DIEZ

Adam se pone los guantes, pero no me toca.

—Deja que se levante, Roland. Yo me encargo.

La bota desaparece. Forcejeo con los pies y miro a la nada. No quiero pensar en el horror que me espera. Alguien me golpea la parte de atrás de las rodillas y casi me caigo al suelo.

—Muévete —gruñe una voz desde atrás. Miro hacia arriba y me doy cuenta de que Adam se está yendo. Se supone que debería seguirlo.

En cuanto regresamos a la ceguera familiar de los pasillos del psiquiátrico, deja de andar.

—Juliette. —Una palabra suave y mis articulaciones se vuelven aire.

—Dame la mano —me dice.

—Nunca —trato de decir entre bocanadas entrecortadas de oxígeno—. Jamás.

Suspiro profundo. Noto que se mueve en la oscuridad y de repente su cuerpo está demasiado cerca, tan cerca que me desarma. Pone la mano en mi espalda y me guía a través de los pasillos hacia un paradero desconocido. Todos los centímetros de mi piel se ruborizan. Tengo que mantenerme en pie para evitar caer en sus brazos.

La distancia que recorremos es mucho más larga de lo que imaginaba. Cuando Adam habla por fin, sospecho que estamos cerca del final.

—Vamos a salir a la calle —dice cerca de mi oído. Tengo que cerrar los puños para controlar las emociones que tropiezan con mi corazón. Me distrae tanto oír su voz que casi no entiendo el significado de lo que me dice—. Pensé que deberías saberlo.

Mi única respuesta es inhalar una bocanada de aire. Hace casi un año que no piso el exterior. Estoy dolorosamente emocionada, pero hace tanto que no siento la luz natural en mi piel que no se si podré soportarlo. No tengo elección.

El aire me golpea primero.

Nuestra atmósfera no tiene mucho de que presumir; pero después de tantos meses en una esquina de hormigón incluso el oxígeno dañado de nuestra Tierra moribunda me sabe a gloria. No puedo respirar lo suficientemente rápido. Me lleno los pulmones de esta sensación, me imbuyo en la suave brisa y agarro un puñado de viento que se abre paso entre mis dedos.

Es una felicidad que no se parece a nada de lo que he vivido hasta ahora.

El aire es vigorizante y fresco. Es un baño refrescante de una nada tangible que me pica los ojos y me agrieta la piel. Hoy el sol está alto, deslumbrante mientras refleja las pequeñas manchas de nieve que conservan la tierra helada. El peso de la brillante luz oprime mis ojos y sólo consigo ver a través de dos rendijas, pero los cálidos rayos inundan mi cuerpo como una chaqueta que se ajusta a mi figura, como el abrazo de algo más grande que un ser humano. Podría detenerme en este momento para siempre. Me siento libre durante un segundo infinito.

El roce de Adam me devuelve con un estremecimiento a la realidad. Casi me salgo de mi piel mientras Adam me agarra por la cintura. Tengo que pedirles a mis huesos que dejen de temblar.

—¿Estás bien? —Sus ojos me sorprenden. Son los mismos que recuerdo, azules e insondables como la parte más profunda del océano. Sus manos me rodean dulcemente, muy dulcemente.

—No quiero que me toques —miento.

—No tienes elección. —No me mira.

—Siempre tengo elección.

Se pasa la mano por el pelo y traga.

—Sígueme.

Estamos en un espacio vacío, un terreno yermo lleno de hojas muertas y árboles moribundos que toman pequeños sorbos de la nieve derretida en el suelo. El paisaje está devastado por la guerra y el abandono, pero aun así es lo más bonito que he visto en mucho tiempo. Los soldados que desfilan se detienen para ver cómo Adam me abre la puerta de un coche.

No es un coche. Es un tanque.

Me quedo mirando la enorme estructura metálica y trato de subir por un lado hasta que, de pronto, Adam se pone detrás de mí. Me sube por la cintura y lanzo un grito ahogado mientras me acomoda en el asiento.

Al poco rato estamos conduciendo en silencio y no tengo ni idea de hacia dónde nos dirigimos.

Observo detenidamente todo lo que hay fuera de la ventana.

Como, bebo y absorbo cada detalle infinitesimal de los escombros, del horizonte, de las casas abandonadas y los pedazos rotos de metal y vidrio que salpican el paisaje. El mundo parece desnudo, despojado de vegetación y calidez. No hay carteles indicadores, ni señales de stop, pero tampoco hacen falta. No hay transporte público. Todo el mundo sabe que sólo una empresa fabrica coches y que los vende a un precio desorbitado.

Hay muy poca gente que pueda permitirse una vía de escape.

Mis padres. La población en general ha sido distribuida por lo que queda del país. Los edificios industriales conforman la columna vertebral del paisaje: cajas metálicas altas y rectangulares repletas de maquinaria. Máquinas diseñadas exclusivamente para fortalecer al ejército, para fortalecer El Restablecimiento, para destruir cantidades masivas de civilización humana.

Carbón/Alquitrán/Acero

Gris/Negro/Plateado

Colores de humo manchando el horizonte, goteando en el aguanieve que antes era nieve. La basura se amontona en pilas desordenadas por todas partes, manchas de hierba amarillenta se asoman a través de la devastación.

