CUANDO PERCY POLLOCK, herido por los sarcasmos de los Maitland, pronosticó que el caso no había terminado aún y que tal vez el telón volvería a levantarse para el segundo acto antes de lo que pensaban, decía y no decía la verdad. En efecto, el telón había de levantarse un día para el segundo acto del misterio de la muerte de Aníbal Knott, pero mucho después de lo que era dable presumir. En realidad, un considerable intervalo de tiempo —no menos de veinte años— separó el fracaso del detective de la dilucidación final del enigma. No es posible, sin embargo, mantener al público sentado en sus butacas durante un lapso de veinte años; no es posible exigir a los espectadores que permanezcan de ese modo quietos; pero es menester aceptar una breve demora, puesto que el intervalo, a pesar de que no arrojó luz sobre el asesinato de Aníbal Knott, creó vastos cambios en la vida de todas las personas vinculadas con aquel deplorable suceso. El tiempo no perdonó a ninguna, y puso término a las esperanzas, temores y preocupaciones de la mayoría de ellas. En cuanto al público, interesado en las devastadoras perturbaciones de la guerra de 1914, hacía mucho que había olvidado el asunto. En relación con este acontecimiento se desarrolló una historia en extremo dramática.
Este trágico interludio no tuvo ninguna injerencia en el caso de la muerte de Knott, pero mucha en la existencia de un hombre y una mujer que después de encontrarse por primera vez en «Las Torres» se separaron presas de enojo y desdén, con un triunfo para la mujer y un evidente revés para el hombre.
El sombrío e impresionante relato del segundo choque de estas dos personas y el trueque de los papeles proporcionará tema para escribir otro libro —un libro más terrible que éste, cuyo final se aproxima—, pero como esa situación no se relaciona con el caso, nos limitaremos a narrarlo brevemente, aunque se trate de un asunto que acongoja el corazón. Dos años después de la muerte de Aníbal Knott, Inglaterra entró en guerra con Alemania, y Europa, sometida al sangriento ensayo de un conflicto futuro todavía más espantoso, gimió.
En ese entonces el War Office comunicó a Scotland Yard que existía una evidente y desastrosa filtración de secretos vitales, que el Servicio Secreto se hallaba desconcertado y despistado, y que sólo funcionarios del gobierno pertenecientes al War Office podían ser los responsables de determinados actos de traición. De este increíble problema se encargó Percy Pollock. Había sufrido un eclipse parcial inmediatamente después del fracaso de Seven Oaks, pero luego su fama había vuelto a brillar esplendorosa, restableciendo con creces su reputación. Se hallaba en ese momento en la cumbre de sus facultades, y sus jefes pensaron que a nadie mejor que a él podía confiarse este deber nacional, y Pollock, con lealtad y orgullo, aceptó la importantísima tarea que le encomendaban. Coordinó su plan, revistió un humilde uniforme de mensajero y se introdujo en el War Office. Los empleados de este ministerio sabían, por supuesto, lo que ocurría, pero ninguno adivinó el aspecto bajo el cual operaba entre ellos Scotland Yard. Disfrazado a fin de pasar aun más inadvertido que de costumbre, Percy se las imaginó para cumplir con su oficio de mensajero en el departamento donde Esperanza Maitland desarrollaba su importante labor; pero ella no le reconoció desfigurado como estaba por las gafas azules y el bigotito, pese a que el detective se estremeció cuando se vio frente a ella. Más tarde declaró que el solo hecho de verla en el desempeño de sus funciones (desplegando su autoridad sobre empleadas subalternas y despertando el temor de los hombres obligados a obedecerla) le había movido a reflexionar profundamente. En esta forma, secundado por el destino, paso a paso, lenta pero seguramente, con infinita paciencia y estrategia por su parte, y de ignorancia por parte de ella, Percy preparaba sus redes y le sonsacaba hábilmente su terrible secreto. El trabajo del detective era una obra maestra de técnica y lucha contra autoridades y eminencias, porque descubrió que a pesar de su absoluta impopularidad Esperanza imponía gran respeto y mucha confianza; las más altas autoridades coincidían en elogiar su lealtad y su ininterrumpida labor. ¡Había sido una de las primeras en señalar el peligro y en sospechar que provenía de dentro! Percy comprendía la inutilidad de denunciarla a las potencias del War Office mientras no completara su investigación; por consiguiente, operó en forma subterránea. Tanto en el interior de la oficina como fuera de ella, vigiló las actividades de Esperanza y construyó pacientemente las pruebas formidables sobre las cuales se fundaría luego su triunfo sensacional. Descubrió un lugar secreto de reunión en el centro de Soho adonde la señorita Maitland encaminaba frecuentemente sus pasos a altas horas de la noche; averiguó detalles concernientes a los que allí se reunían; interceptó correspondencia; empleó a expertos que descifraran los códigos de dicha correspondencia, y, por fin, completados los datos y sin que los culpables previeran su ataque, disciplinó suficientes fuerzas, las dispuso alrededor del lugar de reunión de los traidores y realizó un golpe destinado a convertirse en uno de los más famosos que registran los anales de Scotland Yard.
