UNA VEZ MÁS PERCY POLLOCK se halló en el vecindario familiar de Seven Oaks, pero como sabía que sus viejos colegas no podían ya estar allí, no visitó la comisaría. Tomó un taxi y fue directamente al «Vivero Aníbal Knott», que según comprobó era muy conocido.
—Dudo que le permitan ver al señor Forbes —declaró el conductor—; dicen que está muy grave.
Pero Percy advirtió que aguardaban su llegada. Una mujer de edad que atendía la casa le contó que Andrés se había alegrado muchísimo al saber que iría a verle. Ahora estaba esperándole.
—En este momento le acompaña la enfermera —explicó—; está muy deseoso de conversar con usted.
—¿Conserva su lucidez? —preguntó el visitante, y su interlocutora le aseguró que le encontraría en pleno uso de sus facultades.
—El médico cree que puede durar varios días más —dijo la mujer—. Pero nunca ha perdido su vigor mental. Habla en voz baja, mas se le oye y entiende claramente.
Forbes se hallaba reclinado en la cama y al recién llegado no le costó reconocerle, pero notó los profundos cambios que se habían operado en él. Había perdido su antigua lozanía y un tinte amarillento se extendía por sus fláccidas mejillas; gran parte de su nívea cabellera había desaparecido y ya no le cubría la coronilla. Pero el mechón delantero se mantenía, acentuando más que nunca su semejanza con una cacatúa. Pero era ahora una cacatúa mansa, amable y agotada, sin asomo de truculencia. Su mente se conservaba clarísima y ningún dolor físico la perturbaba. Sonrió al ver al viejo detective, y le saludó tendiéndole una mano muy delgada.
—Me alegra que haya venido —dijo—. Como su contestación tardaba, supuse que habría muerto; pero me agrada comprobar la gran vitalidad que tiene usted todavía, y el buen apetito que indica el aspecto de su chaleco.
—Ahora estoy retirado, Forbes. Me enviaron su carta desde Scotland Yard.
Andrés le miraba con ojos que conservaban su brillo.
—Le reconozco a usted y reconozco su manera de hablar —repuso; luego volviéndose hacia la enfermera añadió—: Puede irse, Sofía, déjeme con el señor Pollock.
—Media hora y nada más —contestó ella—. Volveré dentro de treinta minutos, señor Forbes.
—Me bastan —replicó él; pero cuando ella salió del cuarto guardó silencio durante un rato, recapacitando. Luego volvió la cabeza hacia Percy, que había arrimado una silla y estaba sentado junto a la cama.
—En su profesión —empezó a decir— habrá notado que no existe nada más horrendo que la naturaleza humana en su peor aspecto; en este sentido, nunca estuve muy contento conmigo mismo. Para usted la imagen de la perversidad más acabada era, sin duda, Esperanza Maitland. Han pasado muchos años, pero jamás me he sentido más contento en mi vida que cuando supe que había conseguido atrapar a ese demonio con faldas y me enteré del castigo que le impusieron. Sin embargo, yo le aseguré a usted que ella, más que ninguno, era, capaz de haber asesinado al señor, pero sabía muy bien que ella no le había asesinado, como tampoco ninguno de sus odiosos parientes. Y ahora vuelvo a referirme a mí. Ni bueno ni malo; eso es lo que he sido toda la vida; ni por asomo tan bueno como hubiera podido ser; he sido en realidad muy egoísta, pero hay bajezas a las cuales nunca habría descendido aunque me hubieran acosado todas las tentaciones del mundo. Por ejemplo, no habría podido envenenar a Aníbal Knott. No intento alabarme ni exagero la verdad al decir que no podría haber envenenado a nadie.
—Nunca creí que fuera usted culpable —repuso el otro—. Siempre tuve esta convicción. Conozco la sinceridad en cuanto la veo, y usted fue escrupulosamente, innecesariamente sincero en todo lo que me dijo. En ningún momento trató de fingir; la costumbre de decir la verdad está inculcada en su naturaleza, Forbes, y la decía costara lo que costara, a usted y a los otros. Nada le hubiera sido más fácil que ensalzar a su viejo amo y declarar su lealtad hacia él, su devoción y todo lo demás; pero no hizo tal cosa. Siguió las reglas de su vida y expresó lo que a su entender era la verdad. No admiraba demasiado al señor Knott y no lo disimuló. Su manera de vivir no le agradaba, y el hecho de que fuera un amo poco bondadoso y poco común que le había dejado una mensualidad, plantas y una considerable suma de dinero, en nada influyó para hacerle decir más de lo que sentía cuando le pedí su sincera opinión sobre él.
