Estoy tan preparada para el horror inimaginable que la realidad es casi peor.
Dinero sucio chorrea de las paredes, se ha despilfarrado el suministro de alimento de un año en los suelos de mármol, se han invertido cientos de miles de dólares de ayuda médica en muebles de lujo y alfombras persas. Noto el calor artificial que entra por las rejillas de ventilación y pienso en los niños que gritan pidiendo agua limpia. Entorno los ojos a través de lámparas de cristal y oigo a madres que piden clemencia. Veo un mundo superficial que existe en medio de una realidad aterradora y me quedo paralizada.
No puedo respirar.
Debió morir mucha gente para poder mantener este lujo. Muchos debieron perder su casa y a sus hijos y los cinco dólares que les quedaban en el banco por promesas, promesas, promesas, infinitas promesas para salvarlos de sí mismos. Nos lo prometieron… El Restablecimiento nos prometió la esperanza de un futuro mejor. Nos dijeron que arreglarían las cosas, nos dijeron que nos ayudarían a regresar al mundo que conocíamos, ese mundo con salidas al cine y bodas de primavera y fiestas prenatales. Nos dijeron que nos devolverían nuestras casas, nuestra salud, nuestro mundo sostenible.
Pero nos lo robaron todo.
Nos lo quitaron todo. Mi vida. Mi futuro. Mi cordura. Mi libertad.
Llenaron el mundo de armas apuntándonos a la frente y sonrieron al despojarnos de nuestra inocencia, nuestro futuro. Mataron a los que eran lo bastante fuertes como para luchar en contra y encerraron a los bichos raros que no estaban a la altura de sus utópicas expectativas. Gente como yo.
Aquí yace la prueba de su corrupción.
Mi piel está empapada en sudor frío, mis dedos tiemblan de asco, mis piernas son incapaces de soportar el derroche, el derroche, el derroche, el derroche egoísta que se percibe entre estas cuatro paredes. Veo rojo por todas partes. La sangre de los cuerpos salpica las ventanas, se derrama en las alfombras, gotea de las lámparas de araña.
—Juliette…
Me desmorono.
Estoy de rodillas, con el cuerpo resquebrajado del dolor que me he tragado tantas veces, sollozando sin poder contenerme, la dignidad se disuelve en mis lágrimas, la agonía de la pasada semana me desgarra la piel a tiras.
Ni siquiera puedo respirar.
No puedo respirar el oxígeno que hay a mi alrededor y noto arcadas bajo la camisa y oigo voces y veo rostros que no reconozco, hilillos de voces malvadas que me confunden, pensamientos que se han alterado tantas veces que ya no sé si volveré a estar consciente.
Tal vez he perdido el juicio definitivamente.
Estoy en el aire. Soy una bolsa de plumas en sus brazos y él se hace camino entre los soldados que se agolpan con curiosidad y por un momento no reprimo mi deseo, aunque no debiera desearlo tanto. Quiero olvidarme de que debería odiarlo, de que me ha traicionado, de que trabaja para los mismos que intentan destruir lo poco que queda de la humanidad y mi rostro queda sepultado en la suave tela de su camisa y mi mejilla presiona su pecho y huele a fuerza y valor y el mundo se ahoga en la lluvia. No quiero que nunca, nunca, nunca, nunca me suelte. Ojalá pudiera tocar su piel, ojalá no hubiera barreras entre nosotros.
La realidad me abofetea la cara.
La mortificación confunde mi cerebro, la humillación desesperada me nubla el juicio; el rojo tiñe mi rostro, sangra a través de mi piel. Lo agarro de la camisa.
—Puedes matarme —le digo—. Tienes pistola… —Intento zafarme y él me estrecha más contra su cuerpo. En su rostro no hay emoción alguna, pero sí una presión repentina en la mandíbula y una tensión obvia en los brazos—. Puedes matarme… —le suplico.
—Juliette. —Su voz sólida tiene un punto de desesperación—. Por favor.
Vuelvo a sentirme entumecida. Impotente en todos los sentidos. Me deshago por dentro, la vida se escurre de mis miembros.
Estamos frente a una puerta.
Adam toma una tarjeta de acceso y la desliza por un panel negro de vidrio que hay en una esquina al lado del picaporte, y la puerta de acero inoxidable se abre. Entramos en el interior.
Estamos solos en una nueva habitación.
—Por favor, no me dejes bájame —le digo.
Hay una cama doble en el centro de la estancia, una exuberante alfombra adorna el suelo, un armario empotrado y plafones de luz brillan en el techo. La belleza está tan contaminada que no puedo soportar mirarla. Adam me deja en el suave colchón y da un paso atrás.
