Vuelvo a tener 14 años y estoy mirando su nuca en una clase pequeña. Tengo 14 años y llevo años enamorada de Adam Kent. Me aseguré de tener mucho cuidado, estar muy callada, cooperar, porque no quería volverme a mudar. No quería dejar la escuela en la que había descubierto la única cara amable. Observé cómo iba creciendo un poquito cada día, cómo se hacía un poquito más alto, un poquito más fuerte, un poquito más resistente, un poquito más silencioso. Con el tiempo se hizo demasiado fuerte como para que su padre lo pegara, pero nadie sabe qué pasó con su madre. Los estudiantes lo rechazaron, lo acosaron hasta que empezó a defenderse, hasta que la presión del mundo acabó derrotándolo.
Pero sus ojos siempre fueron los mismos.
Siempre me miraron de la misma forma. Comprensivos. Compasivos. Ansiosos por entender. Pero nunca me hizo preguntas. Nunca me presionó para hablar. Sólo se aseguró de estar lo suficientemente cerca como para ahuyentar a los demás.
Pensé que quizás no era tan mala. Quizás.
Pensé que quizás había visto algo en mí. Pensé que quizás no era tan horrible como los demás decían. No había tocado a nadie desde hacía años. No me atrevía a acercarme a la gente. No podía arriesgarme.
Hasta que un día lo hice y lo arruiné todo.
Maté a un niño en un supermercado cuando sólo intentaba ayudarlo a que se levantara. Al tomar sus manitas. No entendía por qué gritaba. Era la primera vez que tocaba a alguien desde hacía mucho tiempo y no entendía qué me pasaba. Las pocas veces que, de forma accidental, había tocado a alguien, siempre me había apartado. Me apartaba cuando recordaba que no debía tocar a nadie. Cuando oía cómo escapaba el primer grito de sus labios.
Con el niño fue diferente.
Quería ayudarlo. Sentí una oleada de ira repentina hacia su madre por no atenderle cuando gritaba. Su falta de compasión como madre me destrozó y me recordó demasiado a mi propia madre. Sólo quería ayudarlo. Quería que supiera que alguien lo escuchaba… que alguien se preocupaba por él. No entendía por qué me pareció tan raro y estimulante tocarlo. No sabía que estaba consumiendo su vida y no pude comprender por qué se había quedado inerte y callado a mis brazos. Pensé que quizás el torrente de poder y de sentimientos positivos significaba que me había curado de mi horrible enfermedad. Pensé tantas estupideces y lo arruiné todo.
Pensé que estaba ayudando.
Pasé los siguientes tres años de mi vida en hospitales, despachos de abogados, centros de detención de menores y me sometí a pastillas y terapias de electroshock. Nada funcionó. Nada me ayudó. Aparte de matarme, la única solución era encerrarme en un manicomio. La única forma de proteger al público contra el terror de Juliette.
No había visto a Adam en tres años, hasta el momento en que entró en mi celda.
Tiene un aspecto diferente. Más fuerte, más alto, más resistente, más agudo, lleno de tatuajes. Es musculoso, maduro, silencioso y rápido. Es como si no pudiera permitirse ser dulce, lento o tranquilo. Como si no pudiera permitirse ser algo más que músculo, algo más que fuerza o eficiencia. Las líneas de su rostro son suaves, precisas, esculpidas por años de trabajo duro y formación y supervivencia.
Ya no es un niño. No tiene miedo. Está en el ejército.
Pero tampoco es tan diferente. Sigue teniendo los ojos azules más extraordinarios que he visto. Oscuros y profundos y llenos de pasión. Siempre me pregunté cómo sería ver el mundo a través de una lente tan hermosa. Me pregunté si el color de tus ojos significaba que veías el mundo de forma diferente. Si el mundo te veía diferente como resultado.
Debería haberlo reconocido cuando apareció en mi celda.
Una parte de mí lo hizo. Pero me esforcé tanto por reprimir los recuerdos de mi pasado que me negué a creer que pudiera ser posible. Porque una parte de mí no quería recordar. Una parte de mí estaba demasiado asustada como para tener esperanzas. Una parte de mí no sabía si, después de todo, saber que era él cambiaría algo.
Muchas veces me pregunto qué aspecto tendré.
Me pregunto si sólo soy una sombra minada de la persona que era. No me he mirado al espejo en tres años. Me asusta lo que pueda ver.