Andrés rió, haciendo una mueca.
—Todo eso es verdad —dijo—. No obstante, le interesará saber que puedo mentir como el que más, si me lo propongo. Una vez, y sólo una, he mentido en toda mi larga vida, y fue a usted. —Señaló un vaso lleno de un líquido lechoso que estaba sobre la mesa junto a la cama—. Deme un sorbo y luego le explicaré —dijo; y después de beber prosiguió—: Así que ahí lo tiene: no podía haber envenenado al viejo amo, y sin embargo lo envenené.
Todo el instinto de Percy le impulsaba a no creerlo.
—Mucho tendrá que explicarme antes de convencerme, mi amigo —declaró.
—Por eso pensé en contárselo yo mismo —dijo Forbes—. No interprete mal los motivos que me movieron a llamarle. Siempre en mi oficio he deseado llegar al fondo de cualquier enigma, y recuerdo que a usted le ocurría lo mismo. De modo que éste es un gesto amistoso, y estoy de acuerdo en ser su amigo, como usted me llama. Bien; aunque la muerte de Aníbal Knott no encerraba para mí ningún misterio, tenía mis buenas razones (un millón de razones) para que siguiera siendo un misterio para usted y todos los demás. Créame o no, como lo prefiera; ahora no me importa, pero hasta ahora ha tenido una importancia enorme. Y por eso he guardado silencio durante todos estos años.
—¿No ha sentido ningún remordimiento, ningún temor? —preguntó Percy.
—Ninguno —replicó el otro—. No se siente remordimiento por la muerte de alguien que ha vivido en la abundancia hasta los ochenta y cinco años, y no hay por qué sentir temor cuando uno no ha cometido un crimen. De modo que no me interrumpa más. Escúcheme y déjeme cobrar aliento para lo que voy a decirle.
Percy guardó silencio, pero se vio abocado a hablar casi en seguida porque Andrés le hizo una pregunta.
—¿Recuerda la revisión que hizo de mi casa junto con ese policía Frost, un día o dos después de su llegada, mientras yo me hallaba ausente en Seven Oaks?
—Sí.
—¿Y recuerda que me habló de una caja curiosamente labrada y llena de objetos raros traídos del extranjero, que le llamaron la atención pero que no le interesaban para el caso?
Después de un esfuerzo el visitante logró recordar este detalle.
—Sí, me acuerdo —contestó, y Andrés señaló una repisa que había en el rincón del dormitorio.
—Ahí está. Mírela de nuevo, si lo desea. La caja no encierra ningún misterio. Pertenecía a mi hijo el marino. Norman es ahora oficial de la marina mercante y está muy bien considerado. Esa caja es la que los marinos llaman «de costura», y hace muchos años, cuando viajaba por el río Amazonas, en la América del Sur, Norman la llenó dé objetos curiosos que coleccionaba entre los indígenas que habitan en esas regiones. Baratijas fantásticas, pero valiosas para él. A fines del otoño anterior a la muerte del señor Knott, mi hijo pasó en casa quince días conmigo antes de emprender un nuevo viaje y me llevó su «caja de costura» para que se la guardara. Cierta noche, mientras charlábamos, repasó todos los objetos de la caja de sorpresas y me contó la forma en que había conseguido, de un indígena o de otro, cada una de esas insignificancias. Me aburrió bastante, pero nunca se sabe lo que puede interesar a una persona, y es indudable que a él le aburrían los invernaderos de orquídeas de «Las Torres» tanto como a mí sus relatos. Porque pensándolo bien, ¿qué interés podía tener en mirar, encerradas en macetas, esas plantas que tanto conocía y que había visto crecer mucho mejor allá lejos, en las selvas sudamericanas?
—Ninguno, diría yo.
