QUINCE

¿Por qué no te suicidas? Me lo preguntó una vez alguien en la escuela.

Creo que era la típica pregunta que pretendía ser cruel, pero fue la primera vez que contemplé dicha posibilidad. No supe qué decir. Quizás estaba tan loca como para pensarlo, pero siempre había tenido la esperanza de que si era una chica lo suficientemente buena, si lo hacía todo bien, si decía lo correcto o directamente me callaba, mis padres cambiarían de opinión. Pensaba que por fin me escucharían si intentaba hablar. Pensaba que me darían una oportunidad. Pensaba que al fin quizás me querrían.

Siempre tuve esta estúpida esperanza.

—Buenos días.

Abro los ojos de golpe con un sobresalto. Nunca he tenido el sueño muy profundo.

Warner me está mirando, sentado a los pies de su cama vestido con un traje limpio y unas botas perfectamente pulidas. Todo en él es meticuloso. Impoluto. Su aliento es fresco en el vigorizante aire matutino. Lo noto en la cara.

Me lleva un tiempo darme cuenta de que estoy enredada en las mismas sábanas en las que ha dormido Warner. De repente mi rostro se enciende y trato de zafarme a trompicones. Casi me caigo de la cama.

No lo saludo.

—¿Has dormido bien? —me pregunta.

Miro hacia arriba. Tiene los ojos de un tono verde extraño: brillantes, cristalinos, penetrantes de la manera más perturbadora. Tiene el cabello grueso, como una porción del oro más valioso; su cuerpo es esbelto, normal, pero sus manos son fuertes. Me doy cuenta por primera vez de que lleva un anillo de jade en el dedo meñique de la mano izquierda.

Me pilla observándolo y se levanta. Se lleva las manos a la espalda.

—Es hora de que vuelvas a tu habitación.

Parpadeo. Asiento. Me levanto y, de nuevo, casi me caigo. Me agarro a un lado de la cama e intento estabilizar mi cabeza atontada. Warner suspira.

—No has comido lo que te dejé anoche.

Bebo el agua con manos temblorosas y me fuerzo a masticar un poco de pan. Mi cuerpo está tan acostumbrado a pasar hambre que ya no reconozco los síntomas.

Cuando recupero el equilibrio Warner me acompaña a la salida. Sigo sosteniendo un pedazo de queso en la mano.

Casi se me cae cuando salgo fuera.

Hay incluso más soldados que en mi planta. Cada uno está equipado con cuatro tipos de pistolas como mínimo, algunas colgadas al cuello, otras atadas a los cinturones. En sus rostros se pinta el terror al verme. Destella y desaparece tan rápido que podría no darme cuenta, pero es bastante obvio: todos se aferran a sus armas con más fuerza cuando paso a su lado.

Warner parece satisfecho.

—Su miedo jugará a tu favor —me susurra al oído.

Mi humanidad descansa en un millón de trozos en este suelo alfombrado.

—Nunca he querido que me tengan miedo.

—Pues deberías. —Se detiene. Sus ojos me llaman estúpida—. Si no te tienen miedo te cazarán.

—La gente se pasa el tiempo cazando lo que teme.

—Por lo menos ya saben contra quien se enfrentan. —Sigue andando por el corredor, pero mis pies están cosidos al suelo.

La comprensión es como un vaso de agua helada y me cae por la espalda.

—¿Me obligaste a hacerlo… lo de Jenkins? ¿A propósito?

Warner está tres pasos por delante de mí pero veo la sonrisa en su rostro.

—Todo lo que hago es a propósito.

—Querías un espectáculo. —El corazón se acelera en mi muñeca, late en mis dedos.

—Trataba de protegerte.

—¿De tus propios soldados? —Corro para llegar hasta él, ardiente de indignación—. A costa de la vida de un hombre…

—Entra. —Warner ha llegado al ascensor. Mantiene las puertas abiertas para que entre.

Lo sigo.

Pulsa los botones.

Se cierran las puertas.

Me giro para hablar.

Me acorrala.

Estoy apoyada en el extremo más alejado de este receptáculo de cristal y de repente me pongo nerviosa. Me agarra los brazos con las manos y sus labios están peligrosamente cerca de mi rostro. Su mirada está clavada en la mía, sus ojos destellan; peligroso. Dice una sola palabra:

—Sí.

