TRES

La puerta se abre hacia un abismo.

No hay color, ni luz, ni promesa alguna excepto horror al otro lado. No hay palabras. Ni dirección. Sólo una puerta abierta que siempre significa lo mismo.

El compañero de celda tiene preguntas.

—¿Qué? —Me mira y después mira hacia el espejismo de la salida—. ¿Nos dejan salir?

Nunca nos dejarán salir.

—Es hora de ducharse.

—¿Ducharse? —Su voz pierde entonación pero aún le tienta la curiosidad.

—No tenemos mucho tiempo —le digo—. Hay que darse prisa.

—Espera, ¿qué? —Llega a mi brazo pero me aparto—. Pero no hay luz… ni siquiera vemos adónde vamos…

—Rápido. —Fijo la vista en el suelo—. Agarra el borde de mi camisa.

—¿Cómo?

A lo lejos suena una alarma. Un zumbido de murmullos se acerca por momentos. Al poco rato toda la celda vibra ante el aviso y la puerta se va deslizando hacia su posición. Agarro su camisa y lo dirijo a mi lado en la oscuridad.

—No. Digas. Nada.

—Pe…

Nada —le siseo.

Tiro de su camisa y le ordeno que me siga mientras adivino mi camino en el laberinto del manicomio. Es un hogar, un centro para jóvenes con problemas, para niños abandonados de familias desestructuradas, un hogar seguro para los perturbados mentales. Es una cárcel. No nos dan comida y nuestros ojos nunca ven a los demás excepto cuando los escasos destellos de luz se deslizan a través de las grietas de cristal que hacen pasar por ventanas. Gritos y sollozos, lamentos y gemidos tormentosos perforan la noche, sonidos de carne y huesos que se rompen por la fuerza o por voluntad, nunca lo sabré. Pasé mis tres primeros meses acompañada de mi propio hedor. Nadie me explicó dónde estaban los baños ni las duchas. Nadie me explicó cómo funcionaba el sistema. Nadie habla contigo excepto para darte malas noticias. Nadie te toca jamás. Chicos y chicas nunca se encuentran.

Nunca, excepto ayer.

No puede ser pura coincidencia.

Mis ojos empiezan a readaptarse al manto artificial de la noche. Mis dedos palpan el camino a través de los ásperos pasillos, y mi compañero de celda no dice nada. Casi me siento orgullosa de él. Es más o menos un palmo más alto que yo, su cuerpo es duro y sólido, con la musculatura y la fuerza propias de alguien de mi edad. El mundo todavía no lo ha destruido. Libertad en la ignorancia.

—Qu…

Tiro de su camisa un poco más fuerte para que deje de hablar. Aún no hemos terminado de recorrer los pasillos. Me siento curiosamente protectora hacia él, alguien que probablemente podría destrozarme con dos dedos. No se da cuenta de que su ignorancia lo hace vulnerable. No se da cuenta de que pueden matarlo sin motivo alguno.

He decidido no tenerle miedo. He decidido que sus acciones son más inmaduras que amenazadoras. Me resulta muy familiar muy familiar muy familiar. Una vez conocí a un chico con los mismos ojos azules y mis recuerdos no me dejan odiarlo.

Quizás me gustaría tener un amigo.

Dos metros más y la pared pasa de áspera a suave, y entonces torcemos a la derecha. Medio metro más de espacio vacío hasta que lleguemos a una puerta de madera con un pomo roto y un puñado de astillas. Tres latidos del corazón para asegurarme de que estamos solos. Un paso adelante para llegar al borde de la puerta interior. Un suave crujido y la abertura se ensancha para no revelar más que lo que imagino que será este espacio.

—Por aquí —susurro.

Tiro de él hacia la hilera de duchas y rebusco por el suelo pedazos de jabón atrapados en el desagüe. Encuentro dos trozos, uno el doble de grande que el otro.

—Abre la mano —le digo a la oscuridad—. Es viscoso. Pero no lo dejes caer. No hay mucho jabón y hoy hemos tenido suerte.

Se queda callado unos segundos y empiezo a preocuparme.

—¿Sigues ahí? —Me pregunto si esta era la trampa. Si este era el plan. Si quizás lo mandaron para matarme bajo el amparo de la oscuridad en este pequeño espacio. En realidad nunca supe qué iban a hacer conmigo en el manicomio, nunca supe si creyeron que encerrarme sería suficiente, pero siempre he pensado que quizás me matarían. Siempre lo creí factible.

No puedo decir que no lo mereciera.

Pero estoy aquí por algo que nunca quise hacer y a nadie parece importarle que fuera un accidente.

Mis padres nunca intentaron ayudarme.