—Absolutamente ninguno; pero entre los objetos traídos por mi hijo había una cosa que me obsesionaba. Usted no la vio, porque ya no estaba en la caja cuando la revisó; pero yo la había visto, y después que Norman partió dejando a mi cuidado sus tesoros, lo que había dicho sobre esa cosa volvía una y otra vez a mi memoria (por razones personales mías que nada tenían que ver con mi hijo).
—¿La sacó usted de la caja?
—La tomé para poner en práctica mis propósitos. Era un terrón de una materia negruzca, parecida a un pequeño trozo de tabaco de mascar o a un jabón; él (mi hijo) me había dicho que era un veneno que fabricaban los indígenas de las selvas para las flechas de los arcos y los pequeños dardos de las cerbatanas que usaban cuando salían a cazar animales o a matar a sus vecinos. Bastaba un rasguño o una ínfima dosis para no contarlo. El muchacho, que tiene una mentalidad investigadora, aprendió de ellos el secreto del veneno; se fabrica con hierbas y una enorme araña color castaño oscuro, el insecto más mortal que se conoce, tan espantoso, que si toca el cuerpo de una persona (no digamos ya si la pica) la manda con toda seguridad al otro mundo. Una araña que es la muerte en ocho patas. Le diré; al principio la cosa me sonó a disparate, pero prometí a mi hijo que guardaría sus tesoros bajo llave y que nadie los tocaría jamás. Y Norman volvió al mar, dejando a mi cuidado su «caja de costura». Todo es la pura verdad y espero que lo crea.
El visitante asintió con la cabeza.
—Creo todas sus palabras… hasta ahora —dijo—. No está en su carácter inventar cuentos.
—Por lo general, no —admitió el viejo jardinero—. Le explicaré cuáles fueron mis invenciones cuando toque ese punto.
Hizo una pausa de medio minuto, respiró profundamente y luego prosiguió su relato. Al principio Percy temió que Andrés estuviese divagando. Pronto, sin embargo, comprendió que no era así.
—Llegamos ahora a nuestras ratas —prosiguió el enfermo—. Las ratas fueron siempre un problema difícil en «Las Torres», pero aunque el señor Knott, en principio, las aborrecía, como toda persona sensata, no me daba carta blanca para luchar contra esos asquerosos animalejos. No quería tener perros de caza cuya ocupación primordial es cazar ratas, y no permitía que se espolvoreara ni una pizca de veneno dentro de la propiedad por temor a que los pájaros lo comieran y muriesen. Amaba los pájaros, pese a que esta afición no es frecuente en un buen jardinero. Por consiguiente, las ratas se multiplicaban y llegaron a ser una fuente de enorme preocupación para mí. Encontrándome entonces en posesión del veneno que había traído mi hijo y enfurecido al descubrir que las ratas habían horadado y dañado considerablemente un plantío de patatas, no hice más caso a Aníbal Knott, y cortando un trozo del veneno extranjero lo mezclé con pan y manteca y maté a tres en una noche. Esto ocurrió en Nochebuena. Sí, tres, y todas estaban muertas el día de Navidad. Comuniqué la noticia al señor para darle un placer. No me preguntó detalles y no tuve que mentirle. Creyó que las había capturado con trampas, pero no era así: habían comido el pan con manteca y se habían muerto. Y ahora llegamos al asunto fatal.
Forbes se detuvo, hizo señas para que Percy le alcanzara la bebida; luego siguió hablando. Durante esta pausa el visitante había extraído su libreta y trazaba en ella sus rápidos jeroglíficos.