Un éxito estupendo recompensó el genio del investigador, y la nación se sobrecogió de asombro ante el descubrimiento de la terrible organización que se ocultaba en su seno, porque no sólo fueron capturados los cabecillas del movimiento, incluyendo a Esperanza Maitland y cinco más, entre los cuales figuraban dos alemanes, naturalizados desde hacía algún tiempo en el país, sino que se puso también a buen recaudo a una red de ayudantes voluntarios. Como la trompeta del Juicio Final, Percy y sus esbirros irrumpieron en medio de la asamblea secreta, y mientras uno de los alemanes tenía tiempo de suicidarse, el resto del grupo fue capturado, esposado y puesto bajo custodia. Enormes sumas de dinero habían llegado desde Alemania a manos de la banda, y fue descubierto un ingenioso sistema de inigualada corrupción y traición.
Sólo un desenlace podía tener semejante infamia; todos los cabecillas fueron arrastrados por un torrente de pruebas fatales a una rápida muerte y no se supo de nadie que les pagara el tributo de una lágrima. Mediante su baja traición, cada uno de ellos había ganado una fortuna; todos habían trabajado con oscura energía y gran habilidad en favor de la victoria enemiga. Algunos de los traidores presentaron una apelación para mitigar el rigor de la inevitable sentencia, pero Esperanza Maitland no se encontraba entre ellos. Aceptó la derrota con un valor espartano digno de mejor causa, y según se cuenta, mientras se dirigía silenciosamente al lugar de la ejecución, algo debió ocurrir que provocó su hilaridad, porque emitió por última vez su risa semejante al ladrido de un Cairn Terrier. Muchos aficionados a la criminología han mostrado desde entonces curiosidad por conocer el motivo de su diversión en ese momento, pero ninguno de los que presenciaron la ejecución advirtió nada que hubiera podido provocarla, nadie halló jamás una explicación, ni ningún estudioso de la historia de Esperanza Maitland consiguió dar respuesta plausible a este interrogante.
Percy Pollock sostuvo que esta mujer dotada e infame había concebido y madurado la conspiración causante de estos lamentables sucesos, presentando, como es de suponer, amplias pruebas que corroboraban su tesis.
La historia completa, narrada sin pretensiones literarias figura en las memorias del detective, publicadas mucho después y enriquecidas con la exposición de sus variados éxitos y sus opiniones generales sobre el arte y la práctica de su profesión. Dicho sea de paso, el horrible fin de Esperanza Maitland convenció a Percy de que ella, y sólo ella, había asesinado a su tío. Sus colegas estaban de acuerdo con él, y durante largos años el investigador continuó abrigando esta errónea certidumbre.
En cuanto a Jorge, la espantosa historia de su hermana y la desconfianza colectiva que recayó sobre todas las personas vinculadas a ella precipitaron su caída, y a él también le alcanzó la tragedia. Demasiado viejo para el servicio activo, había cumplido no obstante con su deber, y en el momento de la caída de Esperanza conducía un automóvil destinado a oficiales del ejército. Pero aunque había logrado ocultar que la traidora era hermana suya, la verdad se abrió camino. En un momento de descuido él mismo reveló su parentesco, y todos los oficiales se opusieron a que siguiera guiando el automóvil que ellos utilizaban. Algunos llegaron hasta expresar la conveniencia de encarcelarlo hasta la terminación de las hostilidades. Expulsado de las fuerzas armadas, Jorge volvió a alistarse recurriendo a un nombre supuesto y durante seis meses condujo con éxito y cuidado un camión de municiones; pero todo en esa época contribuía a perjudicar sus nervios y a destrozar su espíritu. Comenzó a beber excesivamente, y pronto llegó el momento fatal en que «bajo los efectos del alcohol» y mientras transportaba después de medianoche potentes explosivos a través de un solitario campo de matorrales, chocó violentamente contra un hito que se levantaba al borde del camino y su vehículo estalló en forma tan feroz y completa que no fue posible recoger suficientes restos del desgraciado para darles cristiana sepultura.