Tardo un momento en recuperar la voz.

—Sí, ¿qué?

—Sí, de mis soldados. Sí, a costa de la vida de un hombre. —Tensa la mandíbula. Habla entre dientes—. Entiendes muy pocas cosas de mi mundo, Juliette.

—Trato de entender…

—No lo haces —espeta. Sus pestañas son como hilos de oro ardiendo en fuego. Casi siento ganas de tocarlos—. No entiendes que el poder y el control se pueden escapar de las manos en cualquier momento, incluso cuando piensas que estás listo. Estas dos cosas no son fáciles de conseguir. Y son más difíciles aún de conservar. —Intento hablar pero me corta—. ¿Crees que no sé cuántos de mis soldados me odian? ¿Crees que no sé que les gustaría verme derrotado? ¿Crees que no hay otros a quienes les encantaría ocupar mi puesto, por el que tengo que luchar tanto…?

—Eres un…

Apura los últimos centímetros que nos separan y mis palabras se caen al suelo. No puedo respirar. La tensión de todo su cuerpo es tan intensa que casi puedo palparla y creo que mis músculos han empezado a petrificarse.

—Eres una ingenua —me dice con voz dura, baja, un susurro irritante en mi piel—. No te das cuenta de que eres una amenaza para cualquier persona de este edificio. Tienen todos los motivos del mundo para hacerte daño. No te das cuenta de que intento ayudarte…

—¡Haciéndome daño! —protesto—. ¡Haciendo daño a los demás!

Su risa es fría, triste. Se aparta de mí, hastiado de pronto. El ascensor se abre pero no sale. Veo mi habitación desde aquí.

—Vuelve a tu habitación. Lávate. Cámbiate. Hay vestidos en tu armario.

—No me gustan los vestidos.

—Tampoco creo que te guste ver eso —dice ladeando la cabeza. Sigo su mirada y veo una sombra descomunal frente a mi puerta. Me giro para pedir una explicación pero no me dice nada. De golpe está tranquilo, sus rasgos exentos de cualquier emoción. Me toma la mano, me aprieta los dedos, dice—: Volveré a por ti en una hora. —Y las puertas del ascensor se cierran antes de que pueda protestar.

Me empiezo a preguntar si es coincidencia que la persona a quien le da menos miedo tocarme sea un monstruo.

Doy un paso adelante y me atrevo a mirar más de cerca al soldado que está en pie en la oscuridad.

Adam.

Oh Adam.

Adam, que ya sabe perfectamente de qué soy capaz.

Mi corazón es como un globo de agua que me explota en el pecho. Mis pulmones oscilan en mi caja torácica. Siento como si todos los puños del mundo hubieran decidido golpearme en el estómago. No debería preocuparme tanto, pero no puedo evitarlo.

Me va a odiar para siempre. Ni me va a mirar.

Espero a que me abra la puerta pero no se mueve.

—¿Adam? —aventuro—. Necesito tu tarjeta de acceso.

Veo cómo traga saliva y respira brevemente y de inmediato me doy cuenta de que algo va mal. Me acerco, pero una rápida y firme sacudida de cabeza me dice que no lo haga. No toco a la gente no me acerco a la gente soy un monstruo. No quiere que me acerque. Por supuesto que no. No debería olvidarme nunca de quién soy.

Abre la puerta con gran dificultad y me doy cuenta de que alguien le ha herido en un sitio que no puedo ver. Las palabras de Warner acuden a mi cabeza e identifico su despedida despreocupada con una advertencia. Una advertencia que corta todas las terminaciones nerviosas de mi cuerpo.

Castigarán a Adam por mis errores. Por mi desobediencia.

Quiero enterrar mis lágrimas en un cubo de arrepentimiento.

Entro por la puerta y vuelvo a mirar a Adam una última vez, incapaz de sentir triunfo alguno en su dolor. A pesar de todo lo que ha hecho, no sé si soy capaz de odiarlo. A Adam, no. Al chico que conocía, no.

—El vestido púrpura —me dice, con voz quebrada y un poco entrecortada, como si le doliera al respirar. Me retuerzo las manos para evitar correr hacia él—. Ponte el vestido púrpura. —Tose—. Juliette.

Seré el maniquí perfecto.