—Nuestro invernadero grande era el lugar de reunión preferido de las ratas —prosiguió Andrés—, porque, a semejanza de los humanos, huyen del frío de la noche. Por más que hice, nunca pude impedir que entraran; descubrí que adoraban los plátanos y me destrozaron más de uno, eligiéndolos, con la astucia endemoniada que las caracteriza, cuando estaban más maduros y mejores. Ese invierno había conseguido alejarlas bastante del gran invernadero; pero como conocía sus gustos y estaba entusiasmado por mi éxito, la mañana del veintiséis de diciembre corté un espléndido plátano, tomé una buena porción del veneno salvaje, desprendí una parte de la corteza, injerté el veneno en el corazón de la fruta, luego volví a colocar la corteza en su sitio y dejé la fruta como si nadie la hubiese tocado. Acababa de efectuar este trabajo y de dejar el plátano sobre una mesita que había junto al árbol, cuando entró el señor Knott. Volviéndome hacia él, deslicé mi cortaplumas en el bolsillo y le di los buenos días. Cypress lo había acompañado con el paraguas porque llovía a cántaros; luego se fue, dejando al señor en mi compañía. Este se instaló en su asiento de costumbre y conversamos; parecía muy alegre. Le agradecí una vez más el regalo que me había hecho en Navidad y me contó detalles de la fiesta infantil que preparaba; me dijo que Cirilo y Julián Adams se disfrazarían de renos, o de algún animal por el estilo, y Gerald Firebrace de Santa Claus, o algo así. Quería que fuese a mirar y a reírme; pero nunca me había hecho gracia ninguno de los de ese grupo y no deseaba reírme; por lo tanto le dije que solamente iría si me lo ordenaba, y él me contestó que nunca en su vida me había ordenado nada (lo cual era cierto) y que no asistiera a la fiesta si las payasadas de esas personas iban a causarme más disgustos que placer. Luego extrajo su nueva pipa y la encendió, diciendo que le parecía muy buena, pero tal vez demasiado grande. Siguió charlando, y nuestra conversación derivó al tema de la Cattleya del Congo y expresó su deseo de verla. Le rogué que no se moviera de donde estaba, bajo techo y abrigado, porque seguía lloviendo a cántaros. Me dio las gracias y yo me puse el abrigo y lo dejé y fui al invernadero de orquídeas. De modo, Pollock, que como usted ve, aquí empiezan mis mentiras, porque en mis declaraciones sostuve que no me había separado de él.
Percy meneó la cabeza afirmativamente.
—Sí —admitió—, ahí empezaron sus mentiras.
—Las mentiras —declaró Andrés— son como las judías de enredadera: crecen muy rápido, pero pronto requieren algo que las sostenga. Bien; como decía, la cosa ocurrió ese día veintiséis de diciembre. Me había olvidado por completo del plátano: se me había borrado de la mente. Estuve alrededor de cinco minutos en el invernadero de orquídeas, tomé la Cattleya, la puse debajo de mi abrigo y volví con ella junto al amo. Más tarde, recapacitando sobre el asunto, calculé que, como mucho, el señor había quedado solo de siete a diez minutos.
El enfermo hizo una nueva pausa y respiró profundamente; luego prosiguió:
—Cuando volví estaba sentado donde yo le había dejado, fumando su pipa; no había motivo para imaginar que en algún momento se había levantado de su asiento y nunca lo hubiese adivinado de no haber sido por la evidencia ulterior. Me dijo que le costaba fumar en esa pipa, luego concentró su atención en la Cattleya y calculó que en una semana veríamos abrirse el capullo. Siguió hablando de eso y el tiempo pasó volando, y cuando me disponía a devolver la planta a su lugar apareció Cypress en busca del señor. De modo que los tres salimos juntos del invernadero: ellos se dirigieron a la casa y yo llevé la orquídea a su sitio. Después de esto avivé el fuego de los invernaderos y me fui a la casa a almorzar. Sólo después del almuerzo, al reanudar mis tareas, recordé la fruta envenenada. Volví directamente a buscarla, con la intención de repartirla en el camino de las ratas, y hallé solamente la corteza, tirada en un macizo de helechos, y nada más. Entonces comprendí lo ocurrido: el señor se había levantado de su asiento con deseos de comer una fruta, y en lugar de cortar una naranja, como hacía nueve veces sobre diez, había visto el espléndido plátano y, suponiendo que yo lo había elegido para cuando él viniera, se lo había comido antes que yo pudiera llegar a contarle mi desobediencia y a impedir que lo hiciera. Esta es la pura verdad, y mentira lo que dije en aquel entonces. Le perdí de vista y él comió la fruta, sellando su sentencia de muerte.
—¿Qué hizo usted inmediatamente después, Forbes? —inquirió el visitante.
—Nada. Me senté y me puse a pensar. Durante una hora larga estuve así y me alentó la idea de que la cosa no tenía remedio.