Así sucumbieron dos de los miembros de la familia Maitland; pero el destino, como si se avergonzara de seguir con tanta mansedumbre los caminos de la justicia humana, tomó un sendero muy distinto en lo referente a Gerald, llegando al extremo opuesto y concediendo salud, riqueza y hasta felicidad al más canallesco de los tres hermanos. En todo sentido su prosperidad fue acrecentándose. Apenas se difundió el primer rumor de guerra, el actor huyó a Estados Unidos, donde los buenos actores ingleses son siempre bien recibidos, y allí, con su exquisito encanto personal, su tino y sus dones artísticos y naturales, consiguió trabajo y apoyo. En ese momento llegó hasta él la noticia del horrendo fin de su hermana; pero como nadie conocía su parentesco, se hizo eco de la satisfacción general al saber que había sido descubierta y eliminada. Algo mucho más interesante que la suerte de Esperanza ocupaba ahora la atención de Gerald: la señorita Adela Greenleaf había entrado a formar parte de su destino. Era única hija de Alfredo P. Greenleaf, uno de los reyes del petróleo, y al morir su padre se había convertido en una de las mujeres más ricas de los Estados Unidos, exactamente la séptima en la lista de las más acaudaladas. Adoraba todo lo que fuera inglés, y la mayor parte de su educación la había recibido en Inglaterra; esto hacía que la señorita Greenleaf asegurara siempre que se casaría con algún miembro de la aristocracia británica, y con esta intención pasaba la mayor parte del tiempo en Gran Bretaña, donde su enorme fortuna le permitía interesar a la nobleza y ganarse su amistad. No faltaron pretendientes que la cortejaran, pero Adela era poco atrayente y en esa etapa de su vida, difícil de satisfacer, a pesar de que persistía su admiración por los ingleses. Después de la muerte de su padre se dedicó durante un tiempo a satisfacer su gusto, y se disponía a iniciar en Inglaterra una nueva incursión en busca de marido, cuando estalló el conflicto bélico. Fue el momento en que Gerald llegaba a Nueva York. Adela le vio trabajar en las tablas. Obtuvo una entrevista y este encuentro sirvió para aclarar ciertas dudas que la preocupaban. En efecto, la primera vez que ella le había visto, Gerald interpretaba el papel de joven y ardiente enamorado. Hablaba como un apasionado héroe de veinticinco años y representaba esta edad; pero al conocerle personalmente y descubrir que era mucho mayor experimentó un gran alivio. El actor tenía cuarenta y tres años, y aun así era dos años menor que ella; no obstante, se adaptaba admirablemente, en todo sentido, a lo que Adela buscaba. Había encontrado, por fin, a un caballero inglés, apuesto, cortés, dotado por el éxito, y sin embargo modesto, encantador, de gran corazón y lleno de tacto, superior al que por lo general desplegaban los ingleses.
Por primera vez en su vida Adela sintió que en su corazón despertaba un verdadero cariño, y adivinó que estaba a punto de alcanzar la meta de sus anhelos. Encontraba finalmente en Gerald el tipo, el porte, el acento, y la voz maravillosa del inglés ideal que tantas veces había presentido en sueños. Después de tratarle descubrió también que sus sentimientos y opiniones coincidían con los suyos; la afinidad se acentuó rápidamente y Adela pudo al fin comprobar que estaba enamorada. Ella, que había tratado a tantos hombres y había tenido no pocas oportunidades de casarse, agradecía ahora con toda el alma la protección de la Providencia, que respetaba sus altos ideales y recompensaba debidamente su paciencia.
Es innecesario decir que Gerald, con exquisito refinamiento y habilidad, se encargó de dar un feliz desenlace al idilio. Actuando siempre como un perfecto oportunista, advirtió en el tercer encuentro con Adela el cariz que tomaba el asunto; adivinó que las tímidas demostraciones de aprecio de esta mujer eran sinceras, y como sabía cuán caprichosa es la mente femenina, no perdió tiempo. Ella le brindó muchas oportunidades de disfrutar de su compañía y cada vez que la encontraba, Gerald se mostraba maravillado al comprobar la notable similitud de puntos de vista que ambos tenían y su idéntica devoción por el arte, pero reconocía siempre que el mérito principal era de ella.