Alguien llama a la puerta.
Mi propio miedo me catapulta al otro lado de la habitación. Adam entrecruza una mirada conmigo antes de abrir la puerta y decido retirarme a un rincón.
Afino los oídos para oír voces débiles, murmullos, y a alguien que se aclara la garganta. No estoy segura de qué hacer.
—Estaré abajo en un minuto —dice Adam en voz alta. Me doy cuenta de que intenta poner fin a la conversación.
—Venga, tío, sólo quiero verla…
—No es un puto animal de feria, Kenji. Lárgate de aquí.
—Bueno, pero dime: ¿echa chispas por los ojos? —Se ríe y yo me estremezco y me caigo al suelo, al lado de la cama. Me acurruco e intento no escuchar el resto de la conversación.
No lo consigo.
Adam suspira. Me lo imagino frotándose la frente.
—Vete de aquí.
Kenji intenta no reírse.
—Joder, de repente te has vuelto sensible, ¿no? Estar con una chica te está haciendo cambiar, tío.
Adam le dice algo que no consigo oír.
La puerta se cierra de golpe.
Me asomo desde mi escondite. Adam parece avergonzado.
Mis mejillas se sonrojan. Examino la trama intrincada de alfombra finamente tejida bajo mis pies. Toco el tapiz de la pared y espero a que hable. Me levanto para mirar por la ventanita y me encuentro con el sombrío telón de fondo de una ciudad destrozada. Apoyo la frente contra el cristal.
Los cubos metálicos se agrupan en la distancia: instalaciones que albergan a civiles envueltos en muchas capas, intentando refugiarse del frío. Una madre toma a su hijo de la mano. Los soldados están de pie junto a ellos, quietos como estatuas, con los rifles preparados y listos para disparar. Hay montones y montones de basura, y restos peligrosos de hierro y acero que brillan en el suelo. Los árboles solitarios ondean en el viento.
Adam me rodea la cintura con las manos.
Pone los labios en mi oreja y no dice nada en absoluto, pero yo me derrito hasta que soy un pedazo de mantequilla caliente que se escurre por su cuerpo. Quiero alimentarme de cada minuto de este momento.
Dejo que mis ojos se cierren para no ver la verdad que asoma fuera de mi ventana. Sólo durante un rato.
Adam respira profundamente y me acerca más hacia él. Me adapto a la forma de su figura; sus manos me rodean la cintura y sus mejillas se apoyan sobre mi cabeza.
—Eres increíble.
Intento reír pero parece que me he olvidado de hacerlo.
—Pensaba que nunca oiría estas palabras.
Adam me da la vuelta y de pronto lo miro y lo dejo de mirar, un millón de llamas me lamen y me estoy ahogando en un millón más. Me está mirando como si jamás me hubiera visto. Quiero lavar mi alma en el insondable azul de sus ojos.
Se inclina hasta que su frente descansa contra la mía, pero nuestros labios siguen sin estar lo bastante cerca.
—¿Cómo estás? —susurra, y tengo ganas de besar cada delicioso latido de su corazón.
¿Cómo estás? Dos palabras que nadie me ofrece.
—Quiero salir de aquí —es lo único en que puedo pensar.
Me aprieta contra su pecho y me quedo maravillada por el poder, la gloria, el milagro de un movimiento tan simple. Es como un bloque sólido, de casi dos metros de altura.
Todas las mariposas del mundo han emigrado a mi estómago.
—Juliette.
Me inclino hacia atrás para verle la cara.
—¿Hablas en serio de escapar? —me pregunta. Sus dedos rozan el lateral de mi mejilla. Me coloca un mechón de pelo detrás de la oreja—. ¿Sabes que hay riesgos?
Respiro profundamente. Sé que el único riesgo real es la muerte.
—Sí.
Asiente. Baja la vista, la voz.
—Las tropas se están movilizando para un ataque. Ha habido muchas protestas de grupos que antes estaban callados, y nuestro trabajo es eliminar a la resistencia. Creo que quieren que este sea su último ataque —añade en voz baja—. Pasa algo importante, todavía no estoy seguro de qué es, pero sea lo que sea, tenemos que estar preparados para irnos cuando ellos lo estén.
Me quedo helada.
—¿Qué quieres decir?
