DOS

Huele a lluvia matutina.

El ambiente está cargado por el olor a piedra mojada, del suelo revuelto; el aire huele a humedad y a tierra. Respiro profundamente y voy de puntillas hacia la ventana para apretar la nariz contra la superficie fría. Noto que mi aliento empaña el cristal. Cierro los ojos para oír el suave sonido de la lluvia a través del viento. Las gotas de lluvia son lo único que me recuerda que el corazón de las nubes late. Y el mío también.

Siempre me pregunto por las gotas de lluvia.

Me pregunto por qué siempre caen, tropezando con sus propios pies, rompiéndose las piernas y olvidándose los paracaídas al caer directamente desde el cielo hacia un final incierto. Es como si alguien vaciara sus bolsillos sobre la tierra y pareciera no importarle dónde cae el contenido, pareciera no importarle que las gotas estallen cuando golpean el suelo, que se hagan añicos al topar con el suelo, que la gente maldiga los días en que las gotas se atreven a llamar a sus puertas.

Soy una gota de lluvia.

Mis padres me vaciaron de sus bolsillos y dejaron que me evaporara sobre una losa de hormigón.

La ventana me cuenta que no estamos lejos de las montañas y que sin duda estamos cerca del agua, aunque hoy en día todo está cerca del agua. Lo que no sé es de qué lado estamos. Hacia qué dirección miramos. Entorno los ojos hacia la luz matutina. Alguien ha recogido el sol y lo ha vuelto a clavar con alfileres en el cielo, pero cada día cuelga un poco más abajo que el anterior. Es como un padre descuidado que sólo conoce la mitad de lo que eres. Nunca se da cuenta de cómo su ausencia cambia a las personas. Lo diferentes que somos en la oscuridad.

Un crujido repentino indica que mi compañero de celda está despierto.

Me doy la vuelta como si me hubieran vuelto a pillar robando comida. Sólo ocurrió una vez y mis padres no me creyeron cuando les dije que no era para mí. Les dije que sólo estaba tratando de salvar a los gatos callejeros que vivían a la vuelta de la esquina, pero no pensaban que fuera tan humana como para preocuparme por un gato. Yo no. Ni algo alguien como yo. Nunca creían nada de lo que decía. Ese es exactamente el motivo por el que estoy aquí.

Mi compañero de celda me está analizando.

Ha dormido completamente vestido. Lleva una camiseta azul marino y unos pantalones de color caqui metidos en unas botas negras de media caña.

Yo llevo algodón muerto en las extremidades y rubor de rosas en el rostro.

Sus ojos examinan la silueta de mi cuerpo a cámara lenta y eso hace que el corazón se me acelere. Recojo los pétalos de rosa a medida que caen de mis mejillas, mientras flotan alrededor de mi cuerpo, y me cubren con algo que parece falta de coraje.

Deja de mirarme, quiero decirle.

Deja de tocarme con la mirada y mantén tus manos a los lados y por favor por favor por favor…

—¿Cómo te llamas? —La inclinación de su cabeza parte en dos la gravedad.

Estoy suspendida en el momento. Parpadeo y me obligo a contener mi respiración agitada.

Se mueve y mis ojos se rompen en miles de pedazos que rebotan por la habitación, capturando un millón de instantáneas; un millón de momentos a la vez. Imágenes parpadeantes que desaparecen con el tiempo, pensamientos congelados que flotan precariamente en el espacio muerto, un torbellino de recuerdos que me parten el alma. Me recuerda a alguien conocido.

Una bocanada de aire y vuelvo a la realidad.

Se acabó el soñar despierta.

—¿Por qué estás aquí? —pregunto a las grietas del muro de hormigón. 14 grietas en 4 muros, mil tonalidades de gris. El suelo, el techo: todo un mismo bloque de piedra. Las estructuras de la cama patéticamente construidas: hechas de antiguas tuberías de agua. El pequeño rectángulo de la ventana: demasiado grueso para hacerse añicos. Mi esperanza se ha agotado. Mis ojos están desenfocados y me duelen. Trazo con el dedo un camino lento en el frío suelo.

Estoy sentada en un suelo que huele a hielo metal y suciedad. Mi compañero de celda se sienta sobre sus piernas dobladas, frente a mí, con unas botas demasiado brillantes para este lugar.

—Me tienes miedo. —Su voz no tiene forma.

Mis dedos se encuentran con un puño.

—Creo que te equivocas.

Quizás estoy mintiendo, pero no es asunto suyo.

Resopla y el sonido hace eco en el aire mortecino que nos separa. No levanto la cabeza. No me enfrento a los ojos que me perforan. Pruebo el rancio y agotado oxígeno y suspiro. Mi garganta está atada a algo que me resulta familiar, algo que he aprendido a tragar.

Dos golpes en la puerta devuelven mis emociones a su lugar.

Él se levanta de golpe.

—No hay nadie —le aviso—. Sólo es el desayuno.

264 desayunos y aún no sé de qué están hechos. Huele a productos químicos; una masa amorfa que siempre sirven al extremo: a veces es demasiado dulce, a veces demasiado salada, siempre asquerosa. La mayoría de las veces estoy tan muerta de hambre que no noto la diferencia.