—Es usted una mujer múltiple —le decía—; me asombra pensar que cultivando con tanto provecho la música y el teatro encuentre aún tiempo para ser una destacada personalidad social. Muy rara vez se da el caso de una mujer de vasta cultura que sea también mujer de mundo, capaz de abarcar tantos aspectos de la vida: por ejemplo, el problema de Inglaterra y los ingleses. No he encontrado todavía a un solo norteamericano que comprenda como usted nuestra fuerza y nuestra debilidad. Creo, si las horas de solaz han de servir de algo alguna vez, que está usted capacitada para escribir un magnífico libro sobre mi país, que además de aclararle el punto a sus compatriotas sería muy útil e instructivo para nosotros.
Adela adoraba estas cosas, y más aún la mirada de amor, la voz entrecortada y mil otros indicios de naciente devoción que Gerald, gradualmente, se permitía. Era un papel que había interpretado miles de veces en el escenario, pero nunca fuera de él. Apresuró el asunto con razonable y calculada presteza, y seis semanas después llegó el momento en que ella esperaba su propuesta de matrimonio. Entre tanto, él había reflexionado detenidamente sobre el paso que iba a dar, examinando todos sus aspectos en relación con un profundo estudio del carácter de Adela, y por último sacó en limpio que era buena y probablemente bastante generosa. En el teatro, el héroe indigente se abstiene por lo general de declarar su amor a la heroína adinerada, pero Gerald no hallaba razón para demostrar semejante debilidad en la vida real. El casamiento con la señorita Greenleaf, si él se conducía bien, tenía que valer la pena. Abrigaba cierta admiración por las opiniones de Adela y consideraba que esa unión tenía que resultar un éxito por ambas partes. Y no era nada desagradable la idea de la publicidad y el triunfo social. Realizar esa proeza en la que tantos habían fracasado demostraría a todos su evidente y notable competencia; ni el teatro podía prometerle un premio semejante. Hasta era posible que en el futuro llegara a ser dueño de una sala de espectáculos y se uniera a las filas de los que saben extraer cuantiosas riquezas de la labor de seres menos afortunados. La fortuna de tío Aníbal quedaba en nada comparada con las posibilidades que ahora se le ofrecían, y, en consecuencia, Gerald hizo su propuesta matrimonial. Fue aceptado y gozó de la fugaz atención que había previsto.
Esto ocurría antes que la Unión entrara en la guerra de 1914, y algo después, con su fortuna enormemente aumentada por las exigencias bélicas, Adela pasó al tercer puesto en la lista de las mujeres más ricas de los Estados Unidos. Ambos nadaban en la opulencia; suscribían generosas donaciones destinadas a la ayuda de guerra y a la Cruz Roja, y organizaban fiestas de beneficencia para muchas otras instituciones. Gerald siempre estaba dispuesto a tomar parte en todas las buenas causas. Seguía felicísimo y satisfecho, era leal y obediente y no hacía nada que perturbara el cariño de Adela, que cifraba en él su orgullo y su alegría. Se trasladaron periódicamente de uno a otro de sus diversos palacios, y cuando terminó el conflicto fueron a Inglaterra. Ella, que adoraba lo sensacional, llevó a su marido al museo de figuras de cera de Madame Tussaud, y en la Cámara de Horrores, Gerald se halló frente a la vivida efigie de su hermana. Fue un momento dramático, pero no dejó traslucir la menor emoción. Viajaron luego por Francia e Italia y finalmente volvieron cargados de tesoros a su hogar. Nada ocurrió que amenazara tan perfecta unión, y cuando la segunda guerra mundial estalló en torbellinos de horror, pese al impacto demoledor de la contienda contra las rentas de Adela, ambos estuvieron a la altura de sus antecedentes y fueron admirados por su magnanimidad. A los sesenta y ocho años, Gerald sigue aún activo, jovial, apuesto y goza de buena salud; organiza fiestas para la Cruz Roja y otras instituciones benéficas, está lleno de excelentes ideas en beneficio de los heridos y sube a las tablas para entretenerlos.
Así, con demasiada frecuencia, el capricho del destino, recompensa a los más indignos.