No oigo que ninguna ducha funcione y mi corazón se detiene. Esta habitación en concreto casi nunca se llena, pero normalmente hay más gente, aunque sean uno o dos. He llegado a la conclusión de que los residentes del manicomio, o están locos de verdad y no pueden encontrar el camino hacia las duchas, o simplemente no les importa.

Trago saliva.

—¿Cómo te llamas? —Su voz quiebra el aire y mi conciencia en un sólo movimiento. Noto que respira mucho más cerca que antes. Mi corazón se acelera y no sé por qué pero no puedo controlarlo—. ¿Por qué no me dices cómo te llamas?

—¿Tienes la mano abierta? —le pregunto, con la boca seca y la voz ronca.

Se mueve hacia delante lentamente y me da miedo incluso respirar. Roza con los dedos la tela almidonada de la única ropa que poseo y trato de respirar. Mientras no toque mi piel. Que no toque mi piel. Que no me toque. Ese es el secreto.

He lavado tantas veces mi fina camiseta en el agua dura de este edificio que parece un saco de arpillera sobre mi piel. Dejo caer el pedazo más grande de jabón sobre su mano y tiro hacia atrás de puntillas.

—Voy a abrir la ducha —le explico prudentemente, ansiosa por no levantar la voz para que otros no puedan escucharme.

—¿Qué hago con la ropa? —Su cuerpo sigue demasiado cerca del mío.

Parpadeo mil veces en la oscuridad.

—Te la tienes que quitar.

Se ríe como si se lo estuviera pasando bien.

—No, ya. Quiero decir, ¿qué hago con la ropa mientras me ducho?

—Intenta que no se moje.

Respira profundamente.

—¿Cuánto rato tenemos?

—Dos minutos.

—¡Dios! ¿Por qué no me dijiste que…?

Enciendo su ducha al mismo tiempo que la mía y sus quejas se ahogan bajo los orificios rotos de grifos que apenas funcionan.

Mis movimientos son mecánicos. Lo he hecho tantas veces que ya sé las formas más eficientes de lavar, enjuagar y racionar el jabón para el cuerpo y el pelo. No hay toallas, así que el truco está en no mojarse demasiado ninguna parte del cuerpo. Si lo haces nunca te secarás debidamente y te pasarás la siguiente semana casi muriéndote de neumonía. Lo sé muy bien.

En exactamente 90 segundos ya me he escurrido el pelo y vuelvo a ponerme la ropa harapienta. Mis zapatillas de tenis son lo único que tengo que se conserva en bastante buen estado. No andamos demasiado por aquí.

Mi compañero de celda me imita casi de forma inmediata. Me gusta que aprenda rápido.

—Agárrate al borde de mi camisa —le ordeno—. Tenemos que darnos prisa.

Sus dedos rozan la parte baja de mi espalda durante un largo momento y tengo que morderme el labio para sofocar la intensidad. Casi me quedo inmóvil. Nadie pone nunca sus manos cerca de mi cuerpo.

Me muevo deprisa hacia delante para que sus dedos se alejen. Tropieza para alcanzarme.

Cuando ya por fin estamos atrapados entre las cuatro paredes familiares y claustrofóbicas, el compañero de celda no deja de mirarme.

Me siento hecha un ovillo en una esquina. Aún tiene mi cama, mi manta, mi almohada. Lo perdono por su ignorancia, pero quizás aún es demasiado pronto para que seamos amigos. Quizás me he precipitado al ayudarle. Quizás sólo está aquí para que me sienta triste. Pero si no entro en calor me pondré enferma. Tengo el pelo demasiado mojado y la manta con la que normalmente lo envuelvo sigue en su lado de la habitación. Quizás aún le tengo miedo.

Respiro demasiado bruscamente, miro rápidamente la tenue luz del día. Mi compañero de celda me cubre los hombros con dos mantas.

Una mía.

Una suya.

—Siento ser tan gilipollas —le susurra a la pared. No me toca y estoy decepcionada contenta de que no lo haga. Ojalá lo hubiera hecho. No debería. Nadie debería tocarme.

—Soy Adam —me dice lentamente. Se aleja de mí hasta dejar la habitación despejada. Empuja la estructura de mi cama con una mano hacia mi lado de la habitación.

Adam.

¡Qué nombre tan bonito! Mi compañero de celda tiene un nombre bonito.

Es un nombre que siempre me ha gustado pero no recuerdo por qué.

No pierdo ni un segundo y me subo al colchón, que tiene los muelles apenas ocultos, y estoy tan cansada que casi no noto las espirales metálicas que amenazan con perforarme la piel. Hace más de 24 horas que no duermo. Adam es un nombre bonito es lo único en que puedo pensar antes de que el agotamiento me paralice el cuerpo.