Lo oigo dudar sólo un instante antes de dirigirse hacia la puerta. Mantiene abierta una pequeña ranura y observa un mundo que ya no existe.

—¡Mierda! —Casi tira la bandeja por la abertura, deteniéndose sólo para golpear la palma de su mano contra la camisa—. ¡Mierda, mierda! —Enrosca los dedos en un tenso puño y aprieta la mandíbula. Se ha quemado la mano. Le habría prevenido si me hubiera escuchado.

—Tienes que esperar como mínimo tres minutos antes de tocar la bandeja —le digo al muro. No miro las borrosas cicatrices que adornan mis pequeñas manos, marcas de quemaduras que nadie pudo enseñarme a evitar—. Creo que lo hacen a propósito —añado tranquilamente.

—¿Así que hoy me hablas? —Está enfadado. Parpadea antes de mirar hacia otro lado y me doy cuenta de que está más avergonzado que otra cosa. Es un tipo duro. Demasiado duro como para cometer errores estúpidos delante de una chica. Demasiado duro para mostrar dolor.

Aprieto los labios y miro por el pequeño rectángulo de cristal al que llaman ventana. No quedan demasiados animales, pero hay historias sobre pájaros que vuelan. Quizás algún día consiga ver alguno. Hoy en día las historias se entretejen de forma tan descontrolada que no hay mucho en lo que creer, pero he oído a más de una persona decir que ha visto un pájaro volar en los últimos años. Así que miro por la ventana.

Hoy vendrá un pájaro. Será blanco con manchas doradas como si llevara una corona en la cabeza. Volará. Hoy vendrá un pájaro. Será blanco con manchas doradas como si llevara una corona en la cabeza. Volará. Hoy vendrá un…

Su mano.

Sobre mí.

Dos dedos

dos yemas rozan mi hombro cubierto de tela durante menos de un segundo y cada músculo, cada tendón de mi cuerpo está cargado de tensión y atado a nudos que envaran mi columna. Me quedo muy quieta. No me muevo. No respiro. Quizás, si no me muevo más, este sentimiento dure para siempre.

Nadie me ha tocado en 264 días.

A veces pienso que la soledad que llevo dentro va a estallar a través de mi piel y a veces no estoy segura de si llorar, gritar o reír de histeria va a solucionar algo. En ocasiones estoy tan desesperada por tocar o que me toquen, por sentir, que casi estoy segura de que caeré por un precipicio en un universo paralelo donde nadie podrá encontrarme jamás.

No me parece imposible.

He gritado durante años y nadie me ha oído nunca.

—¿No tienes hambre? —Su voz es más baja ahora, parece un poco preocupado.

Llevo 264 días muerta de hambre.

—No. —La palabra es algo más que un suspiro entrecortado ya que se escapa de mis labios y me doy la vuelta, y no debería pero lo hago y él me está mirando. Analizándome. Sus labios apenas están entreabiertos, sus piernas temblando, sus pestañas parpadean confusas.

Algo me golpea en el estómago.

Sus ojos. Algo en sus ojos.

No es él no es no es no es él.

Cierro la puerta y dejo el mundo fuera. Lo encierro. Aprieto la llave firmemente.

La oscuridad me entierra en sus pliegues.

—Eh…

Abro los ojos de golpe. Dos ventanas destrozadas que me llenan la boca de cristal.

—¿Qué es esto? —Su voz es un intento fallido de monotonía, un intento ansioso de apatía.

Nada.

Me concentro en el cuadrado transparente que me separa de mi libertad. Quiero destrozar este mundo de hormigón y que no quede ni el recuerdo. Quiero ser más grande, mejor, más fuerte.

Quiero estar enfadada, enfadada, enfadada.

Quiero ser el pájaro que echa a volar.

—¿Qué escribes? —Mi compañero de celda vuelve a hablar.

Estas palabras son vómito.

Este bolígrafo tembloroso es mi esófago.

Esta hoja de papel es mi bol de porcelana.

—¿Por qué no me respondes? —Está demasiado cerca demasiado cerca demasiado cerca.

Nadie está lo bastante cerca.

Trago saliva y espero a que se aleje de mi vida, como han hecho todos. Fijo la mirada en la ventana y en la promesa de lo que podría ser. La promesa de algo mayor, mejor, alguna razón para la locura que se erige en mis huesos, algo que explique mi incapacidad de hacer algo sin estropearlo todo. Vendrá un pájaro. Será blanco con manchas doradas como una corona en la cabeza. Volará. Vendrá un pájaro. Será…

—Eh…

—No puedes tocarme —murmuro. Miento, es lo que no le digo. Puede tocarme, es lo que nunca le diré. Por favor, tócame, es lo que quiero decirle.

Pero cuando la gente me toca pasan cosas. Cosas extrañas. Cosas malas.

Cosas muertas.

No consigo recordar la calidez de ningún abrazo. Mis brazos adolecen por el ineludible hielo del aislamiento. Mi propia madre no pudo ni sostenerme en brazos. Mi padre no pudo calentar mis manos congeladas. Vivo en un mundo vacío.

Hola.

Mundo.

Me olvidarás.

Toc, toc.

Mi compañero de celda se pone de pie.

Es hora de ducharse.