Y eso es todo en cuanto a los Maitland; en lo referente a los demás primos, la muerte también se cobró su parte, porque diez años más tarde de la última visita a «Las Torres» y en una época en que Julián y Cirilo se disponían a retirarse de los negocios, la vida de ambos tocó a su fin. Su anciana madre ya había fallecido. Había muerto inmediatamente después de su hermano y, a petición suya, habían colocado junto a ella, dentro del ataúd, el retrato que representaba a Aníbal montado en un caballito mecedor. Sus hijos la echaron de menos, pero fue un consuelo descubrir que les había dejado dos mil libras a cada uno, dinero cuya existencia les había ocultado durante su vida. Muchas veces se habían preguntado cómo hacía su madre para parecer siempre razonablemente adinerada, hasta en las peores épocas de estrechez, y por su testamento supieron que Aníbal, en secreto, la había ayudado bastante. De este modo los mellizos consiguieron, al menos, cosechar fragmentos de la generosidad del tío. Luego les llegó el turno, y murieron cuando todavía seguían en servicio activo. La gripe azotó la ciudad, y los dos enfermaron; el mal adoptó exactamente el mismo cariz en ambos casos, se agravó simultáneamente, derivó hacia una pulmonía y terminó con la vida de Cirilo y Julián con un minuto de diferencia entre uno y otro. Juntos yacen en Kensal Green bajo una lápida cuya inscripción indica que eran mellizos y que fallecieron a los setenta y un años. Unos pocos clientes, echando de menos sus figuras familiares vestidas de levita, preguntaron por ellos, pero no demostraron emoción al saber que habían muerto. Pertenecían a los millares de seres humanos que pasan sin dejar detrás de sí vacío alguno. Movidos por una prevención similar contra todo lo relacionado con testamentos, ninguno de los dos hizo el suyo, y como no se presentó nadie que adujera un parentesco con ellos, porque sus primos no se enteraron de su muerte, el dinero de Julián y Cirilo se sumó a las herencias no reclamadas, y probablemente sigue todavía ahí.
De Arturo Hoskyn podemos decir que vive retirado de toda actividad después de haber puesto punto final a su labor. La guerra de 1914 proyectó un rayo de luz en su existencia al brindarle la oportunidad de desarrollar las sombrías dotes que poseía. Cierto es que, a la par del profesor Postlethwaite, no logró descubrir el nombre del extraordinario ingrediente del veneno que había acabado con Aníbal Knott, pero vivió lo suficiente para saberlo después. Como decimos, sus actividades adquirieron un nivel más elevado al estallar la guerra de 1914. Del estudio de las materias tóxicas, llegó a resultados casi geniales en lo concerniente a gases venenosos, creando un abominable producto, absolutamente atroz; en efecto, una pequeñísima cantidad de esta sustancia causaba el inmediato exterminio de toda vida animal. Japón, aliado de Gran Bretaña en aquel entonces, acogió el invento con especial regocijo, y recompensó a Arturo otorgándole la Orden del Buitre Dorado, distinción que alegró sus últimos años.
En cuanto a Edgar Peters, el contador, también ha llegado a la ancianidad y se ha retirado. Vive recluido y es un viejo desilusionado, amargado e indigente. Después de la muerte de su esposa inválida abandonó sus negocios, se alejó de Londres y se fue a vivir a Devonshire. Viejos recuerdos de juventud y felicidad le indujeron a residir en el apacible puertecillo de Dawlish, y allí, solo y olvidado, soporta el resto de sus días. En las mañanas de sol puede vérsele sentado junto al mar mirando las aguas del Canal, siempre desconsolado y con los ojos húmedos. En esta forma se desvanece su sombra pusilánime y sin gloria.
Falta aún referir lo acontecido a Cypress y María Cherry, y es un placer dar cuenta del éxito y prosperidad que tuvieron, porque el destino, en este caso, supo sonreír a la laboriosidad y la virtud. En Bournemouth hallaron exactamente lo que buscaban; amueblaron una espaciosa residencia y prosperaron desde el principio bajo la alegre enseña de «Mansión Aníbal». Durante la guerra de 1914 el establecimiento se llenó de gente hasta desbordar, porque el primer zeppelin que dejó caer sobre Londres un modesto explosivo, antes que su pesada armazón volara en mil pedazos, provocó la huida de muchas personas, y Bournemouth figuraba entre los refugios que esas personas preferían. El poder del aeroplano y la amenaza de invasión sólo se hicieron evidentes muchos años más tarde; entretanto, Cypress y María prosperaban más allá de todas sus esperanzas.