—Creo que te quedarás un tiempo —es lo único que me dice.
Cierro los ojos con fuerza. No quiero pensar en la inevitable tortura que me espera.
—Por favor —le digo—. Quiero estar sola.
Un suspiro profundo.
—Esa no es una opción.
—¿Qué quieres decir? —Me doy la vuelta.
—Tengo que vigilarte, Juliette. —Dice mi nombre como en un susurro. Mi corazón, mi corazón, mi corazón—. Warner quiere que entiendas lo que te está ofreciendo, pero sigue considerándote… una amenaza. Te ha dejado a mi cargo. No puedo irme.
No sé si estar emocionada u horrorizada. Estoy horrorizada.
—¿Tendrás que vivir conmigo?
—Vivo en el cuartel que hay al otro lado de este edificio. Con otros soldados. Pero sí. —Se aclara la garganta. No me mira—. Me trasladaré aquí.
Noto un dolor en la boca del estómago que me está royendo los nervios. Quiero odiarlo, juzgarlo y gritar para siempre pero no lo consigo porque lo único que veo es a un chico de dieciocho años que no se acuerda de que antes era la persona más amable que había conocido nunca.
No quiero creer lo que está ocurriendo.
Cierro los ojos y acurruco la cabeza en las rodillas.
—Tienes que vestirte —dice al cabo de un segundo.
Levanto la cabeza. Lo observo, parpadeando, como si no pudiera entender lo que me dice.
—Estoy vestida.
Se aclara la garganta otra vez pero intenta parecer tranquilo.
—Hay un baño por ahí —señala. Veo una puerta que da a la habitación y de repente me entra la curiosidad. He oído historias sobre gente que tiene baños en su habitación. Me imaginaba que no estaban exactamente dentro de la habitación, sino bastante cerca. Me deslizo de la cama y sigo la dirección de su dedo. Tan pronto como abro la puerta vuelve a hablar—: Puedes ducharte y cambiarte aquí. El baño es el único sitio sin cámaras —añade con una voz que va apagándose.
Hay cámaras en mi habitación…
Claro.
—Encontrarás ropa ahí —señala el armario con la cabeza. De repente parece incómodo.
—¿Y tú no puedes irte? —le pregunto.
Se frota la frente y se sienta en la cama. Suspira.
—Tienes que prepararte. Warner te espera para cenar.
—¿Cenar? —Mis ojos son del tamaño de la luna.
Lo dice en serio.
—Sí.
—¿No va a hacerme daño? —Me avergüenza el alivio de mi voz, la tensión inesperada que he liberado a causa del miedo que no sabía que albergaba—. ¿Va a darme de cenar? —Me muero de hambre, mi estómago es un pozo torturado de hambre, muy hambrienta, muy hambrienta, muy hambrienta… No me imagino a qué sabe la comida de verdad.
El rostro de Adam vuelve a ser inescrutable.
—Deberías darte prisa. Te enseñaré cómo funciona todo.
No tengo tiempo para protestar: ya está en el baño y lo he seguido. La puerta continúa abierta y él está de pie en medio de la salita, de espaldas a mí, y no entiendo por qué.
—Ya sé cómo usar un baño —le digo.
Antes vivía en una casa normal. Antes tenía una familia.
Se gira muy, muy lentamente y me empieza a entrar el pánico. Finalmente levanta la cabeza, pero mirando en todas direcciones. Cuando por fin me mira a mí, empequeñece los ojos, su frente tensa. Cierra la mano derecha en un puño y levanta un dedo de la mano izquierda hacia los labios. Me está pidiendo que me calle.
Todos los órganos de mi cuerpo están en caída libre.
Sabía que algo iba a ocurrir pero no sabía que sería Adam. No pensaba que fuera a ser él quien me haría daño, quien me torturaría, quien me haría desear la muerte más que nunca. No me doy ni cuenta de que estoy llorando hasta que oigo mis gemidos y noto cómo lágrimas silenciosas recorren mi rostro y me siento avergonzada, muy avergonzada, muy avergonzada ante mi debilidad, aunque haya una parte de mí a la que no le importe. Siento tentaciones de implorarle, de pedirle clemencia, de robarle la pistola y pegarme un tiro. La dignidad es lo único que me queda.
Parece darse cuenta de mi repentina histeria porque sus ojos se abren de golpe y se queda boquiabierto.
—No, por Dios, Juliette… No voy a… —maldice en voz baja. Se da con el puño en la frente y aparta la vista, suspirando profundamente, paseándose a lo largo de la pequeña estancia. Maldice de nuevo.
Se va por la puerta y no mira atrás.