Las típicas casas de nuestro antiguo mundo han sido abandonadas, las ventanas están destrozadas, los techos se derrumban, la pintura roja, verde y azul se deslava en tonos apagados para hacer juego con nuestro futuro. Veo las instalaciones que se erigen descuidadamente en la tierra arrasada y empiezo a recordar. Recuerdo que se suponía que iban a ser temporales. Recuerdo que empezaron a construirlas pocos meses antes de que me encerraran. Estos pequeños y fríos cuartos servirían sólo hasta que resolvieran todos los detalles de su nuevo plan, decía El Restablecimiento. Sólo hasta que todo el mundo estuviera sometido. Sólo hasta que la gente dejara de protestar y se diera cuenta de que este cambio era bueno para ellos, bueno para sus hijos, bueno para su futuro.

Recuerdo que había reglas.

No más pensamientos peligrosos, ni más prescripciones médicas. Nos mantendría una nueva generación formada únicamente por individuos sanos. Había que encerrar a los enfermos. Había que deshacerse de los viejos. Había que mandar a los perturbados al manicomio. Sólo sobrevivían los fuertes.

Sí.

Por supuesto.

No habría más idiomas estúpidos, ni historias estúpidas, ni pinturas estúpidas sobre repisas de chimenea estúpidas. No habría más Navidades, ni Janucá, ni Ramadán, ni Diwali. No se hablaría de religión, ni de creencias, ni de convicciones personales. Las convicciones personales fueron lo que casi nos aniquila a todos.

Las convicciones, prioridades, preferencias, prejuicios e ideologías nos dividieron. Nos engañaron. Nos destruyeron.

Había que exterminar las necesidades egoístas, los anhelos, los deseos. Había que expurgar la codicia, el exceso de tolerancia y la gula. La solución era el autocontrol, el minimalismo, las condiciones de vida escasas; un lenguaje simple y un diccionario a estrenar lleno de palabras que todo el mundo comprendiera.

Esto nos salvaría, salvaría a nuestros hijos, salvaría a la humanidad, decían.

Restablecer la igualdad. Restablecer la humanidad. Restablecer la esperanza, la curación y la felicidad.

¡SÁLVANOS!

¡ÚNETE A NOSOTROS!

¡RESTABLECE LA SOCIEDAD!

Los carteles siguen cubriendo las paredes.

El viento azota sus restos hechos jirones, pero los anuncios siguen ahí, ondeando en las estructuras de acero y hormigón donde se colocaron decididamente. Algunos siguen pegados a los postes que brotan de la tierra, que ahora tienen altavoces sujetos en la parte superior. Altavoces que alertan a la gente, sin duda, de los peligros inminentes que los rodean.

Pero el mundo está misteriosamente tranquilo.

Pasan los peatones, deambulando en el frío y gélido tiempo para trabajar en la fábrica y conseguir comida para sus familias. La esperanza de este mundo sangra por el cañón de una pistola.

A nadie le importan ya las ideas.

La gente solía desear la esperanza. Querían pensar que las cosas podían mejorar. Querían creer que podrían volver a preocuparse por los cotilleos, las vacaciones y las fiestas a las que iban los sábados por la noche. El Restablecimiento prometió un futuro demasiado perfecto y la sociedad estaba demasiado desesperada como para no creerles. No se dieron cuenta de que estaban entregando sus almas a un grupo que pretendía aprovecharse de su ignorancia. De su miedo.

La mayor parte de los civiles están demasiado muertos de miedo como para protestar, pero hay otros más fuertes. Hay otros que esperan el momento oportuno. Hay otros que ya han empezado a luchar.

Espero que no sea demasiado tarde para luchar.

Examino cada rama temblorosa, cada soldado imponente, cada ventana que puedo contar. Mis ojos son como dos carteristas profesionales: lo roban todo para almacenarlo en mi mente.

Pierdo la noción de los minutos que pisoteamos.

Nos detenemos en una estructura que fácilmente es diez veces mayor que el manicomio y que está sospechosamente céntrica en medio de la civilización. Desde fuera parece un edificio insulso, discreto en todos los sentidos excepto por el tamaño; las placas de acero gris conforman cuatro paredes lisas, con ventanas hendidas y metidas a golpes en sus quince plantas. Es un edificio sombrío y no tiene ninguna marca, ninguna insignia, ninguna prueba de su verdadera identidad.

Es una sede política camuflada entre las masas.

El interior del tanque es un lío de botones y palancas que no tengo ni idea de cómo hacer funcionar, y Adam me abre la puerta antes de que tenga la oportunidad de identificar las piezas. Pone las manos alrededor de mi cintura y yo tengo los pies firmes en el suelo, pero mi corazón late tan rápido que estoy segura de que puede oírlo. Todavía no me ha soltado.

Miro hacia arriba.

Noto la tensión en sus ojos, en su frente contraída, sus labios sus labios, sus labios, son dos piezas de frustración fundidas en una.

Doy un paso atrás y diez mil partículas minúsculas se hacen añicos entre nosotros. Deja caer la mirada. Se gira. Respira y cierra los dedos en un puño inconstante.

—Por aquí. —Hace un gesto con la cabeza para señalarme el edificio.

Lo sigo hacia el interior.