Al comprender que «los Siete» no pensaban erigir monumento alguno a la memoria de su viejo amo, y como sus súplicas en tal sentido no obtuvieron respuesta, Cypress y María Cherry se ocuparon de cumplir este piadoso deber, y cuando comunicaron su decisión a Andrés Forbes éste contribuyó gustoso a costear la tercera parte del monumento. Encargaron el proyecto a un especialista de Seven Oaks, quien erigió un mausoleo de mármol blanco sobre las cenizas del venerado benefactor. En cierta ocasión, Tomás y María visitaron a Andrés, admiraron su instalación y le auguraron éxito; al año siguiente, en época de poco trabajo, el jardinero retribuyó la visita y pasó un fin de semana en Bournemouth. No había tenido tanta suerte como ellos, porque en el momento preciso en que encarrilaba su negocio, haciendo conocer sus plantas seleccionadas a una pequeña clientela inicial, había estallado la guerra, y como todos los de su profesión había pasado por momentos muy difíciles. En épocas así, pocos comerciantes sufren más que los propietarios de viveros; pero Andrés soportó la crisis, y cuando se concertó la paz disfrutó de creciente prosperidad. Se retiró a los ochenta años.
Falta decir una palabra final relativa a la actuación de Percy Pollock antes del episodio que coronó su carrera proporcionándole una satisfacción negativa. Al retirarse abandonó su vieja aspiración de instalar una agencia privada de investigaciones, por cuanto su intervención en el War Office había sido recompensada con honorarios excepcionales y porque la jubilación que obtuvo constituía una renta suficiente para las necesidades de su familia. Sus hijos se ganaban la vida; uno de ellos trabajaba en la policía, y el otro, el más joven, cuya capacidad era extraordinaria, en los negocios; su hija se había casado con un maestro de escuela. Percy había publicado sus memorias, y gracias a sus antiguas y amables relaciones con la prensa, ésta se las había elogiado. Ahora, a los sesenta y cuatro años, el exinvestigador dedicaba su atención a las cuestiones sociales y reflexionaba sobre el futuro de la humanidad, problema que siempre le había interesado. Se propuso escribir más adelante, cuando tuviera mayores nociones, un libro sobre este vasto tema. Por el momento leía detenidamente, tomaba copiosas notas, tenía constantemente debajo de la almohada un libro de Herbert Spencer y trataba de definir la forma exacta que adoptaría su contribución a la sociedad.
Después de sintetizar, como acabamos de hacerlo, este largo intervalo de años, podemos volver al motivo principal de nuestro relato: la muerte de Aníbal Knott.
Percy, que residía ahora en Turnham Green, se hallaba cierta mañana de sol frente a su escritorio ordenando sus papeles y preocupado por un grave dilema, porque al acercarse el momento de tomar la pluma y redactar los primeros párrafos de su sociología inédita, sentía que empezaban a cristalizarse en él temores ignorados hasta entonces y que sus teorías de siempre —mejor dicho sus convicciones—, basadas en los amplios cimientos del ideal democrático, se tambaleaban como si un terremoto subterráneo las conmoviera. Y su tranquilidad de pensador se veía amenazada. Había encanecido y engordado, pero conservaba su claridad mental y esa obstinada capacidad para mirar de frente los hechos a la cual debía su celebridad. En estas reflexiones estaba cuando entró su mujer llevándole una carta; en ese tiempo el correo de mediodía de Turnham Green era todavía una cosa habitual. Dejó el sobre en el escritorio y anunció que el almuerzo estaba casi a punto, pero Percy no demostró el menor interés por la carta ni por la proximidad del almuerzo, que era su comida preferida. Dominado por sus pensamientos y seguro de la comprensión de su esposa —era una mujer muy inteligente— habló de sus crecientes inquietudes.
—Amanda —dijo—, estoy comprendiendo con bastante rapidez, ante de empezar el libro, que no piso terreno firme.
—¡Claro! —contestó ella—. Eso te pasa por vacilar tanto y perder el tiempo. Hubieras debido iniciar la tarea hace seis meses, cuando el libro pedía a gritos que lo empezaras, mi gorrión.
—Habría perdido seis meses de intensa labor si lo hubiera empezado entonces —repuso él, meneando la cabeza—. La cosa anda ya bastante mal, pero peor hubiese sido desperdiciar seis meses.
