Tardamos cinco años en llegar al ascensor. Quince más en subirnos a él. Para cuando llego a la habitación, tengo un millón de años. Adam está quieto, callado, sus movimientos son coordinados, mecánicos. No hay nada en sus ojos, ni en sus miembros, ni en cómo se desenvuelve su cuerpo que indique tan solo que conoce mi nombre.
Observo cómo se mueve por la habitación, rápido, veloz, con prudencia, en busca de los pequeños dispositivos que monitorizan mi conducta e inutilizándolos uno a uno. Si alguien pregunta por qué mis cámaras no funcionan, Adam no se meterá en problemas. La orden procede de Warner. Eso la hace oficial.
Eso me permite tener un poco de intimidad.
Pensé que iba a necesitar intimidad.
¡Soy tan tonta!
Adam no es el chico que recordaba.
Yo iba a tercero.
Me había mudado a la ciudad después de que me expulsaran pidieran que me fuera de mi escuela. Mis padres siempre se mudaban, siempre huían de los conflictos, de los cumpleaños que había echado a perder, de las amistades que nunca tuve. Nadie quiso hablar sobre mi «problema» jamás, pero el misterio que envolvía mi existencia lo empeoraba todo de alguna forma. A veces, si uno deja que la imaginación vuele a sus anchas, puede resultar un desastre. Yo sólo oía fragmentos de sus cuchicheos.
—¡Monstruo!
—¿Has oído lo que ha hecho…?
—¡Es una fracasada!
—… la echaron de su antigua escuela…
—¡Psicópata!
—Tiene algún tipo de enfermedad…
Nadie me hablaba. Todos me miraban. Era tan joven que lo único que hacía era llorar. Comía sola en una alambrada y nunca me miraba al espejo. Nunca quise ver el rostro al que tanto odiaban los demás. Las niñas me daban patadas y salían corriendo. Los niños me tiraban piedras. Todavía tengo algunas cicatrices.
Veía el mundo pasar a través de esas alambradas. Me quedaba mirando los coches y a los padres que dejaban a sus hijos y los momentos de los que nunca formaría parte. Eso fue antes de que las enfermedades se volvieran tan frecuentes que la muerte formaba parte habitual de la conversación. Antes de que nos diéramos cuenta de que las nubes no tenían el color adecuado, antes de que nos diéramos cuenta de que todos los animales se morían o estaban infectados, antes de que reparáramos en que todo el mundo se iba a morir de hambre, y rápido. Eso fue antes, cuando aún creíamos que nuestros problemas tenían solución. Por aquel entonces, Adam era el chico que solía venir andando al colegio. Era el chico que se sentaba tres filas delante de mí. Su ropa era peor que la mía; su comida, inexistente. Nunca lo vi comer.
Una mañana vino al colegio en coche.
Lo sé porque vi cómo lo empujaban hacia fuera. Su padre conducía borracho, gritaba y agitaba los puños por algún motivo. Adam se quedó inmóvil y miró hacia el suelo como si estuviera esperando algo, armándose de valor para lo inevitable. Vi cómo su padre abofeteaba a su hijo de ocho años. Vi cómo Adam cayó al suelo y me quedé ahí, inmóvil, mientras le daba patadas en las costillas repetidamente.
—¡Todo es por tu culpa! ¡Es por tu culpa, pedazo de inútil! —gritaba su padre una y otra y otra vez hasta que vomité allí mismo, sobre dientes de león.
Adam no lloró. Se quedó acurrucado en el suelo hasta que su padre paró, hasta que se fue con el coche. Cuando se aseguró de que todos se habían ido rompió en sollozos, con la cabecita llena de tierra, agarrándose el abdomen magullado con los brazos. No pude apartar la mirada.
Nunca pude sacarme esa escena de la cabeza, ese sonido.
Fue entonces cuando empecé a fijarme en Adam Kent.
—Juliette.
Trago aire y deseo que mis manos no estén temblando. Ojalá no tuviera ojos.
—Juliette —vuelve a decir, esta vez de forma más suave, y mi cuerpo está en una licuadora y yo soy de papilla. Siento dolor, dolor, dolor en los huesos por su afabilidad.
No me giraré.
—Siempre has sabido quién soy —murmuro.
No me dice nada y de pronto necesito desesperadamente ver sus ojos. De pronto necesito ver sus ojos. A pesar de todo, me giro y lo encuentro mirándose las manos.
—Lo siento —me dice únicamente.
Me apoyo contra la pared y aprieto los párpados. Todo era una actuación. Robarme la cama. Preguntarme mi nombre. Preguntar por mi familia. Actuaba para Warner. Para los guardas. Para quien estuviera mirando. Ya no sé en qué creer.
Tengo que decirlo. Tengo que soltarlo. Tengo que abrir las heridas y dejar que sangren.
—Es cierto —le digo—. Lo del niño. —Mi voz tiembla mucho más de lo que imaginaba—. Lo hice.
Se queda callado durante mucho rato.
—Antes no lo entendía. Cuando lo oí por primera vez. Hasta ahora no he comprendido lo que debió ocurrir.
—¿Qué? —No sabía que pudiera pestañear tantas veces.
—Para mí no tenía sentido —continúa, y cada palabra me golpea en la barriga. Mira hacia arriba y parece más angustiado de lo que jamás hubiese deseado—. Cuando me enteré. Nos enteramos todos. Toda la escuela…
—Fue un accidente. —Me ahogo, sin lograr no desmoronarme—. Él… S-se cayó… Y yo intentaba ayudarlo… No… pensé…
—Ya lo sé.
—¿Qué? —Respiro tan fuerte que me trago la habitación entera de una bocanada.
—Te creo —me dice.
