La oscuridad me asfixia.
Mis sueños son sangrientos y sangrantes, y la sangre mana por toda mi cabeza y ya no puedo dormir más. Los únicos sueños que solían darme paz se han esfumado y no sé cómo hacer que regresen. No sé cómo encontrar al pájaro blanco. No sé si alguna vez volará. Lo único que sé es que, cuando ahora cierro los ojos, sólo veo devastación. Disparan a Fletcher una y otra y otra vez y Jenkins se agita y muere en mis brazos y Warner le pega un tiro a Adam en la cabeza y el viento silba fuera de mi ventana pero es agudo y desafinado y no tengo fuerzas para pedirle que pare.
El frío cala a través de mi ropa.
La cama que hay bajo mi espalda está llena de nubes frágiles y nieve recién caída; es demasiado suave, demasiado cómoda. Me recuerda de una manera sobrecogedora a cuando dormí en la habitación de Warner y no puedo soportarlo. Me da miedo meterme bajo estas sábanas.
No puedo evitar preguntarme si Adam está bien, si regresará algún día, si Warner seguirá haciéndole daño cada vez que yo le desobedezca. Realmente no debería preocuparme tanto.
El mensaje de Adam en mi libreta podría ser sólo una parte del plan de Warner para volverme loca.
Me arrastro hacia el duro suelo y compruebo que mi puño sigue guardando el trozo de papel arrugado que he tenido agarrado durante dos días. Es la única esperanza que me queda y ni siquiera sé si es real.
Me estoy quedando sin alternativas.
—¿Qué haces ahí?
Contengo un grito y me tropiezo, casi le doy un golpe a Adam, que está estirado en el suelo a mi lado. Ni siquiera lo había visto.
—¿Juliette? —No se mueve ni un centímetro. Tiene la mirada fija en mí: calmada, imperturbable, como dos cubos de agua de río a medianoche. Me gustaría llorar en sus ojos.
No sé por qué le digo la verdad.
—No podía dormir ahí arriba.
No me pregunta por qué. Se levanta y tose con un gruñido y me acuerdo de que le han hecho daño. Me pregunto qué clase de dolor siente. No le hago preguntas mientras agarra una almohada y la manta de mi cama. Pone la almohada en el suelo.
—Túmbate —se limita a decirme. Me lo dice bajito.
Quiero que me lo diga durante todo el día cada día para siempre.
Sólo ha sido una palabra y no sé por qué me sonrojo. Me tumbo a pesar de las alarmas que recorren mi sangre y mi cabeza descansa sobre la almohada. Cubre mi cuerpo con la manta. Dejo que lo haga. Veo que sus brazos se curvan y flexionan bajo las sombras de la noche, bajo la luna que se asoma por la ventana e ilumina su silueta con su resplandor. Se tumba en el suelo y sólo deja unos pocos centímetros de distancia entre nosotros. No pide ninguna manta. No usa almohada. Sigue durmiendo sin camiseta y me doy cuenta de que no sé cómo respirar. Me doy cuenta de que probablemente no respire jamás en su presencia.
—No tendrás que volver a gritar —susurra.
Se me escapa el aliento.
Cierro los dedos alrededor de la posibilidad de que Adam toque mi mano y duermo más profundamente que en toda mi vida.
Mis ojos son dos ventanas entreabiertas por el caos del mundo.
Una ligera brisa estremece mi piel y me siento, me quito las legañas y me doy cuenta de que Adam ya no está a mi lado. Parpadeo y vuelvo a subir a la cama, en la que recoloco la almohada y la manta.
Miro hacia la puerta y me pregunto qué me espera al otro lado.
Miro hacia la ventana y me pregunto si alguna vez veré un pájaro volando.
Miro hacia el reloj de la pared y me pregunto qué significa volver a vivir en función de los números. Me pregunto qué significa en este edificio que sean las 6:30 de la mañana.
Decido lavarme la cara. La idea me entusiasma y me siento un poco avergonzada por ello.
Abro la puerta del baño y veo el reflejo de Adam en el espejo. Sus rápidas manos se bajan la camiseta antes de que pueda ver más detalles, pero he podido ver lo que no pude ver en la oscuridad.
