VEINTE

Son las ocho de la mañana y llevo un vestido de color de bosques secos y latas viejas.

Es lo más ajustado que he llevado en mi vida, de corte moderno y anguloso, casi al azar; la tela es rígida y gruesa pero transpirable. Me quedo mirando mis piernas y me asombro de tener dos.

Me siento más expuesta que en toda mi vida.

Durante diecisiete años me he esforzado en cubrir cada centímetro de piel expuesta y Warner me fuerza a quitarme esas capas. Imagino que lo hace a propósito. Mi cuerpo es una flor carnívora, una planta de interiores venenosos, una pistola con un millón de gatillos y él está preparadísimo para disparar.

Tócame y sufre las consecuencias. Nunca ha habido excepciones a esta regla.

Excepto con Adam.

Me dejó en la ducha empapada, absorbiendo una lluvia torrencial de lágrimas calientes. A través del borroso cristal, vi cómo se secaba y se ponía su uniforme habitual.

Vi cómo se escabullía, sin dejar de preguntarme por qué por qué por qué

¿Por qué me puede tocar?

¿Por qué iba a ayudarme?

¿Se acuerda de mí?

Mi piel sigue humeando.

Mis huesos están vendados con los ceñidos pliegues de este vestido extraño, la cremallera es lo único que se mantiene en una pieza. Esto, y la posibilidad de algo que siempre nunca me he atrevido a soñar.

Mis labios permanecerán sellados para siempre con los secretos de esta mañana, pero mi corazón está tan lleno de confianza y asombro y paz y expectativas que está a punto de estallar, y me pregunto si me rasgará el vestido.

La esperanza me abraza, me sostiene a sus brazos, enjuga mis lágrimas y me dice que hoy y mañana y pasado mañana estaré bien, y estoy tan loca de alegría que incluso me atrevo a creérmelo.

Estoy sentada en una habitación azul.

Las paredes están tapizadas con tela del color de un cielo de verano perfecto, el suelo está enfundado en una alfombra de cinco centímetros de grosor, la habitación está vacía excepto por dos butacas como sacadas de una constelación. Cada tonalidad es como un moratón, como un bello error, como un recordatorio de lo que le hicieron a Adam por mi culpa.

Estoy sola, sentada en un sillón de terciopelo en una habitación azul con un vestido hecho de aceitunas. La libreta que llevo en el bolsillo pesa tanto como si llevara una bola de hierro en la rodilla.

—Estás preciosa.

Warner irrumpe en la habitación como si se ganara la vida caminando sobre el aire. Va solo.

Sin querer, mis ojos echan una ojeada a mis zapatillas de tenis y me pregunto si he incumplido alguna regla al evitar ponerme los tacones de mi armario, que seguro que no son para los pies. Miro hacia arriba y está de pie enfrente de mí.

—El verde te queda muy bien —me dice con una sonrisa estúpida—. Resalta el color de tus ojos.

—¿De qué color son mis ojos? —le pregunto a la pared.

Se ríe.

—No digas tonterías.

—¿Cuántos años tienes?

Deja de reír.

—¿Te interesa saberlo?

—Siento curiosidad.

Se sienta a mi lado.

—No voy a responder a tus preguntas si no me miras cuando te hablo.

—Quieres que torture a gente en contra de mi voluntad. Quieres que sea un arma de tu guerra. Quieres que me convierta en un monstruo para ti. —Hago una pausa—. Mirarte me pone enferma.

—Eres mucho más terca de lo que pensaba.

—Me he puesto tu vestido. He aceptado tu comida. Estoy aquí. —Levanto la vista para mirarlo y me está observando fijamente. Me siento, atrapada por el poder de su mirada.

—No has hecho nada de esto por mí —dice en voz baja.

Casi me echo a reír.

—¿Por qué tendría que haberlo hecho?

Sus ojos luchan con sus labios para hablar. Aparto la mirada.

—¿Qué estamos haciendo en esta sala?

—Ah. —Respira profundamente—. Desayunar. Después te doy tu horario.

Aprieta un botón del brazo de su sillón y, casi inmediatamente, aparecen hombres y mujeres, que claramente no son soldados, con carritos y bandejas. Sus rostros son rígidos y agrietados y están demasiado delgados para estar sanos.

Me parten el corazón en dos.

—Suelo comer solo —prosigue Warner, y su voz es como un carámbano que perfora la carne de mis recuerdos—. Pero me pareció que tú y yo deberíamos conocernos más a fondo. Sobre todo porque vamos a pasar mucho tiempo juntos.

Los sirvientes criados la gente-que-no-es-soldado se va y Warner me ofrece algo en un plato.

—No tengo hambre.

—Esa respuesta no es una opción.

Levanto la vista y me doy cuenta de que habla muy en serio.

—No tienes permiso para morirte de hambre. No comes lo suficiente y necesito que estés sana. No tienes permiso para suicidarte. No tienes permiso para hacerte daño. Eres demasiado valiosa para mí.

—No soy tu juguete —le suelto.

Tira el plato en el carrito y me sorprende que no se rompa en pedazos. Se aclara la garganta y quizás sí estoy un poco asustada.

—Este proceso sería mucho más fácil si cooperaras —me dice, articulando cada palabra.

Cinco cinco cinco cinco cinco latidos.

—Al mundo le repugnas —me dice retorciendo los labios con humor—. Todas las personas a las que has conocido te han odiado. Han huido de ti. Te han abandonado. Tus propios padres renunciaron a ti y te ofrecieron a las autoridades. Estaban desesperados por deshacerse de ti, por convertirte en el problema de otros, por convencerse de que la abominación que habían criado en realidad no era su hija.

Un centenar de manos me abofetean la cara.

—Y aún así… —Se ríe abiertamente—. Insistes en que yo soy el malo. —Encuentra mis ojos—. Intento ayudarte. Te estoy dando una oportunidad que nadie más te va a dar. Estoy dispuesto a tratarte como un igual. Estoy dispuesto a darte todo lo que siempre habías querido y, por encima de todo, puedo darte poder. Puedo hacerles sufrir por lo que te hicieron. —Se inclina lo justo—. Puedo cambiar tu mundo.

Está equivocado está muy equivocado está más equivocado que un arco iris al revés.

Pero todo lo que ha dicho es verdad.

—No te atrevas odiarme tan rápido —prosigue—, porque puede que disfrutes de esta situación mucho más de lo que pensabas. Por suerte, estoy dispuesto a ser paciente. —Sonríe. Se inclina hacia atrás—. Aunque desde luego no hace daño que seas tan perturbadoramente hermosa.

Chorreo pintura roja por la alfombra.

Es un mentiroso y un ser humano horrible, horrible, horrible, y no sé si me importa porque tiene razón, o porque está muy equivocado, o porque estoy desesperada por recibir una muestra de reconocimiento en este mundo. Nadie me había dicho nada igual antes.

Hace que quiera mirarme al espejo.

—Tú y yo no somos tan diferentes como quizás desearías. —Su sonrisa es tan arrogante que me gustaría retorcerla con la mano.

—Tú y yo no somos tan parecidos como quizás desearías.

Sonríe tan ampliamente que no sé cómo reaccionar.

—Por cierto, tengo 19.

—¿Perdona?

—Tengo 19 años —me aclara—. Soy un espécimen bastante sorprendente para mi edad, ya lo sé.

Cojo la cuchara y la hundo en la materia comestible de mi plato. Ya no sé qué tipo de comida es.

—No te tengo ningún respeto.

—Cambiarás de idea —dice con facilidad—. Ahora date prisa y come. Tenemos mucho trabajo que hacer.