Una palabra, dos labios, tres cuatro cinco dedos en un puño.
Una esquina, dos padres, tres cuatro cinco razones para esconderme.
Una niña, dos ojos, tres cuatro diecisiete años de miedo.
Un palo de escoba roto, un par de rostros salvajes, susurros rabiosos, cerraduras en mi puerta.
Mírame, es lo que quiero decirte. Habla conmigo de vez en cuando. Encuentra el remedio para estas lágrimas. Me encantaría exhalar por primera vez en mi vida.
Han pasado dos semanas.
Dos semanas rutinarias, dos semanas exclusivamente rutinarias. Dos semanas con el compañero de celda, que ha estado demasiado cerca de tocarme que no me toca. Adam se está adaptando al sistema. Nunca se queja, nunca ofrece demasiada información voluntariamente y sigue haciéndome demasiadas preguntas.
Es amable conmigo.
Me siento junto a la ventana para ver cómo chocan la lluvia, las hojas y la nieve. Se turnan para bailar en el viento, realizando coreografías para las masas desprevenidas. Los soldados pisotean, pisotean, pisotean bajo la lluvia, aplastando las hojas y la nieve bajo sus pies. Tienen las manos enfundadas en guantes que envuelven armas que podrían meterle un balazo a un millón de posibilidades. No se molestan en apreciar la belleza que cae del cielo. No entienden la libertad de sentir el universo en su piel. No les importa.
Ojalá pudiera llenarme la boca de gotas de lluvia y los bolsillos de nieve. Ojalá pudiera trazar las venas de una hoja caída y sentir el viento pellizcarme la nariz.
En cambio, ignoro la desesperación que hace que se me peguen los dedos y busco el pájaro que sólo he visto en sueños. Antes los pájaros volaban, es lo que dicen los cuentos. Antes de que se deteriorara la capa de ozono, antes de que la contaminación hiciera que las criaturas mutaran convirtiéndose en algo horrible diferente. Dicen que el tiempo no siempre fue impredecible. Dicen que los pájaros planeaban en el cielo como aviones.
Es raro que un animal tan pequeño lograra algo tan complejo como la ingeniería humana, pero la posibilidad es demasiado tentadora como para ignorarla. He soñado con el mismo pájaro que vuela a través del mismo cielo desde hace exactamente 10 años. Blanco con manchas doradas como una corona en la cabeza.
Es el único de mis sueños que me da paz.
—¿Qué escribes?
Entorno los ojos hacia su gran estatura y la sonrisa fácil de su rostro. No sé cómo consigue sonreír a pesar de todo. Me pregunto si podrá conservar esa forma, esa curva en la boca que cambia vidas. Me pregunto cómo se sentirá dentro de un mes y me estremezco al pensarlo.
No quiero que acabe como yo.
Vacío.
—Eh… —Toma la manta de mi cama y se agacha cerca de mí. Sin perder un momento, envuelve la delgada tela alrededor de mis hombros, aún más delgados—. ¿Estás bien?
Intento sonreír. Decido evitar la pregunta.
—Gracias por la manta.
Se sienta cerca de mí y se apoya contra la pared. Sus hombros están muy cerca, demasiado cerca, nunca lo suficientemente cerca. El calor de su cuerpo me ayuda más que cualquier manta. Algo en las articulaciones me duele con un profundo anhelo, una necesidad desesperada que nunca he sido capaz de satisfacer. Mis huesos suplican algo que no puedo permitir.
Tócame.
Echa un vistazo a la pequeña libreta que tengo en la mano, al bolígrafo roto que aferra mi mano. Cierro la libreta y la enrollo. La guardo en una grieta de la pared. Examino el bolígrafo en la palma de mi mano. Me está observando fijamente.
—¿Estás escribiendo un libro?
—No. —No estoy escribiendo ningún libro.
—Quizás deberías hacerlo.
