VEINTICUATRO

Pasan dos semanas.

Dos semanas de vestidos y duchas y comida que quiero desparramar por la habitación. Dos semanas con Warner sonriendo y tocándome la cintura, riendo y guiándome por la espalda, asegurándose de que tengo el mejor aspecto posible para andar su lado. Cree que soy su trofeo. Su arma secreta.

Tengo que reprimir las ganas de reventarle los nudillos contra el hormigón.

Pero le ofrezco dos semanas de cooperación, porque en una semana nos habremos ido.

Ojalá.

Pero sobre todo, me he dado cuenta de que no odio tanto a Warner como pensaba.

Me da pena.

Siente una especie de consuelo extraño ante mi presencia, cree que puedo verme reflejada en él y en sus ideas retorcidas, en su cruel educación, en su padre ausente y exigente al mismo tiempo.

Pero nunca habla sobre su madre.

Adam dice que nadie sabe nada sobre la madre de Warner, que nunca se habla de ella y que nadie tiene la menor idea de quién es. Dice que sólo se conoce a Warner por ser el resultado de una crianza despiadada y por su frío y calculador deseo de poder. Odia a los niños felices y a los padres felices con vidas felices.

Creo que Warner se piensa que entiendo. Que lo entiendo.

Y es verdad. Y es mentira.

Porque no somos iguales.

Yo quiero ser mejor.

Adam y yo pasamos algo de tiempo juntos, pero por la noche. No es mucho. Warner cada vez me observa de más cerca; desactivar las cámaras le ha hecho sospechar más. Siempre entra en mi habitación de forma inesperada, me lleva a dar paseos innecesarios por el edificio, sólo me habla de sus planes y de sus planes de planear más cosas y de cómo podemos conquistar el mundo juntos. No finjo interés.

Quizás soy yo quien lo empeora todo.

—No puedo creer que Warner aceptara que desactivaran tus cámaras —me dijo Adam una noche.

—Está loco. No es racional. Tiene una enfermedad que nunca comprenderé.

Adam suspiró.

—Está obsesionado contigo.

—¿Cómo? —Casi me parto el cuello de la sorpresa.

—Sólo habla de ti. —Por un momento Adam se quedó callado, con la mandíbula tensa—. He oído historias sobre ti incluso antes de que llegaras. Por eso me involucré… Por eso me ofrecí voluntario. Warner se pasó meses recopilando información: direcciones, historiales médicos, historias personales, relaciones familiares, certificados de nacimiento, análisis de sangre. Todo el ejército hablaba sobre su nuevo proyecto; todo el mundo sabía que estaba buscando a una chica que había matado a un niño en un supermercado. Una chica que se llamaba Juliette.

Contuve la respiración.

Adam sacudió la cabeza.

—Sabía que se refería a ti. Tenías que ser tú. Le pregunté a Warner si podía colaborar en el proyecto… Le dije que había ido contigo al colegio, que había oído hablar del niño, que te había visto en persona. —Se echó a reír—. Warner estaba encantado. Pensó que así el experimento sería más interesante —añadió, asqueado—. Y yo sabía que si pretendía que formaras parte de su proyecto de locos… —Vaciló. Miró hacia otra parte. Se pasó la mano por el pelo—. De lo único que estaba seguro en ese momento era de que tenía que hacer algo. Pensé que podría intentar ayudarte. Pero ahora las cosas se han puesto más feas. Warner no para de hablar sobre lo que eres capaz de hacer o sobre lo valiosa que eres para sus esfuerzos y sobre lo entusiasmado que está de tenerte aquí. Todo el mundo se está empezando a dar cuenta de ello. Warner es despiadado… no siente compasión por nadie. Le encanta el poder, la emoción de destruir personas. Pero se está empezando a desmoronar, Juliette. Está desesperado… Quiere que te unas a él. A pesar de sus amenazas, no quiere forzarte. Quiere que lo desees. Que, de alguna forma, lo elijas. —Miró hacia abajo, respiró con dificultad—. Está perdiendo facultades. Y cada vez que veo su cara estoy a punto de hacer alguna tontería. Me encantaría partirle la mandíbula.