El señor no me preocupaba mucho; ya había vivido su vida, y si a mí me había tocado en suerte ponerle fin, no era cuestión mía. El destino dispone y nos mueve a su gusto; los mejores de nosotros no somos más que instrumentos en sus manos. Recogí la corteza del plátano, me retiré y calculé lo que ocurriría si el señor llegaba a morir. Esa noche me dijeron que estaba muy bien, y parece que durante el día no le había pasado nada; esto me hizo pensar que el veneno, aunque mortal para las ratas, quizá no le haría daño a él. La idea no me causó pesar ni alegría; pero a la mañana siguiente, cuando me enteré de que había muerto, supe que no había hecho más que cumplir lo que estaba escrito, y cavilé mucho sobre lo que ocurriría después.
Durante un rato Andrés volvió a guardar silencio, respirando tranquilamente hasta recobrar sus fuerzas.
—Es curioso cómo le asaltan a uno las ideas cuando tiene la mente excitada y todos los rincones del pensamiento en tensión; ideas que nunca le cruzan a uno por la cabeza cuando la vida sigue su curso normal y monótono —continuó diciendo—. Lo primero que se me ocurrió fue que la enorme piedad del señor por los animales era lo que había ocasionado su muerte, porque si se hubiera despreocupado de la forma en que mataba yo las ratas, siempre que las matara, no habría sido enemigo del veneno, poniéndome así en el caso de contrariar sus deseos. De modo que había muerto por culpa de sus ideas humanitarias. Y entonces tuve una amarga reflexión: pensé que si no le hubiese desobedecido haciendo tonterías con ese veneno sin que él lo supiera, estaría vivo todavía. Pero me dije que puesto que la predestinación de mi hijo había sido proporcionar el veneno, lo mismo podría culparle a él por haberlo traído que culparme a mí mismo por haberlo usado. Sin embargo, este argumento no me pareció muy sincero. Finalmente, dejé a un lado el pasado y examiné la situación que se plantearía en el futuro.
—¿No sintió remordimientos cuando comprendió lo que había hecho, y se limitó a creer que había sido un juguete de la fatalidad? ¿De veras pensó que desde arriba habían decretado la muerte de su amo, designándole a usted para instrumento inconsciente de su eliminación?
—Ningún remordimiento, nada de eso. El anciano señor estaba muerto. Estaba muerto y fuera de cuestión; una vez que uno está muerto, ya sea perro, pájaro, planta o ser humano, una vez muerto, muerto está para siempre jamás. No podía hacerlo revivir, de modo que me quité de la cabeza al señor Knott y miré hacia adelante. Me expuse a mí mismo la verdad, tal como acabo de hacerlo con usted, y me pregunté como sonaría en los oídos de los demás, y comprendí que nadie en el mundo me creería, y menos que nadie los que llegaran de Scotland Yard. Estaba de por medio un legado de plantas, y mucho más que ignoraba todavía, y además la posibilidad de realizar el sueño de mi vida: un vivero para la nobleza y la burguesía. En vista de estos motivos contundentes, nadie iba a creer la verdad. De modo que desde el principio me tracé una línea de conducta, porque nada estaba más lejos de mis deseos que ir a la horca en el preciso momento en que estaba a punto de realizar el sueño de toda mi vida. Sí, me tracé una línea de conducta; vi que la única forma de salir del paso era mentir; inventé un cuento que en todos sus detalles me dejaba a salvo y me adherí a él, desde el principio hasta el fin, como una sanguijuela. Y no sólo eso: traté de echar la culpa a los parientes del señor, que en mi opinión, invariable hasta ahora, eran muy capaces de hacer intencionadamente lo que yo hice sin querer. Y para que usted se convenza de las cosas: ¡hubo momentos en que llegué a creer que, al fin de cuentas, era posible que ellos fueran los culpables! Pero cuando se conocieron los detalles y la naturaleza del veneno, comprendí, por supuesto, lo que había pasado.
—La sustancia secreta que nunca se descubrió era un insecto —musitó Percy.
—Sin duda alguna, y me dio risa que todos esos sabios hablan sido derrotados por unas arañas parduscas.
El investigador volvió a alcanzar a Andrés la bebida, y luego dijo:
—Una historia muy interesante y muy bien contada, Forbes.
