Adam me encuentra hecha un ovillo en el suelo de la ducha.
Llevo tanto rato llorando que estoy segura de que el agua caliente está hecha de mis lágrimas. Tengo la ropa pegada a la piel, mojada e inservible. Quiero lavarla. Quiero ahogarme en la ignorancia. Quiero ser estúpida, tonta, muda, estar desprovista de cerebro. Quiero amputarme mis propias extremidades. Quiero deshacerme de esta piel que puede matar y de estas manos que lo destrozan todo y de este cuerpo que no sé ni cómo llegar a comprender.
Todo se desmorona.
—Juliette… —Presiona la mano contra el cristal. Casi ni consigo oírle.
Como no contesto, abre la mampara de la ducha. Está empapado de gotas de lluvia rebeldes y se quita las botas antes de caer de rodillas sobre el suelo de baldosas. Me roza los brazos, pero la sensación aún me hace sentir más desesperada por morir. Suspira y me levanta, lo suficiente como para levantarme la cabeza. Me rodea la cara con las manos y busca mi mirada, me busca hasta que yo aparto la vista.
—Sé lo que ha ocurrido —me dice con ternura.
Mi garganta es como un reptil, cubierta de escamas.
—Alguien debería matarme —digo con voz ronca, desmoronándome con cada palabra.
Adam me envuelve en sus brazos hasta que me levanta y mis piernas tambalean y ambos estamos de pie. Da un paso al interior de la ducha y cierra la puerta tras de sí.
Se me corta la respiración.
Me tiene contra la pared y no veo nada más que su camiseta blanca y empapada, nada más que el agua que baila en su rostro, nada más que unos ojos llenos de un mundo del que muero por formar parte.
—No ha sido culpa tuya —me susurra.
—Esa soy yo —digo con voz ahogada.
—No. Warner está equivocado —dice Adam—. Quiere que te conviertas en alguien que no eres, y no puedes dejar que te destroce. No le dejes entrar en tu cabeza. Quiere que pienses que eres un monstruo. Que creas que no tienes más opción que unirte a él. Quiere que pienses que nunca serás capaz de tener una vida normal…
—Pero es que no voy a tener una vida normal. —Me trago un sollozo—. Nunca… nunca voy a…
Adam niega con la cabeza.
—Sí. Vamos a salir de aquí. No dejaré que te pase esto.
—¿Por qué te preocupas por alguien… como yo? —Casi ni respiro, estoy nerviosa y paralizada, pero por algún motivo me quedo mirando sus labios, examino su forma, cuento las gotas de agua que ruedan por las colinas y los valles de su boca.
—Porque estoy enamorado de ti.
Me da un vuelco el estómago. Abro los ojos para leer su rostro pero estoy hecha un embrollo de electricidad, que bulle de vida y relámpagos, frío y calor, y un corazón arrítmico. Tiemblo en sus brazos y mis labios se han separado en dos sin razón alguna.
Su boca se suaviza en una sonrisa. Mis huesos han desaparecido.
Doy vueltas delirantes.
Su nariz toca la mía, sus labios están a una respiración de mí, sus ojos ya me están devorando y yo soy como un charco sin brazos ni piernas. Lo huelo en todos lados; siento cada parte de su cuerpo contra el mío. Sus manos en mi cintura, agarrándome las caderas, sus piernas alineadas con las mías, su pecho dominándome con fuerza, su complexión hecha de ladrillos de deseo. El sabor de sus palabras se detiene en mis labios.
—¿De verdad…? —Hablo con un susurro de incredulidad, un esfuerzo consciente por creerme algo que nunca ha ocurrido. Estoy ruborizada de pies a cabeza, llena de sobreentendidos.
Me mira tan emocionado que casi se me parte el alma.
—Dios, Juliette…
Y me besa.
Una vez, dos, hasta que lo he saboreado y me doy cuenta de que nunca me saciaré. Está por todas partes, sobre mi espalda y mis brazos, y de repente me besa más fuerte, más profundamente, con una necesidad apasionada y apremiante que jamás había conocido. Toma aire sólo para enterrar sus labios en mi cuello, en mi clavícula, hasta la barbilla y las mejillas y tomo una bocanada de aire y me destroza con las manos y estamos empapados de agua, de belleza y de la emoción de un momento que no creía posible.
Se echa hacia atrás con un pequeño gemido y yo deseo que se quite la camisa.
Tengo que ver el pájaro. Tengo que hablarle del pájaro.
Mis dedos tiran del dobladillo de su ropa mojada y sus ojos se agrandan un segundo antes de que él mismo se arranque la camisa. Me toma las manos y me levanta los brazos sobre la cabeza, y me pega a la pared, besándome hasta que creo estar soñando, bebiéndose mis labios con los suyos, y sabe a lluvia y a almizcle dulce y yo estoy a punto de explotar.
