CINCO

No sé cuándo empezó.

No sé por qué empezó.

No sé nada sobre nada excepto los gritos.

Los gritos de mi madre al darse cuenta de que no podía tocarme más. Los gritos de mi padre al darse cuenta de lo que le había hecho a mi madre. Los gritos de mis padres al encerrarme en mi habitación y decirme que debería estarles agradecida. Por la comida. Por el trato humano a esa cosa que no podía ser su hija. Por la regla que usaban para medir la distancia que necesitaba para mantenerme alejada.

Arruiné sus vidas, es lo que me dijeron.

Les robé la felicidad. Destruí la esperanza de mi madre de volver a tener un hijo.

Me preguntaron si no me daba cuenta de lo que había hecho. Si no veía que lo había echado todo a perder.

Me esforcé por arreglar lo que había echado a perder. Cada día intenté ser lo que ellos querían que fuera. Siempre luchaba por ser mejor pero nunca supe exactamente cómo.

Ahora sólo sé que los científicos están equivocados.

El mundo es plano.

Lo sé porque me empujaron por el borde y he tratado de aguantar durante diecisiete años. Llevo diecisiete años intentando volver a subir, pero es casi imposible vencer la gravedad si nadie está dispuesto a echarte una mano.

Si nadie quiere arriesgarse a tocarte.

Hoy nieva.

El hormigón está helado y más rígido de lo habitual, pero prefiero estas temperaturas gélidas a la asfixiante humedad de los días de verano. El verano es como una olla de cocción lenta y hace que todas las cosas del mundo hiervan a la vez. Te promete un millón de adjetivos alegres para acabar cubriéndote con el hedor y las aguas residuales hasta la nariz a la hora de cenar. Odio el calor y la masa pegajosa y sudorosa que provoca. Odio el hastío apático de un sol que está demasiado preocupado por sí mismo como para darse cuenta de la infinidad de horas que pasamos ante su presencia. El sol es arrogante, siempre deja atrás el mundo cuando se cansa de nosotros.

La luna es una compañera fiel.

Nunca se va. Siempre está ahí, observando, inalterable; nos conoce en nuestros momentos de luz y oscuridad, cambia para siempre igual que nosotros. Cada día ofrece una versión distinta de sí misma. A veces es débil y pálida, a veces llena y radiante. La luna entiende qué significa ser humano.

Incierta. Sola. Llena de cráteres debido a sus imperfecciones.

Miro por la ventana durante tanto rato que me olvido de mí misma. Extiendo la mano para agarrar un copo de nieve y cierro el puño en el aire helado. Vacío.

Me gustaría atravesar el puño que tengo pegado a la muñeca por la ventana.

Para sentir algo.

Para sentirme humana.

—¿Qué hora es?

Mis ojos parpadean, alterados por un momento. Su voz me devuelve a un mundo que siempre trato de olvidar.

—No lo sé —digo. No tengo la menor idea de qué hora es. No sé qué día de la semana es, en qué mes estamos, ni siquiera en qué estación se supone que estamos.

En realidad, ya no tenemos estaciones.

Los animales se están muriendo, los pájaros no vuelan, las cosechas son difíciles de lograr, las flores casi ni existen. No puedes confiar en el tiempo. A veces, durante los días de invierno, llegamos a más de 33 grados. Otras nieva sin razón alguna. Ya no podemos cultivar comida suficiente, ya no podemos mantener la vegetación necesaria para los animales, y no podemos darle a la gente el alimento que necesita. La población se moría a un ritmo alarmante antes de que el Restablecimiento tomara las riendas y nos prometiera una solución. Los animales estaban tan desesperados por conseguir comida que estaban dispuestos a comer cualquier cosa, y la gente estaba tan desesperada por conseguir comida que estaba dispuesta a comer animales envenenados. Nos estábamos matando, tratando de mantenernos con vida. El tiempo, las plantas, los animales y la supervivencia de los humanos están íntimamente ligados. Los elementos naturales estaban en guerra entre ellos porque abusamos del ecosistema. Abusamos de la atmósfera. Abusamos de los animales. Abusamos del prójimo.

El Restablecimiento nos prometió que arreglaría las cosas. Pero a pesar de que la salud de las personas haya mejorado un poco con el nuevo régimen, hay más gente que ha muerto a punta de pistola que por tener el estómago vacío. Cada vez va a peor.

—¿Juliette?

Levanto la vista.

Me inspecciona con una mirada cautelosa e inquieta.

Aparto la vista.

Se aclara la garganta.

—¿Así que sólo nos dan de comer una vez al día?