—He terminado y usted sabe el resto, a excepción de algún que otro detalle —concluyó él narrador—. Pensé y pensé, y afronté los acontecimientos que se producirían. Primero miré frente a frente la verdad y la rechacé, porque sabía que si le entregaba a usted el veneno y se probaba que eso le había matado, todo el interés se concentraría sobre mí, y el hecho de que me ahorcaran o no se convertiría en un juego de azar cuyas mayores apuestas se harían a favor de la horca. De modo que mi primera idea fue enterrar el veneno entre los arbustos, a dos pies de profundidad, y terminé con esa parte; luego inventé mi mentira; ensayé primero ante el jurado del coroner, y después con usted, añadiéndole uno o dos pequeños detalles y en vista de que no existía nada ni nadie en condiciones de contradecir mis palabras, y en ningún sector ni un asomo de prueba que las pusiera en duda, y como había varias personas más sospechosas que yo para que usted se fijara en ellas… ahí lo tiene: me salvé.
—¿Por qué se ha tomado el trabajo de confesar? —preguntó el detective algo más tarde, en el momento en que se levantaba para marcharse.
—Para que la única persona que me importaba no quedara en la duda. No tenía nada en contra de usted, y pensé que le agradaría saber la verdad antes de morir. No podía decírselo antes porque tal vez usted se hubiera creído en el deber de volver a abrir el caso para que, al fin de cuentas, me ahorcaran. Porque lo que acabo de contarle no le habría parecido tan verosímil entonces como ahora.
—En esto se equivoca usted por completo, amigo mío —declaró Percy solemnemente—. No tenía el derecho de suponer semejante cosa.
—¿Quiere decir que cree lo que he contado? Aquí estoy, moribundo, fuera del alcance de la ley. Por eso sentí que no era peligroso llamarle. Pero me agradaría oírle decir que me cree.
—No veo razón alguna para no creerle, y este relato me pone en deuda con usted —aseguró el otro—. Sí, creo que dice usted la verdad y comprendo ahora exactamente el valor de sus mentiras. Coincidían con su carácter y eran convincentes como pueden serlo las mentiras de un hombre notoriamente sincero y franco cuando empieza a faltar a la verdad. Si en algo puede consolarle lo que voy a decirle, le aseguro que mintió asombrosamente bien para ser un principiante.
—Me alegré mucho cuando ya no necesité hacerlo —confesó Andrés—; y desde entonces nunca a sabiendas, he vuelto a decir otra mentira.
—También lo creo.
—Y después que me muera puede, si lo desea, contar esta historia —añadió Andrés—. Acaso le interese a alguien, aquí o allí, si viven aún los del viejo grupo. Hubo quienes creyeron que Cypress era el asesino, y él vive todavía, en Bournemouth.
Conversaron otro rato; luego regresó la enfermera y Percy se despidió demostrando al enfermo amistosa benevolencia.
—Adiós —dijo el jardinero—. Espero ver al señor Knott a finales de semana. Y apuesto a que prestará fe a mi explicación. Considerando donde se encuentra ahora, no creo que le interese mucho. No obstante, tal vez se asombre un poco al saber cómo murió. Y no dudo que se alegrará al verme.
Estas sorprendentes palabras indicaban el punto de vista exacto que tenía de la situación, y fueron las últimas que su visitante le oyó pronunciar.
De vuelta en su casa, Percy relató a su mujer todos los detalles y frases de la entrevista, y ella le felicitó por el éxito de su viaje.
—Un misterio menos en tu carrera, mi pingüino —le dijo—; todo es muy razonable y digno de crédito. Nadie puede culparte por la forma en que llevaste el caso, porque la franqueza y sinceridad de Forbes eran notorias; ¿quién hubiese supuesto que en momentos como aquellos se refugiara en la mentira? ¿Crees que dice la verdad ahora?
—Sí ¿Y tú?, preguntó él.
—No sé.
—Si le conocieras, no dudarías.
—¿Y si ese plátano hubiese sido una trampa destinada a su amo y no a las ratas?
—No; jamás se le hubiera ocurrido semejante cosa.
—Esa fruta envenenada era muy peligrosa para que se le borrara de la mente.
—Las cosas peligrosas suelen borrarse de la mente más honesta. Así es como ocurren las tragedias.
Pero más que en estas consideraciones, Percy se interesaba ahora en las reflexiones psicológicas suscitadas por su reciente experiencia.