—¿Qué ocurre? —inquirió ella—. Creía que todo se deslizaba sobre rieles y que tenías los epígrafes para cada capítulo y lo demás en orden, y que sólo te faltaba sentarte a escribir.
—Yo también lo creía. Pero ahora no lo veo tan claro. Tendré que enfrentarme con la democracia; nunca supuse que esto pudiera ocurrirme.
Amanda le miró asombrada. Era una mujer corpulenta, dos veces más gruesa que Percy pese a los kilos que éste había aumentado. Su voz de soprano dramática se elevó consternada:
—¡Dios nos ampare! —exclamó—. ¡Enfrentarse con la democracia! Creía que la democracia era el nervio y el principio de todo lo que pensabas escribir, mi ruiseñor.
—Yo también lo creía —volvió a decir él—; pero de pronto (no juraría que no fue un sueño) me asaltó el temor de que tal vez había asimilado sin analizarla la noción de que la democracia era algo establecido e indiscutible. Al principio traté de burlarme de esta ocurrencia, pero profundicé más y más el asunto, ¿y qué encontré?, que había aceptado la democracia como fundamento y que nunca había pensado que pudiera haber otro. Y entonces, al buscar y sondear y examinar detenidamente los elementos de juicio, con su criterio amplio e imparcial según la regla que me impongo siempre en todos mis asuntos, descubrí que jamás había encarado la cuestión con criterio amplio, sino al revés: con una mente cerrada. Y ahora, después de estudiarla a fondo y sin prejuicios, ¡qué me parta un rayo si la democracia no empieza a presentarse ante mis ojos bajo un aspecto completamente distinto!
Amanda comprendió la extrema gravedad de la situación.
—¿Pretendes insinuar que te sientes impulsado a luchar contra la democracia? —preguntó—. A mí me criaron en ella y estoy demasiado vieja para cambiar de opinión.
—Lejos de sentirme impulsado en contra, lo mejor que hay en mí me obliga a aferrarme a ella y a defenderla contra cualquier oposición —le aseguró él—. Pero entonces intervienen la conciencia y mi instinto innato, que siempre busca pruebas. La filosofía las exige, como las exige inexorablemente la justicia. La filosofía mira hacia el futuro, y cuando se trata de aplicar la filosofía al futuro de la democracia se descubren muchas cosas inquietantes.
—Yo la bebí con la leche materna —dijo Amanda.
—Enfocando debidamente la democracia —explicó Percy— su lado brillante reluce más que nunca, pero aparecen sombras que jamás había sospechado. En cierto modo, me apena descubrirlas, pero desde otro punto de vista me alegra, porque el hecho de hallarlas indica que mi capacidad de raciocinio es aún clara y digna de confianza.
—Nadie dudó jamás de tu capacidad de raciocinio —declaró ella—. Pero un exceso de raciocinio puede ser obstáculo para la labor que has emprendido, mi canario. Es frecuente que las personas que pierden muchísimo tiempo pensando y cavilando lleguen al fin de su vida sin haber hecho nada.
—Muy pocos están en condiciones de permitirse el lujo de pensar y nada más —admitió Percy—. Eso equivaldría a ser nada más que una brizna de hierba en un prado, y aunque una vida así puede ser agradable, si no se tiene ambición, resulta vacía e inútil para el mundo en general. Recuerdo que aquel anciano asesinado hace muchos años en Kent pertenecía, por lo que pude colegir, a este tipo de personas. Observaba y pensaba mucho, pero nunca hizo nada.
—¿Qué le ves de malo a la democracia? —inquirió ella—. Tu palabra es como un evangelio para mí, por lo menos en asuntos de esta clase.
—Te diré —repuso él—; es menester destacar el elemento humano. Partiendo de la base de que la humanidad estará mucho mejor de lo que ha estado hasta ahora, la cuestión que me obsesiona es saber si la democracia constituye el camino más seguro… y adónde, exactamente, nos llevará. Cuando se desarrolla un plan destinado al hombre es necesario, en primer lugar, tener en cuenta su peculiar naturaleza, y verificar si el plan concuerda con esa naturaleza. Existen muchos ideales excelentes, como la Verdad, la Justicia, la Perfección, la Fraternidad y la Caridad, que desgraciadamente no son virtudes naturales del hombre; y se plantea el interrogante de si la democracia, practicada por todos con suficiente entusiasmo, nos retendrá en un punto o nos impulsará a grandes cosas. Me encuentro ahora, Amanda, frente a un choque de oposiciones. Esta, por ejemplo: aceptamos como cosa establecida que la democracia significa igualdad; pero para el pensador existe un abismo entre igualdad y calidad. Lo cierto es que la igualdad no promete calidad (todo lo contrario diría yo), y si la humanidad va a sacrificar la calidad en nombre de la igualdad, tenemos, para empezar, un punto discutible, algo muy peligroso, a mi criterio.