Mis rodillas chocan y mi corazón late tan deprisa que no entiendo cómo sigue funcionando. Sus besos eliminan el sufrimiento, el dolor, el odio que he sentido hacia mí misma durante años, las inseguridades, las esperanzas frustradas de un futuro que siempre consideré obsoleto. Me enciende, quema la tortura de los juegos de Warner, la angustia que me envenena cada día. La intensidad de nuestros cuerpos podría destrozar las paredes de cristal.
Y casi ocurre.
Por un momento, nos limitamos a mirarnos el uno al otro, respirando con dificultad hasta que me sonrojo, hasta que cierra los ojos y respira de forma irregular y regular, y pongo la mano sobre su pecho. Me atrevo a trazar el contorno del ave que planea sobre su piel, me atrevo a pasar los dedos a lo largo de su abdomen.
—Tú eres mi pájaro —le digo—. Tú eres mi pájaro y me ayudarás a volar.
Cuando salgo de la ducha, Adam ya se ha ido.
Se escurrió la ropa, se secó y dejó que me cambiara. Me cedió una intimidad que no estoy segura de si va a volver a importarme. Me toco los labios con dos dedos y noto su sabor por todas partes.
Pero cuando salgo a la habitación no está por ninguna parte. Tenía que presentarse abajo.
Me quedo mirando la ropa del armario.
Siempre elijo un vestido con bolsillos porque no sé dónde más puedo guardar mi libreta. No contiene nada que pueda incriminarnos, y el trozo de papel en el que escribió Adam está destruido y tirado por el retrete, pero me gusta tenerla cerca. Representa mucho más que unas pocas palabras garabateadas sobre un papel. Es una pequeña muestra de mi resistencia.
Me meto la libreta en un bolsillo y decido que ya estoy lista para enfrentarme a mí misma. Respiro profundamente, me retiro los mechones mojados de pelo de los ojos y entro en el baño. El vapor de la ducha ha empañado el espejo. Extiendo una mano indecisa para desempañar un círculo pequeño. Pero que sea lo suficientemente grande.
Un rostro asustado me mira fijamente.
Me toco las mejillas y examino la superficie reflectante, la imagen de una chica que me resulta extraña y familiar a la vez. Mi cara es más delgada, más pálida, mis pómulos son más prominentes de lo que los recordaba, mis cejas se posan sobre dos ojos abiertos que no son ni azules ni verdes, sino algo intermedio. Mi piel está enrojecida por el calor y por algo llamado Adam. Mis labios son demasiado rosados. Mis labios están excepcionalmente rectos. Deslizo el dedo a lo largo de la nariz, recorriendo el contorno de mi mejilla cuando detecto un movimiento por el rabillo del ojo.
—¡Eres tan guapa! —dice.
Estoy rosa y roja y granate a la vez. Agacho la cabeza y huyo del espejo para que me coja en brazos.
—Me había olvidado de mi propia cara —murmuro.
—No te olvides de quién eres —me dice.
—Ni lo sé.
—Sí que lo sabes. —Me levanta la cabeza—. Y yo.
Me quedo mirando la fuerza de su mandíbula, de sus ojos, de su cuerpo. Trato de comprender la confianza que tiene en quien cree que soy y me doy cuenta de que su seguridad es lo único que me impide zambullirme en la piscina de mi propia locura. Siempre ha creído en mí. Incluso sin hacer ruido, en silencio, luchó por mí. Siempre.
Es mi único amigo.
Le cojo la mano y me la llevo a los labios.
—Te quiero para siempre.
El sol sale, se queda, brilla en su rostro y él casi sonríe, pero apenas me puede mirar. Relaja los músculos, sus hombros se alivian ante el peso de un nuevo tipo de deseo y exhala. Me toca la mejilla, me toca los labios, toca la punta de mi barbilla y parpadeo y me besa, me toma en sus brazos y me levanta y de alguna forma llegamos a la cama enredados el uno con el otro y estoy drogada de emoción, drogada por cada momento tierno. Sus dedos recorren mi hombro, se pasean por mi contorno, se paran en mis caderas. Me acerca más a él, susurra mi nombre, me da besos por la garganta y lucha con el tejido rígido de mi vestido. Sus manos tiemblan ligeramente, sus ojos desprenden sentimiento, su corazón retumba de dolor y afección y siento ganas de vivir aquí, en sus brazos, en sus ojos, el resto de mi vida.
Mis manos se deslizan bajo su camisa, ahoga un gemido que se convierte en un beso que me necesita, que me quiere, y que quiere apoderarse de mí tan desesperadamente que es como la tortura más aguda. Su peso cae sobre el mío, encima de mí, noto infinitos puntos sensibles en cada terminación nerviosa de mi cuerpo y su mano derecha está detrás de mi cuello y su mano izquierda me envuelve y sus labios pasan por mi camisa y no entiendo por qué voy a volver a necesitar usar ropa y soy un ser de rayos y truenos y puedo estallar en lágrimas en cualquier momento inoportuno. Mi pecho late de éxtasis, éxtasis, éxtasis.
No recuerdo qué significa respirar.
Nunca
nunca
antes
supe
qué significaba sentir.
Una alarma martillea las paredes.