Sí. Warner está perdiendo facultades.

Está paranoico, aunque tiene buenas razones. Pero también es paciente e impaciente conmigo. Entusiasmado y nervioso todo el rato. Es una contradicción andante.

Desactiva mis cámaras, pero algunas noches le ordena a Adam dormir junto a mi puerta para asegurarse de que no me escapo. Dice que puedo comer sola, pero siempre acaba llamándome a su lado. Nos roba las pocas horas que Adam y yo podríamos pasar juntos, pero me las ingenio para pasar las pocas noches que permite a Adam dormir en mi habitación acurrucada entre sus brazos.

Ahora los dos dormimos en el suelo, abrigándonos el uno al otro para mantener el calor incluso cuando la manta nos tapa. Cada vez que me toca es como una explosión de fuego y electricidad que me enciende los huesos de forma increíble. Es el tipo de sensación que me gustaría sentir en las manos.

Adam me habla sobre progresos, murmullos que ha oído de otros soldados. Me explica que hay muchos cuarteles generales en lo que queda del país. Que el padre de Warner está en el Capitolio, que ha dejado a su hijo a cargo de todo este sector. Dice que Warner odia a su padre pero ama el poder. La destrucción. La devastación. Me acaricia el pelo y me cuenta historias, y se acerca a mí como si tuviera miedo de que desapareciera. Pinta imágenes de personas y lugares hasta que me quedo dormida, hasta que me sumerjo en un narcótico de sueños para escapar de un mundo que no tiene más refugio, ni alivio, ni liberación que las palabras reconfortantes en mi oído. Lo único que espero estos días es dormir. Ya casi no recuerdo por qué antes gritaba.

Todo se vuelve demasiado cómodo y empiezo a sentir pánico.

—Ponte esto —me dice Warner.

Desayunar en la habitación azul se ha convertido en una rutina. Como y no pregunto de dónde proviene la comida, ni si pagan a los trabajadores por lo que hacen, ni cómo este edificio puede sustentar tantas vidas, bombear tanta agua o usar tanta electricidad. Debo ganar tiempo. Coopero.

Warner no me ha vuelto a pedir que lo toque, y yo no se lo ofrezco.

—¿Para qué sirven? —Miro los trocitos de tela en sus manos y siento una punzada nerviosa en el estómago.

Esboza una lenta y furtiva sonrisa.

—Una prueba de aptitud. —Me agarra la muñeca y coloca el bulto sobre mi mano—. Esta vez me daré la vuelta, pero sólo esta.

Estoy demasiado nerviosa como para indignarme.

Me tiemblan las manos mientras me pongo el atuendo, que resulta ser un top diminuto y unos escuetos pantalones cortos. Estoy prácticamente desnuda. Me da pánico pensar qué puede significar esto. Aclaro la garganta sutilmente y Warner se gira.

Tarda mucho en hablar; sus ojos están demasiado ocupados recorriendo la hoja de ruta de mi cuerpo. Tengo ganas de arrancar la alfombra y coserla a mi piel. Sonríe y me ofrece su mano.

Soy de granito, piedra caliza y mármol. No me muevo.

Baja la mano. Ladea la cabeza.

—Sígueme.

Abre la puerta. Adam está fuera. Es tan bueno enmascarando sus emociones que casi no percibo la conmoción que aparece y desaparece en su rostro. Sólo la tensión en su frente y en las sienes lo delata. Sabe que algo no va bien. Incluso gira el cuello para registrar mi aspecto. Parpadea.

—¿Señor?

—Quédese aquí, soldado. Yo me encargo a partir de ahora.

Adam no responde no responde no responde…

—Sí, señor —dice, con voz ronca de repente.

Noto sus ojos clavados en mí mientras cruzo el pasillo.