Está lleno de moratones.
Siento como si mis piernas se partieran. No sé cómo ayudarlo. Ojalá pudiera ayudarlo.
—Lo siento —se apresura a decir—. No sabía que estabas despierta. —Tira de la parte inferior de su camiseta como si no fuera lo suficientemente larga como para fingir que estoy ciega.
Asiento a la nada. Miro los azulejos que hay bajo mis pies. No sé qué decir.
—Juliette. —Su voz se ciñe tan suavemente a las letras de mi nombre que me muero cinco veces en un segundo. Su rostro es un bosque de emociones. Agita la cabeza—. Lo siento —me dice tan bajito que estoy segura de habérmelo imaginado—. No es… —Aprieta la mandíbula y se pasa una mano nerviosa por el pelo—. Todo esto… no es…
Abro la palma de mi mano. El papel forma una bolita arrugada de posibilidades.
—Ya lo sé.
El alivio inunda todos los rasgos de su rostro y de repente sus ojos se convierten en el único consuelo que voy a necesitar jamás. Adam no me ha traicionado. No sé ni por qué ni cómo ni qué ni nada excepto que sigue siendo mi amigo.
Sigue de pie delante de mí y no quiere que me muera.
Doy un paso adelante y cierro la puerta.
Abro la boca para hablar.
—¡No!
Me quedo boquiabierta.
«Espera», me dice con una mano. Sus labios se mueven pero no hacen ruido. Me doy cuenta de que aunque no haya cámaras quizás sí que haya micrófonos en el baño. Adam mira a su alrededor una y otra vez y a todas partes.
Deja de mirar.
La ducha tiene cuatro paredes de mármol pulido y, antes de que me dé cuenta de lo que está pasando, abre la mampara. Adam acciona el agua a plena potencia y el sonido se avalancha a través de él, retumbando en la habitación y envolviéndolo todo como si tronara en el vacío que nos rodea. El espejo ya se está empañando a causa del vapor y justo cuando empiezo a entender su plan me toma en brazos y me mete en la ducha.
Mis gritos son vapor, pequeños jadeos que no puedo comprender.
El agua caliente me empapa la ropa. Corre a toda prisa por mi pelo y diluvia sobre mi cuello, pero lo único que siento son sus manos alrededor de mi cintura. Me entran ganas de gritar por motivos absurdos.
Sus ojos me inmovilizan. Su necesidad me enciende los huesos. Por los planos pulidos de su rostro serpentean riachuelos de agua y me aprieta con los dedos contra la pared.
Sus labios sus labios sus labios sus labios sus labios
Mis ojos luchan por no pestañear.
Mis piernas se han ganado el derecho a temblar.
Mi piel se abrasa en todas las partes en las que no me toca.
Sus labios están tan cerca de mi oído que soy agua y nada y todo y me fundo en un deseo tan desesperado que me quema cuando me lo trago.
—Puedo tocarte —me dice, y me pregunto por qué tengo colibríes en el corazón—. No lo comprendí hasta la otra noche —murmura, y estoy demasiado embriagada como para digerir el peso de cualquier cosa excepto el de su cuerpo, que ronda tan cerca del mío.
—Juliette… —Se acerca más a mi cuerpo y me doy cuenta de que no le presto atención a nada más que a los dientes de león que soplan deseos en mis pulmones. Abro los ojos de golpe y él se lame el labio inferior un instante y algo en mi pecho estalla de vida.
Jadeo. Jadeo. Jadeo.
—¿Qué estás haciendo…?
—Juliette, por favor… —Su voz suena ansiosa y mira tras de sí como si no estuviera seguro de que estamos solos—. La otra noche… —Aprieta los labios. Cierra los ojos durante medio segundo y me quedo atónita con las gotas, gotas, gotas de agua caliente atrapadas en sus pestañas como perlas forjadas en el dolor. Sus dedos suben poco a poco por los lados de mi cuerpo como si luchara por mantenerlos en un sitio, como si luchara por no tocarme por todas partes por todas partes por todas partes y sus ojos se empapan de los 160 centímetros de mi cuerpo y estoy tan, tan, tan
Atrapada.