Me giro para encontrarme con sus ojos pero me arrepiento de inmediato. Nos separan poco más de cinco centímetros y no puedo moverme porque mi cuerpo sólo sabe quedarse paralizado. Cada músculo y movimiento se tensa, cada vértebra de mi columna es un bloque de hielo. Aguanto la respiración y mis ojos se ensanchan, aprisionados, atrapados en la intensidad de su mirada. No puedo mirar hacia otro lado. No sé cómo apartarlos.
Oh.
Dios.
Sus ojos.
Me he mentido a mí misma, decidida a negar lo imposible.
Lo conozco lo conozco lo conozco lo conozco.
Es el chico que no se acuerda de mí a quien conocía.
—Van a destruir el idioma —me dice con voz prudente, lenta.
Lucho para recuperar el aliento.
—Quieren recrearlo todo —sigue—. Quieren rediseñarlo todo. Quieren destruir cualquier cosa que pudiera haber sido el origen de nuestros problemas. Creen que necesitamos una lengua nueva, universal. —Baja la voz. Baja la vista—. Quieren destruirlo todo. Todas las lenguas de la historia.
—¡No! —Mi respiración se obstaculiza. Se me nubla la vista.
—Ya.
—No. —Esto no lo sabía.
Levanta la mirada.
—Es bueno que escribas cosas. Algún día esto que haces será ilegal.
Empiezo a temblar. De repente, mi cuerpo lucha contra un torbellino de emociones, mi cerebro está acosado por un mundo que voy a perder y siente dolor por culpa de un chico que no se acuerda de mí. El bolígrafo tropieza en su caída hacia el suelo y sujeto la manta tan fuerte que temo que se rompa. El hielo rebana mi piel, coágulos de horror en mis venas. Nunca pensé que sería tan terrible. Nunca pensé que El Restablecimiento iba a llegar tan lejos. Están incinerando la cultura, la belleza de la diversidad. Los nuevos ciudadanos del mundo estarán reducidos a números, fáciles de intercambiar, fáciles de eliminar, fáciles de destruir cuando desobedezcan.
Hemos perdido la humanidad.
Envuelvo la manta alrededor de mis hombros hasta que quedo arropada en los temblores que no dejan de torturar mi cuerpo. Me horroriza mi falta de control. No puedo quedarme quieta.
Su mano se posa en mi espalda repentinamente.
Su contacto abrasa mi piel a través de las capas de tela e inspiro aire tan rápidamente que mis pulmones se colapsan. Estoy atrapada en corrientes de confusión que chocan entre sí, tan desesperada tan desesperada tan desesperada por estar cerca, tan desesperada por estar lejos. No sé cómo alejarme de él. No quiero alejarme de él.
No quiero que me tenga miedo.
—¡Eh! —Tiene la voz suave, tan suave, tan suave… Tiene los brazos más fuertes que todos los huesos de mi cuerpo. Acerca la masa envuelta que es mi cuerpo hacia su pecho y me hace pedazos. Dos tres cuatro cincuenta mil trozos de sentimientos me apuñalan el corazón, derretidos en gotas de miel caliente que alivian las cicatrices de mi alma. La manta es la única barrera que nos separa, y me acerca más a él, más firmemente, más fuertemente, hasta que oigo los latidos que palpitan profundamente en su pecho y el acero de sus brazos alrededor de mi cuerpo corta toda la tensión de mis miembros. Su calor derrite los carámbanos que me apuntalan de dentro hacia fuera y me descongelo, me descongelo, me descongelo; pestañeo rápidamente hasta que se me cierran los ojos, hasta que las lágrimas silenciosas recorren mi rostro y decido que lo único que quiero es congelarme en su cuerpo mientras sostiene el mío—. Todo irá bien —susurra—. Todo te irá bien.
La verdad es una amante celosa y viciosa que jamás duerme, es lo que no le digo. Nunca estaré bien.