La pregunta dirige la mirada de ambos hacia la pequeña ranura de la puerta.

Hundo las rodillas en mi pecho y mantengo el equilibrio de mis huesos sobre el colchón. Si me quedo muy, muy quieta, casi puedo ignorar el metal que se clava en mi piel.

—No hay régimen de comidas —le digo. Trazo un nuevo camino con el dedo en la áspera tela de la manta—. Normalmente nos dan algo por la mañana, pero no hay garantía de nada más. A veces… hay suerte. —Dirijo la vista hacia el cristal perforado en la pared. Colores rosados y rojizos se filtran en la habitación y sé que es el principio de un nuevo comienzo. El principio del mismo final. Un día más.

Quizás hoy muera.

Quizás hoy vuele un pájaro.

—¿Y eso es todo? ¿Abren la puerta una vez al día para que la gente haga sus cosas y quizás si tenemos suerte nos dan de comer? ¿Eso es todo?

El pájaro será blanco con manchas doradas como una corona en la cabeza. Volará.

—Eso es todo.

—¿No hay… terapia de grupo? —Casi se echa a reír.

—Hasta que llegaste, no había dicho ni una sola palabra en 264 días.

Su silencio dice mucho. Casi puedo estirar el brazo y tocar la culpa que crece sobre sus hombros.

—¿Hasta cuándo estarás aquí? —me pregunta finalmente.

Para siempre.

—No lo sé. —Un sonido metálico cruje/gime/maniobra en la distancia. Mi vida son cuatro paredes de oportunidades perdidas vertidas en moldes de hormigón.

—¿Qué hay de tu familia? —Percibo un gran dolor en su voz, casi como si ya conociera la respuesta a tal pregunta.

Esto es lo que sé de mis padres: no tengo ni idea de dónde están.

—¿Por qué estás aquí? —Hablo con mis dedos para evitar su mirada. He examinado mis manos tan a fondo que sé exactamente por dónde han devastado mi piel cada corte y hematoma. Manos pequeñas. Dedos finos. Los cierro en un puño y los libero para perder la tensión. Todavía no ha respondido.

Miro hacia arriba.

—No estoy loco —se limita a decir.

—Esto es lo que decimos todos. —Inclino la cabeza sólo para agitarla un instante. Me muerdo el labio. No puedo evitar mirar de reojo por la ventana.

—¿Por qué sigues mirando fuera?

No me molestan sus preguntas, de verdad que no. Es sólo que me resulta raro tener a alguien con quien hablar. Es raro tener que gastar energía para mover los labios y formar las palabras necesarias para explicar mis actos. ¡A nadie le ha importado en tanto tiempo! Nadie me ha observado lo suficientemente cerca como para preguntarse por qué miro por la ventana. Nunca me han tratado como un igual. Por otro lado, no sabe que soy un monstruo mi secreto. Me pregunto cuánto tardará en huir para salvar su vida.

Me he olvidado de responder y sigue observándome.

Me coloco un mechón de pelo detrás de la oreja pero cambio de idea.

—¿Por qué me miras tanto?

Sus ojos son dos microscopios que examinan las células de mi existencia. Prudentes, curiosos.

—Me imaginé que el único motivo por el que me encerrarían con una chica sería porque estabas loca. Creía que pretendían torturarme al ponerme en la misma celda que una psicópata. Creía que tú eras mi castigo.

—Por eso me robaste la cama. —Para ejercer poder. A modo de reivindicación. Para dar el primer golpe.

Baja la mirada. Aprieta y suelta las manos antes de frotarse la nuca.

—¿Por qué me ayudaste? ¿Cómo sabías que no iba a hacerte daño?

Me cuento los dedos para asegurarme de que siguen ahí.

—No.

—¿No me ayudaste o no sabías si te iba a hacer daño?

—Adam. —Curvo los labios para dar forma a su nombre. Me sorprende descubrir cómo me gusta lo fácil y familiar que resulta el sonido que resbala de mi lengua.

Está sentado, casi tan inmóvil como yo. Sus ojos revelan una nueva emoción que no puedo describir.

—Dime.

—¿Cómo es? —pronuncio cada palabra más lentamente que la anterior—. ¿Fuera? —En el mundo real—. ¿Es peor?

El dolor marca los rasgos de su rostro, esculpido finamente. Tarda un poco en contestar. Echa un vistazo por la ventana.

—¿Sinceramente? No estoy seguro de si es mejor estar aquí dentro que fuera.

Sigo su mirada hacia el cristal que nos separa de la realidad y espero a que entreabra los labios; espero para oírle hablar. Y entonces trato de prestar atención mientras sus palabras rebotan en la neblina de mi cabeza, empañando mis sentidos, llenando mis ojos de vapor, nublando mi concentración.