La habitación hace ruidos y cobra vida y Adam se pone rígido, se aleja, su rostro se colapsa.
—¡Código siete! Todos los soldados deben presentarse en su Cuadrante. ¡Código siete! Todos los soldados deben presentarse en su Cuadrante. ¡Código siete! Todos los soldados deben presentarse en su Cuadra…
Adam está de pie y tira de mí mientras la voz sigue dando órdenes por el sistema de altavoces conectado al edificio.
—Se ha cometido una infracción —dice, con la voz quebrada y jadeante, mirando fugazmente a la puerta y a mí—. Dios. No puedo dejarte aquí…
—Vete —le digo—. Tienes que irte… yo estaré bien…
Por los pasillos retumban pasos y los soldados gritan tanto que los oigo a través de las paredes. Adam sigue en servicio. Tiene que actuar. Tiene que guardar las apariencias hasta que nos podamos ir. Lo sé.
Me acerca a él.
—No se trata de un juego, Juliette… No sé qué pasa… Podría ser cualquier cosa…
Un chasquido metálico. Un interruptor mecánico. La puerta se abre de golpe y Adam y yo nos separamos tres metros de golpe.
Adam sale disparado hacia la salida al mismo tiempo que Warner entra. Ambos se quedan helados.
—Estoy bastante seguro de que la alarma ha sonado como mínimo durante un minuto, soldado.
—Sí, señor. No estaba seguro de qué hacer con ella. —De repente parece tranquilo, es la estatua perfecta. Me hace una señal con la cabeza, como si fuera algo que se le acaba de ocurrir, pero me doy cuenta de que tiene los hombros demasiado rígidos. Respira a un ritmo acelerado.
—Ha tenido suerte, he venido para encargarme de ello. Puede decírselo a su comandante.
—Señor. —Adam asiente, pivota sobre un talón y se va a toda velocidad. Espero que Warner no notara su vacilación.
Warner se vuelve hacia mí con una sonrisa tan tranquila y relajada que empiezo a preguntarme si realmente existe el caos en el edificio. Examina mi rostro. Mi pelo. Mira las sábanas arrugadas tras de mí y me siento como si acabara de tragarme una araña.
—¿Una siesta?
—Esta noche no he podido dormir.
—Tu vestido está desgarrado.
—¿Qué haces aquí? —Tengo que conseguir que deje de mirarme, tengo que conseguir que deje de absorber los detalles de mi existencia y mi aspecto.
—Si no te gusta el vestido, ya sabes que puedes elegir otro. Yo mismo los elegí para ti.
—Está bien. Me gusta el vestido. —Echo un vistazo hacia el reloj sin razón alguna. Ya son las 4: 30 de la tarde—. ¿Por qué no me explicas qué está pasando?
Está demasiado cerca. Está de pie, demasiado cerca, y me mira, y mis pulmones no consiguen expandirse.
—Deberías cambiarte, en serio.
—No quiero cambiarme. —No sé por qué me he puesto tan nerviosa. Por qué me está poniendo tan nerviosa. Por qué el espacio que nos separa se encoge tan rápidamente.
Engancha un dedo en el desgarrón, cerca de la cinturilla del vestido y muerdo un grito para evitar que se fugue.
—Esto no te queda bien.
—No pasa nada…
Tira tan fuerte que la tela se desgarra y hace una raja a un lado de mi pierna.
—Así está mejor.
—¿Qué haces?
Sus manos serpentean por mi cintura y me sujetan los brazos y sé que tendría que defenderme pero estoy helada y quiero gritar pero tengo la voz entrecortada, entrecortada, entrecortada. La desesperación me hace respirar de forma irregular.
—Tengo una pregunta —dice, e intento darle una patada enfundada en este vestido carente de valor pero él me estruja contra la pared, el peso de su cuerpo me aprieta, está cubierto de ropa de pies a cabeza, una capa protectora nos separa—. He dicho que tengo una pregunta, Juliette.
Desliza sus manos en mi bolsillo tan rápido que tardo un momento en darme cuenta de lo que ha hecho. Estoy jadeando contra la pared, temblando y tratando de encontrar mi cabeza.
—Siento curiosidad —me dice—. ¿Qué es esto?
Tiene mi libreta sujeta entre sus dedos.
Dios mío.
El vestido es tan ajustado que no oculta la forma de la libreta y estaba demasiado ocupada mirándome la cara para fijarme en el vestido en el espejo. Es culpa mía culpa mía culpa mía culpa mía. No me lo puedo creer. Es culpa mía. Debería haber ido con más cuidado.
No digo nada.
Ladea la cabeza.
—No recuerdo haberte dado ninguna libreta. Y, desde luego, tampoco recuerdo haberte dado permiso para tener nada tuyo.
—La llevaba conmigo. —Mi voz se queda atrapada.
—Ahora mientes.
—¿Qué quieres de mí? —Entro en pánico.
—Esa es una pregunta estúpida, Juliette.
Oigo el suave sonido de un metal delicado por alguna parte.
Clic.
—Quítale las manos de encima antes de que te meta una bala en la cabeza.