Me veo obligada a reunir cada filamento roto de mi ser para apartarme de él. Lo hago porque tengo que hacerlo. Es por su propio bien. Alguien me clava tenedores en la espalda mientras me alejo tropezando. La manta se aferra a mi pie y casi me caigo antes de que Adam me vuelva a alcanzar.
—Juliette…
—No puedes t-tocarme. —Mi respiración es poco profunda y tengo dificultades para tragar, me tiemblan tanto los dedos que tengo que contraerlos—. No puedes tocarme. No puedes. —Mis ojos apuntan a la puerta.
Está de pie.
—¿Por qué no?
—Porque no puedes y ya está —les susurro a las paredes.
—No lo entiendo… ¿Por qué no me hablas? Te sientas en la esquina todo el día y escribes en tu libreta y miras a todas partes excepto a mí. Tienes mucho que decirle a una hoja de papel pero yo estoy aquí de pie y ni siquiera me hablas. Juliette, por favor… —Intenta agarrarme el brazo y yo me giro—. ¿Por qué no me miras, como mínimo? No voy a hacerte daño…
No te acuerdas de mí. No recuerdas que fuimos a la misma escuela durante siete años.
No te acuerdas de mí.
—No me conoces. —Mi voz es uniforme, plana; tengo los miembros entumecidos, amputados—. Hemos compartido un espacio durante dos semanas y te crees que me conoces, pero no sabes nada sobre mí. Quizás sí estoy loca.
—No lo estás —dice entre dientes—. Sabes que no lo estás.
—Entonces quizás lo estás tú —le digo con prudencia, lentamente—. Porque uno de los dos lo está.
—Eso no es cierto…
—Dime por qué estás aquí, Adam. ¿Qué haces en un manicomio si no tendrías que estar aquí?
—Te he estado haciendo esa misma pregunta desde que llegué.
—Puede que hagas demasiadas preguntas.
Escucho la fuerza de su respiración. Se ríe amargamente.
—Somos prácticamente las únicas dos personas vivas en este lugar y ¿también quieres echarme?
Cierro los ojos y me concentro en respirar.
—Puedes hablar conmigo. Pero no me toques.
Siete segundos de silencio se unen a la conversación.
—Tal vez quiero tocarte.
Quince mil sentimientos de incredulidad me perforan el corazón. Me tienta la imprudencia, dolorosa, dolorosa, dolorosa; siempre desesperada por lo que no puedo tener. Le doy la espalda pero no puedo evitar que las mentiras sigan desparramándose de mis labios.
—Tal vez no quiero que lo hagas.
Emite un sonido estridente.
—¿Tanto asco te doy?
Me doy la vuelta, tan sorprendida por sus palabras que me olvido de mí misma. Me está mirando fijamente, con el rostro tenso, la mandíbula apretada, los dedos contraídos. Sus ojos son dos cubos de agua de lluvia: profundos, frescos, claros.
Dolor.
—No sabes lo que dices. —No puedo respirar.
—No puedes ni responder a una simple pregunta, ¿no? —Sacude la cabeza y se gira hacia la pared.
Mi rostro es como la escayola en un molde neutro, mis brazos y piernas están llenos de yeso. No siento nada. No soy nada. Estoy completamente vacía y nunca me moveré. Me quedo mirando una pequeña grieta cercana a mi zapato. La miraré para siempre.
Las mantas se caen al suelo. El mundo se desvanece, mis oídos envían todos los sonidos hacia otra dimensión. Cierro los ojos, mis pensamientos van a la deriva, mis recuerdos me golpean el corazón.
Lo conozco.
¡Me he esforzado tanto por dejar de pensar en él!
¡Me he esforzado tanto por olvidar su rostro!
¡Me he esforzado tanto por sacarme esos ojos azules, azules, azules de la cabeza! Pero lo conozco, lo conozco, lo conozco, hace tres años que lo vi por última vez.
Nunca podré olvidar a Adam.
Pero él ya se ha olvidado de mí.