—Por fin lo he entendido —me dice al oído—. Sé… Ya sé por qué te quiere Warner. Sus dedos son como diez puntos de electricidad que me están matando con algo que nunca había experimentado. Algo que siempre había querido sentir.
—¿Y entonces, por qué estás aquí? —le susurro, destrozada, muriéndome en sus brazos—. ¿Por qué… —Uno. Dos intentos de inspiración—. ¿Por qué me tocas?
—Porque puedo. —Casi esboza una sonrisa y a mí casi me nacen un par de alas—. Ya lo he hecho.
—¿Qué? —Parpadeo, recobrando la sobriedad repentinamente—. ¿Qué quieres decir?
—La primera noche en la celda —suspira. Mira hacia abajo—. Gritabas mientras dormías.
Espero.
Espero.
Espero una eternidad.
—Te toqué la cara —me dice al oído—. La mano. Rocé todo tu brazo… —Se echa hacia atrás y sus ojos se quedan en mi hombro, se desplazan hasta el codo, aterrizan en mi cintura. Estoy suspendida en la incredulidad—. No sabía cómo despertarte. No te ibas a despertar. Así que me volví a sentar y te observé. Esperé a que a dejaras de gritar.
—No. Puede. Ser. —Lo único que consigo decir son estas tres palabras.
Pero sus manos se convierten en brazos que me rodean la cintura, sus labios se convierten en una mejilla que se pega a mi mejilla y su cuerpo se pega al mío, su piel me toca, me toca, me toca y él no grita ni muere ni huye de mí y yo lloro
me ahogo
tiemblo me estremezco me astillo en lágrimas
y él me sostiene como nadie lo ha hecho nunca.
Como si me deseara.
—Voy a sacarte de aquí —me dice, y su boca se mueve por mi pelo y sus manos viajan hacia mis brazos y me echo hacia atrás y él me mira a los ojos y debo estar soñando.
—¿Por qué… por qué harías…? Yo no… —Niego con la cabeza y lo hago porque esto no puede estar sucediendo y sacudo las lágrimas pegadas a mi rostro. Esto no puede ser real.
Sus ojos me doman, su sonrisa trastorna mis articulaciones y desearía conocer el sabor de sus labios. Ojalá tuviera el valor de tocarlo.
—Me tengo que ir —me dice—. Tienes que estar vestida y abajo a las ocho en punto.
Me estoy ahogando en sus ojos y no sé qué decir.
Se quita la camiseta y no sé hacia dónde mirar.
Me agarro a la mampara de cristal y presiono los ojos y parpadeo cuando algo se mueve demasiado cerca. Sus dedos están muy cerca de mi cara y goteo me quemo me deshago ante la expectativa.
—No hace falta que mires hacia otro lado —me dice. Lo dice con una sonrisa del tamaño de Júpiter.
Atisbo sus rasgos, la mueca que quiero saborear, el color de sus ojos, que usaría para pintar un millón de cuadros. Sigo la línea de su mandíbula hacia su cuello y hasta la cima de su clavícula; memorizo las colinas y los valles esculpidos en sus brazos, la perfección de su torso. El pájaro de su pecho.
El pájaro de su pecho.
Un tatuaje.
Un pájaro blanco con manchas doradas como una corona en la cabeza. Está volando.
—Adam —intento decirle—. Adam. —Me atraganto—. Adam —intento decir muchas veces, pero no lo consigo.
Trato de buscar sus ojos únicamente para darme cuenta de que me ha estado observando mientras lo examinaba. Las piezas de su rostro se unen en líneas de expresión tan profundas que me pregunto cómo debe verme a mí. Toca con dos dedos mi babilla, me inclina la cabeza hacia arriba lo justo y me convierto en un cable de alta tensión en el agua.
—Encontraré la forma de hablar contigo —me dice, y me envuelve con las manos y mi rostro está pegado a su pecho y de repente el mundo es más brillante, más grande, bonito. De repente, el mundo significa algo para mí, la idea de humanidad significa algo para mí, el universo entero se detiene y gira hacia la otra dirección y yo soy el pájaro.
Soy el pájaro y estoy echando a volar.