—El pensamiento seguía activo en ese viejo cerebro —dijo—. Su memoria había conservado frescos los recuerdos, y refirió los detalles con maravillosa claridad, si se tiene en cuenta su estado. Hasta detalló algunas ideas que le habían pasado por la mente hace veinte años. Estaba muy sereno y contento y no demostraba la menor desesperación. Sentía que las cosas habían ocurrido como debían de ocurrir y no de otro modo. Tiene la misma despreocupación de la bala que mata a una persona, o del cuchillo que corta una garganta. Y hasta dijo algo muy sorprendente en una mentalidad sencilla como la suya. Me recalcó que el natural excesivamente bondadoso de Aníbal Knott había determinado su muerte, porque de haber permitido que se empleara veneno contra las ratas todo se hubiera hecho en orden, sin ocultaciones y sin necesidad de usar ese producto salvaje traído por su hijo el marino. Ni el menor asomo de arrepentimiento; se limitó a relatar los hechos, que a su juicio tuvieron fatalmente que producirse así.
—Como es natural, tú no podías contradecirle en momentos semejantes; hubiese sido una crueldad afligir al pobre viejo demostrándole lo absurdo de ese punto de vista —dijo la señora de Pollock—; pero no se sostiene ni un momento si entramos a discutirlo. Es muy fácil poner en práctica muchos propósitos dudosos basándose en la teoría de la predestinación y fingir que uno no es más que un instrumento en manos de la Providencia.
—Es un grave error, te lo concedo —admitió Percy—, pero él lo cree así, y lo ha creído durante veinte años. A un paso de la muerte de nada habría servido discutir con Forbes y demostrarle que había edificado en la arena su tranquilidad de conciencia. De todos modos la discusión no le hubiese conmovido. Está a la espera de poder contarle lo sucedido a su viejo amo dentro de pocos días, y no se le pasa por la imaginación que semejante entrevista puede causarle a él la menor molestia.
—Si existe el más allá —dijo Amanda—, es indudable que a los recién llegados al otro mundo han de pedirles que expliquen muchas cosas; pero es probable que donde todo se sabe, todo se perdone. ¿Publicarás esta historia después que el viejo haya muerto, Percy?
—No lo sé; pero trataré de encontrar a Arturo Hoskyn para contarle lo de las arañas parduscas. Estoy seguro de que le daré un gran placer. Tal vez valga la pena publicar la historia, porque proporciona la oportunidad de añadirle un poco de filosofía.
—A los aficionados a la historia policíaca no les interesa la filosofía, mi lechuzón.
—No es una historia policíaca —explicó Percy—. Ese viejo jardinero metodista mató accidentalmente a un hombre, y convencido de que nadie creería la verdad, no la dijo. Mintió porque comprendió que era la única forma de salvar su vida; y nadie puede negar que tenía razón, si el caso hubiera sido llevado ante un tribunal.
—Es ciertamente una desgracia que la mentira sea el eje del mundo —observó Amanda—. Nuestra civilización, lo mismo que nuestra seguridad, están, por decirlo así, construidas sobre la mentira.
—Constituye también un peligro permanente que puede determinar nuestra ruina, pero es así —contestó él—. En la policía, en la diplomacia y en los demás servicios públicos, la evasiva, la mentira, el equívoco, son armas corrientes; y cuando las mentiras, como en el caso de Andrés Forbes, proceden de quienes más veraces parecen, más aplastante es la victoria que logran. Si dentro de millares de años floreciera una forma de civilización superior a todo lo que podemos imaginar en el presente, edificada sobre los cimientos pétreos de la verdad, los seres humanos actuales en su mayoría se sentirían extraños en ese mundo y próximos a la barbarie. Los hombres y mujeres de ese hipotético futuro nos verían como nosotros vemos a los salvajes primitivos del Amazonas que inventaron el veneno que el marino llevó a su casa, que Andrés Forbes utilizó y que mató al anciano de Seven Oaks.
—Como en la canción infantil «La casa que Juanillo edificó» —observó la señora Pollock—. Lo que se llama «Utopía»; y supongo que a esas personas, el barrio donde vivimos, con sus atractivos, comodidades y agradables vecinos, les parecería poco menos que lo que a nosotros nos parece la guarida de salvajes en plena selva. Entre tanto, existe la democracia, a la cual debemos aferrarnos. Ven a quitarte las botas y a tomar el té, mi loro querido.