por el pelo desordenadamente. No sirve de nada.

El pobre chico se va a quedar petrificado.

Adam me guía hacia delante. James es un poco más bajo que yo, pero su rostro delata que es joven, que la dura realidad del mundo todavía no le ha afectado, porque no ensombrece su semblante. Quiero deleitarme con la belleza de su inocencia.

—James. Ella es Juliette. —Adam me mira.

—Juliette, él es mi hermano, James.