—¿Sabes que fue un movimiento internacional? —me pregunta Adam.

—No, no lo sabía —contesto. No le digo que me sacaron a rastras de casa hace tres años. No le digo que me llevaron a la fuerza exactamente siete años después de que El Restablecimiento empezara a difundir su mensaje y 4 meses después de que se hiciera con el control. No le digo que sé muy poco sobre nuestro nuevo mundo.

Adam dice que El Restablecimiento alcanzó todos los países, preparado para colocar a sus líderes en posiciones de control. Dice que la tierra habitable que queda en el mundo se ha dividido en 3333 sectores y que cada parte está controlada actualmente por una persona diferente.

—¿Sabías que nos mintieron? —me pregunta Adam.

—¿Sabías que El Restablecimiento dijo que alguien debía tomar el poder, que alguien tenía que salvar a la sociedad, que alguien tenía que restablecer la paz? ¿Sabías que dijeron que la única forma de restablecer la paz era matar a todas las voces de la oposición?

—¿Lo sabías? —es lo que Adam me pregunta.

Y aquí asiento. Y le digo que sí.

Esa parte la recuerdo. El enfado. Los disturbios. La rabia.

Cierro los ojos en un esfuerzo inconsciente de bloquear los malos recuerdos, pero fracaso en el intento. Protestas. Mítines. Gritos de supervivencia. Veo a mujeres y niños muriéndose de hambre, casas destruidas y sepultadas entre escombros, el campo como un paisaje quemado, cuyos únicos frutos son la carne podrida de las víctimas. Veo muertos, muertos, muertos y rojo y bermellón y marrón y el tono más exquisito del pintalabios favorito de tu madre manchando la tierra.

Mucho de todo y todo cosas muertas.

El Restablecimiento lucha por seguir controlando a la gente, dice Adam. Dice que el Restablecimiento lucha en una guerra contra los rebeldes que no aceptan este nuevo régimen. El Restablecimiento lucha para arraigarse como nueva forma de gobierno en todas las sociedades internacionales.

Y entonces me pregunto qué habrá pasado con toda la gente que solía ver a diario. Qué ha sido de sus casas, de sus padres, de sus hijos. Me pregunto cuántos de ellos estarán enterrados bajo tierra.

Cuántos de ellos fueron asesinados.

—Lo están destruyendo todo —continúa diciendo Adam, y repentinamente su voz parece un sonido solemne en el silencio—. Todos los libros, todos los artefactos, todos los restos de la historia de la humanidad. Dicen que es la única forma de arreglar las cosas. Dicen que tenemos que empezar de nuevo. Dicen que no podemos cometer los mismos errores que las generaciones anteriores.

Dos

golpes

en la puerta y los dos nos sobresaltamos bruscamente al volver a este mundo sombrío.

Adam levanta una ceja.

—¿El desayuno?

—Espera tres minutos —le recuerdo. Ocultar el hambre se nos da bien hasta que los golpes en la puerta paralizan nuestra dignidad.

Nos matan de hambre a propósito.

—Sí. —Esboza una suave sonrisa—. No quiero quemarme. —El aire corre cuando da un paso adelante.

Soy una estatua.

—Aún no lo entiendo —dice en voz baja—. ¿Por qué estás aquí?

—¿Por qué haces tantas preguntas?

Deja poco más de un palmo de distancia entre nosotros y estoy a 25 centímetros de la combustión espontánea.

—Tus ojos son muy profundos. —Inclina la cabeza—. Muy calmados. Quiero saber en qué piensas.

—No deberías —digo con voz titubeante—. Ni siquiera me conoces.

Se ríe y el gesto aviva la luz de sus ojos.

—No te conozco.

—No.

Sacude la cabeza. Se sienta en la cama.

—Tienes razón. Claro que no te conozco.

—¿Qué?

—Que tienes razón. —Su aliento me alcanza—. Quizás estoy loco.

Doy dos pasos hacia atrás.

—Quizás sí.

Sonríe otra vez y me gustaría hacerle una foto. Me gustaría mirar fijamente sus labios sonrientes el resto de mi vida.

—No lo estoy, ya lo sabes.

—Pero no vas a decirme por qué estás aquí —le desafío.

—Y tú tampoco.

Caigo de rodillas y tiro de la bandeja a través de la ranura. Algo no identificable humea en dos tazas de hojalata. Adam se deja caer en el suelo frente a mí.

—El desayuno —le digo acercándole su ración.