—Cuando estén a punto de desplegar las tropas, tú y yo tenemos que estar listos para huir. Es la única oportunidad real de salir de aquí y tener tiempo para desaparecer. Todos estarán demasiado concentrados en el ataque… y eso nos dará un poco de tregua hasta que se den cuenta de que hemos desaparecido o que puedan reunir a suficiente gente para buscarnos.
—Pero… ¿Quieres decir… que tú vendrás conmigo? ¿Estarías dispuesto a hacer eso por mí?
Esboza una sonrisa. Le hace gracia. Sus labios tiemblan como si intentara no reírse. Al mirarme, sus ojos se suavizan.
—Hay muy pocas cosas que no haría por ti.
Respiro profundamente y cierro los ojos, tocándole el pecho con los dedos, imaginando que el pájaro planea en su piel, y le hago la pregunta que más miedo me da.
—¿Por qué?
—¿Qué quieres decir? —Retrocede.
—¿Por qué, Adam? ¿Por qué te preocupas? ¿Por qué quieres ayudarme? No lo entiendo… No sé por qué estarías dispuesto a arriesgar tu vida…
Pero en ese momento pone las manos alrededor de mi cintura y me acerca mucho a él y sus labios están cerca de mi oreja y dice mi nombre una y dos veces, y no imaginaba que podría prenderme en llamas tan rápido. Sonríe contra mi piel.
—¿No lo sabes?
No sé nada, le diría si supiera cómo hablar.
Se ríe brevemente y se aparta. Me toma la mano y la examina.
—¿Recuerdas cuando estábamos en cuarto? —dice—. Cuando Molly Carter se apuntó demasiado tarde a la excursión. Todas las plazas estaban ocupadas, y se quedó fuera del autobús llorando porque quería ir.
No espera que responda.
—Recuerdo que saliste del bus. Le ofreciste tu asiento y ella ni siquiera te dio las gracias. Vi cómo te quedabas en la acera mientras nos alejábamos.
Ya no respiro.
—¿Recuerdas en quinto? ¿La semana en que los padres de Dana casi se divorciaron? Venía cada día al colegio sin comida. Y tú le ofrecías la tuya. —Hace una pausa—. En cuanto se acabó la semana volvió a fingir que no existías.
Sigo sin respirar.
—En séptimo pillaron a Shelly Morrison copiando de tu examen de matemáticas. Ella no paraba de gritar diciendo que, si suspendía, su padre la mataría. Tú le dijiste al profesor que fuiste tú quien copió de ella. Te pusieron un cero en el examen, y te castigaron durante una semana. —Levanta la cabeza pero no me mira—. Después de esto, tuviste moratones en los brazos como mínimo durante un mes. Siempre me he preguntado de dónde habían salido.
Mi corazón late demasiado deprisa. Peligrosamente deprisa. Aprieto los dedos para evitar que tiemblen. Encajo la mandíbula y me limpio la cara de toda emoción, pero no puedo aminorar el zumbido de mi pecho aunque lo intente con todas mis fuerzas.
—Un millón de veces —dice, ahora con la voz muy tranquila—. Te vi hacer cosas así un millón de veces. Pero nunca dijiste una sola palabra a menos que te obligaran. —Se vuelve a reír, esta vez de forma ardiente e intensa. Mira hacia un punto justo encima de mi hombro—. Nunca le pediste nada a nadie. —Al fin me mira—. Pero nadie te dio una oportunidad.
Trago saliva con dificultad, intento mirar hacia otro lado pero me acaricia el rostro.
Susurra:
—No tienes ni idea de cuánto he pensado en ti. Cuántas veces he soñado… —respira con dificultad—. Cuántas veces he soñado que estaríamos así de cerca. Hace ademán de pasarse la mano por el pelo pero cambia de parecer. —Mira hacia abajo. Luego hacia arriba—. Por Dios, Juliette, te seguiría a cualquier parte. Eres lo único bueno que queda en este mundo.
Me esfuerzo por no romper a llorar pero no sé si está dando resultado. Estoy rota y pegada de nuevo y me ruborizo por todas partes y casi no logro reunir fuerzas para mirarlo a los ojos.
Sus dedos encuentran mi barbilla. La alzan.
—Tenemos tres semanas como máximo —me dice, muy dulcemente—. No creo que puedan controlar los disturbios mucho más.
Asiento. Parpadeo. Apoyo la cara contra su pecho y finjo que no estoy llorando.
Tres semanas.