—¿Cómo? ¿Por qué? —Parpadeo conteniendo las lágrimas, mis manos tiemblan, mi corazón se llena de esperanza nerviosa.
Se muerde el labio inferior. Aparta la vista. Camina hacia la pared. Abre y cierra la boca varias veces antes de que le salgan las palabras.
—Porque te conocía, Juliette… yo… Dios… sólo… —Se tapa la boca con la mano, apoya los dedos en el cuello. Se frota la frente, cierra los ojos, presiona los labios. Los abre con dificultad—. Fue el día en que iba a hablar contigo. —Sonríe de forma extraña. Se ríe de forma extraña. Se pasa la mano por el pelo. Mira hacia el techo. Me da la espalda—. Me había decidido a hablar contigo. Por fin me había decidido a hablar contigo y… —Sacude la cabeza, con fuerza, y trata de reír amargamente—. Dios mío, pero tú no te acuerdas de mí.
Pasan cientos de miles de segundos y sigo muriéndome.
Quiero reír y llorar y gritar y correr y no sé qué hacer primero.
Lo confieso.
—Claro que me acuerdo de ti. —Mi voz suena como un susurro ahogado. Cierro los ojos con fuerza. Me acuerdo de ti cada día para siempre en cada momento de mi destrozada vida—. Eres la única persona que me ha visto como un ser humano.
Nunca habló conmigo. Nunca me dirigió ni una sola palabra, pero era el único que se atrevía a sentarse cerca de mi verja. Era el único que me defendía, la única persona que luchó por mí, el único que le dio un puñetazo a alguien por tirarme una piedra a la cabeza. No sabía cómo agradecérselo.
Fue lo más parecido a un amigo que tuve.
Abro los ojos y él está de pie en frente de mí. Mi corazón es como un campo de lirios que florecen bajo un cristal, golpeteando la vida como un torrente de gotas de lluvia. Su mandíbula está tan prieta como sus ojos, tan prietos como sus puños, tan prietos como la tensión de sus brazos.
—¿Siempre lo has sabido? —Susurra cuatro palabras y rompe mi muro, libera mis labios y me roba el corazón de nuevo. Casi ni noto las lágrimas que corren por mi cara.
—Adam. —Trato de reír pero mis labios profieren un sollozo ahogado—. Reconocería tus ojos en cualquier parte del mundo.
Y eso es todo.
Esta vez no hay control.
Esta vez estoy en sus brazos y contra la pared y tiemblo por todas partes y él es tan dulce, tan cuidadoso, que me toca como si estuviera hecha de porcelana y yo quiero hacerme añicos.
Recorre mi cuerpo con sus manos, recorre mi rostro con sus ojos, su corazón corre desbocado y mi mente corre maratones.
Todo arde. Mis mejillas mis manos la boca de mi estómago y me ahogo en olas de emoción y en una tormenta de lluvia fresca, y lo único que noto es la fuerza de su contorno sobre el mío y no quiero olvidar este momento nunca jamás, jamás, jamás. Quiero grabarlo en mi piel y guardarlo para siempre.
Me toma las manos y presiona mis palmas en su rostro, y sé que nunca había conocido la belleza de sentirme humana antes de esto. Sé que sigo llorando hasta que mis ojos se cierran.
Susurro su nombre.
Y él respira más fuerte que yo y de repente pone los labios en mi cuello y yo jadeo y me muero y me aferro a sus brazos mientras él me toca, me toca, me toca y me lleno de rayos y truenos y me pregunto cuándo demonios me voy a despertar.
Sus labios saborean mi nuca una, dos y cien veces, y me pregunto si es posible morirse de euforia. Busca mis ojos para acariciarme y me sonrojo de placer, dolor e imposibilidad.
—¡Hace tanto tiempo que quería besarte! —Su voz suena ronca, irregular y profunda en mi oído.
Estoy helada, a la espera, a la expectativa, y muy preocupada por si me va a besar o no. Clavo la vista en sus labios y no me doy cuenta de lo cerca que estamos hasta que nos separamos.
Tres chirridos electrónicos retumban por la habitación y Adam mira como si, por un momento, no entendiera dónde está. Parpadea. Y corre hacia un intercomunicador para pulsar los botones adecuados. Me doy cuenta de que sigue respirando fuerte.
Yo estoy temblando.
—Nombre y número —pide la voz del intercomunicador.
—Kent, Adam. 45B-86659.
Pausa.
—Soldado, ¿es consciente de que las cámaras de la habitación están desactivadas?
—Sí, señor. He recibido órdenes directas de desmontar los dispositivos.
—¿Quién ha dado la orden?
—Warner, señor.
Pausa más larga.
—Lo verificamos y confirmamos. La manipulación no autorizada de dispositivos de seguridad puede conducir a su expulsión deshonrosa e inmediata, soldado. Espero que sea consciente de ello.
—Sí, señor.
La línea se queda en silencio.
Adam se desploma contra la pared, con el pecho agitado. No estoy segura de ello, pero podría jurar que sus labios esbozan una pequeña sonrisa. Cierra los ojos y exhala.
No estoy segura de qué hacer con el alivio que siento en mis manos.
—Ven —me dice, con los ojos cerrados todavía.
Voy hacia él de puntillas y me rodea con sus brazos. Respira el aroma de mi pelo, me besa a un lado de la cabeza y nunca en mi vida he sentido algo tan increíble. No sigo siendo humana. Soy mucho más que eso. El sol y la luna se han fusionado y la tierra está del revés. Siento que puedo ser exactamente quien quiero en sus brazos.
Me hace olvidar el miedo que puedo infundir.
—Juliette —susurra—. Tenemos que largarnos de aquí.