Tan pronto como llego a la habitación abro el armario y arranco de un tirón el vestido púrpura del colgador antes de recordar que me están observando. Las cámaras. Me pregunto si también castigaron a Adam por hablarme de ellas. Me pregunto si habrá corrido otros riesgos conmigo. Me pregunto por qué lo haría.
Toco la tela rígida y moderna del vestido púrpura y mis dedos se deslizan hasta el dobladillo, tal y como hizo Adam ayer. No puedo evitar pensar por qué le gusta tanto este vestido. Por qué este. Por qué tengo que ponerme un vestido siquiera.
No soy una muñeca.
Mi mano se detiene en el pequeño estante de madera que hay debajo de la ropa colgada y una textura desconocida me roza la piel. Es dura y extraña pero conocida al mismo tiempo. Me acerco más al armario y me escondo entre las puertas. Deslizo los dedos por la superficie y un rayo de sol irrumpe en mi estómago llenándome de esperanza, y me sobreviene una estúpida felicidad, pero es tan fuerte que me sorprende que mi rostro no esté cubierto de lágrimas.
Mi libreta.
Ha salvado mi libreta. Adam ha salvado lo único que tengo.
Cojo el vestido púrpura y meto el bloc de notas entre los pliegues antes de escabullirme hacia el baño.
El baño, donde no hay cámaras.
El baño, donde no hay cámaras.
El baño, donde no hay cámaras.
Estaba intentando decírmelo, comprendo. Antes, en el baño. Estaba intentando decirme algo y yo estaba tan asustada que lo ahuyenté.
Lo ahuyenté.
Cierro la puerta tras de mí y mis manos tiemblan al desplegar las familiares hojas unidas con pegamento viejo. Hojeo las páginas para asegurarme de que están todas y mis ojos aterrizan en la entrada más reciente. En la parte inferior hay un cambio. Una frase nueva que no está escrita con mi letra.
Una frase nueva que debe ser de él.
No es lo que piensas.
Me quedo inmóvil.
Cada centímetro de mi piel está en tensión, cargado de sentimiento, y aumenta la presión en mi pecho, palpitando más ruidosa, rápida y fuertemente, compensada en exceso por mi inmovilidad. No tiemblo cuando estoy congelada en el tiempo. Entreno mi respiración para que sea más lenta, cuento cosas que no existen, cuento números al azar, me imagino que el tiempo es un reloj de arena roto que sangra segundos a través de la arena. Me atrevo a creer.
Me atrevo a tener la esperanza de que Adam esté intentando acercarse a mí. Estoy lo bastante loca como para creer en eso.
Arranco la página de la libreta y la agarro con fuerza, tragándome enérgicamente la histeria que cosquillea cada momento de mi mente destrozada.
Escondo la libreta en un bolsillo del vestido púrpura. El bolsillo en el que Adam la debe haber metido. El bolsillo del que se debe haber caído. El bolsillo del vestido púrpura. El bolsillo del vestido púrpura.
La esperanza es un bolsillo de posibilidades.
La sostengo en la mano.
Warner no se retrasa.
Tampoco llama a la puerta.
Me estoy poniendo los zapatos cuando entra sin decir palabra, sin esforzarse en hacer notar su presencia. Sus ojos descienden por todo mi cuerpo. Mi mandíbula se endurece.
—Le has hecho daño —me sorprendo diciendo.
—No debería importarte —dice ladeando la cabeza, señalando mi vestido—. Pero es obvio que te importa.
Sello mis labios y rezo para que mis manos no tiemblen mucho. No sé dónde está Adam. No sé si está gravemente herido. No sé qué va a hacer Warner, hasta dónde va a llegar con tal de lograr lo que quiere, pero la idea de que Adam esté sufriendo me hace sentir como si una mano fría me agarrara el esófago. No puedo respirar. Me duele como si estuviera tragándome un mondadientes. Si Adam está tratando de ayudarme podría costarle la vida.
Toco el trozo de papel que tengo guardado en el bolsillo.
Respiro.
Warner mira por mi ventana.
Respiro.
—Es hora de irse —dice.
Respiro.
—¿Adónde vamos?
No responde.
Salimos por la puerta. Miro a mi alrededor. El pasillo está desierto, vacío.
—¿Dónde está Adam la gente?
—Me gusta mucho este vestido —contesta Warner deslizando un brazo alrededor de mi cintura. Me aparto pero me guía hacia el ascensor—. Te queda espectacular. Me distrae de tus preguntas.
—Tu pobre madre.
Warner casi tropieza con sus propios pies. Sus ojos se ensanchan, alarmados. Se detiene a pocos metros de nuestra meta. Se da la vuelta.
—¿Qué quieres decir?
El estómago me da un vuelco.
La expresión de su rostro: tensión desprotegida, miedo acobardado, aprensión repentina.
Sólo estaba bromeando, una broma cruel, es lo que no le digo. Lo siento por tu pobre madre, es lo que iba a decirle, porque tiene que ocuparse de un hijo tan miserable y patético. Pero no digo nada.
Me toma las manos, fija la vista en mis ojos. La urgencia late en su sien.
—¿Qué quieres decir? —insiste.
—N-nada —tartamudeo. Se me quiebra la voz—. Yo no… Sólo era una broma…
Warner me suelta las manos como si lo hubieran quemado. Mira hacia otro lado. Va hacia el ascensor y no espera a que lo alcance.
Me pregunto qué me está ocultando.
Cuando ya hemos bajado varias plantas y vamos por un pasillo desconocido hacia una salida desconocida me mira por fin. Me dedica cuatro palabras.
—Bienvenida a tu futuro.