Warner me lleva a un sitio nuevo. Pasamos por pasillos que no he visto nunca, cada vez más oscuros y sombríos y estrechos. Me doy cuenta de que vamos hacia abajo.

Hacia un sótano.

Atravesamos una, dos, cuatro puertas metálicas. Hay soldados por todas partes, hay ojos por todas partes, me evalúan con miedo y algo más que prefiero no identificar. Me doy cuenta de que hay muy pocas chicas en el edificio.

Si alguna vez ha habido algún lugar en el que agradecer ser intocable, es este.

Es la única razón por la que estoy a salvo de los ojos depredadores de cientos de hombres solitarios. Es la única razón por la que Adam está conmigo… porque Warner cree que Adam es una figura de cartón que se hace en una fábrica. Cree que Adam es una máquina engrasada con órdenes y exigencias. Cree que Adam es un recordatorio de mi pasado, y lo usa para hacerme sentir incómoda. Nunca podría imaginarse que Adam podría ponerme un dedo encima.

Nadie lo haría. Toda persona con la que me cruzo está profundamente aterrada.

La oscuridad es como un lienzo negro perforado con un cuchillo sin afilar, con rayos de luz que asoman. Me recuerda a mi antigua celda. Mi piel se eriza con un pavor incontrolable.

Estoy rodeada de pistolas.

—Entra —dice Warner. Me empujan hacia una habitación vacía que huele un poco a moho. Alguien enciende un interruptor y destellan luces fluorescentes que dejan al descubierto unas paredes de color amarillo pálido y una alfombra del color de la hierba muerta. Detrás de mí, la puerta se cierra de golpe.

En la habitación no hay más que telarañas y un espejo enorme. El espejo ocupa media pared. Por instinto sé que Warner y sus cómplices deben estarme observando. Pero no sé por qué.

Hay secretos por todas partes.

Y respuestas en ninguna parte.

El espacio en el que estoy tiembla con tintineos/chasquidos/chirridos metálicos y movimientos. El suelo cobra vida. El techo tiembla avecinando el caos. De repente aparecen pinchos metálicos por todas partes, esparcidos por la habitación, perforando cada superficie a alturas diferentes. Desaparecen a los pocos segundos para reaparecer con un impacto aterrador repentino, y cortan el aire como agujas.

Me doy cuenta de que estoy en una cámara de tortura.

Las interferencias y los acoples de altavoces que son más viejos que mi corazón moribundo cobran vida. Soy un caballo de carreras que galopa hacia una meta falsa, que respira con dificultad para el beneficio de otro.

—¿Estás lista? —La voz amplificada de Warner resuena por toda la habitación.

—¿Para qué se supone que debo estar lista? —grito al espacio vacío, segura de que alguien puede oírme. Estoy calmada. Estoy calmada. Estoy calmada. Estoy petrificada.

—¿Recuerdas que hicimos un trato? —responde la habitación.

—¿Qu…

—Desactivé tus cámaras. Ahora debes cumplir tu parte.

—¡No voy a tocarte! —grito, dando vueltas, aterrorizada, horrorizada, preocupada porque me pueda desmayar en cualquier momento.

—Está bien —dice—. Te mando a mi sustituto.

La puerta se abre con un chirrido y un niño pequeño en pañales se contonea. Lleva los ojos vendados y solloza, temblando de miedo.

Un alfiler hace que mi existencia explote hasta desintegrarse.

—Si no lo salvas —las palabras de Warner resuenan con interferencias por la sala—, nosotros tampoco lo haremos.

Este niño.

Debe tener una madre un padre alguien que lo quiere este niño este niño este niño que anda a trompicones por el miedo. En cualquier momento una estalagmita metálica podría atravesarlo.

Es sencillo. Para salvarlo, tengo que agarrarlo, encontrar un sitio seguro en el suelo y sujetarlo en mis brazos hasta que se acabe el experimento.

Sólo hay un problema.

Si lo toco, puede morir.