—Tiene que haber dirigentes, tanto en la paz como en la guerra —observó la señora de Pollock—. No te desanimes, mi gavilán. Tiene que haber dirigentes.
—La igualdad no puede aceptar a los caudillos, porque eso sería reconocer que la verdadera democracia está fuera de nuestro alcance, lo mismo que las virtudes que mencioné hace un momento. La afición del hombre a ser dirigido se opondrá a la democracia. Existen pueblos enteros que prefieren la esclavitud a ser libres. El término medio de las obras de la igualdad alcanza un nivel terriblemente bajo en todo sentido, y tengo la terrible convicción de que, a fin de cuentas, democracia y mediocridad son la misma cosa. Con lo cual el adelanto de la humanidad se detendrá. En otras palabras, Amanda, me atrevería a afirmar que la democracia llevada a sus últimas consecuencias sólo servirá para aumentar el tiempo perdido.
—¿Por qué no intentas otra cosa, mi golondrina? —preguntó ella—. No; ni con toda tu inteligencia podrías aclarar el problema. Los que vengan cuando nosotros estemos muertos y enterrados descubrirán quizá dónde está el defecto, pero apostaría mi vida que por ahora, hasta donde hemos llegado, la democracia es lo mejor. Y lo que quieres decir con «aumentar el tiempo perdido» sólo Dios lo sabe.
—¡Claro que lo sabe! —afirmó Percy—. Y por consiguiente es probable que se sienta muy desilusionado con nosotros. Pero la humanidad, aunque atrasada, si se la mira en conjunto tiene sus buenas cualidades y su brillo: auténticos dirigentes llenos de promesas, y dispuestos a la acción. Buenas y grandes cosas se hicieron antes que fuera inventada la democracia. Como tú dices, tiene fatalmente que haber dirigentes, pero tanto malos como buenos.
—Has ganado tu vida entre los malos, mi águila dorada —recordole Amanda—. Si no hubiera más que Verdad, Perfección y Fraternidad, ¿adónde habría ido a parar tu empleo?
Percy no contestó; había levantado la nariz y olfateaba señalando la puerta.
—¡Huele hígado con tocino! —exclamó.
—Y cebollas fritas; de modo que será mejor que vayamos a la mesa —dijo ella.
Percy tomó la carta y ambos se fueron a almorzar. Entre plato y plato el exdetective miraba el sobre, examinándolo una y otra vez antes de abrirlo. Era costumbre de su vieja profesión no desdeñar las pruebas que podían proporcionar los sobres.
—La reenvían desde Scotland Yard —dijo—. Alguien que ignora mi dirección, pero que recuerda donde trabajé. Despachada desde Seven Oaks hace dos días. Los recuerdos de Seven Oaks me asaltan de cuando en cuando.
Amanda asintió con la cabeza. Tenía registrados en la memoria los detalles de la carrera de su marido.
—Allí fracasaste en el asunto de Aníbal Knott hace veinte años, pero volviste a triunfar pocos meses después, mi jilguero.
—Exactamente.
—Supongo que la carta no se referirá a un caso terminado hace veinte años, ¿verdad?
—Un caso no termina mientras no se soluciona. Pero no recuerdo que quede allí alguien relacionado con «Las Torres».
Percy hizo retroceder sus pensamientos a incidentes que se habían vuelto borrosos.
—Sólo quedaba el viejo jardinero que pensaba instalar invernaderos propios; su apellido era Forbes. Le habrías llamado cuervo, y por una vez habrías acertado. Todos los demás se fueron, pero él deseaba quedarse cerca de allí. Era bastante viejo; supongo que ya habrá muerto.
—Como el sobre no te dirá nada más, será mejor que lo abras —propuso ella; pero él dejó a un lado la carta y siguió comiendo. Hasta que no terminó de almorzar no averiguó quién era el remitente, y entonces demostró cierto interés.
—Es de Andrés Forbes —dijo a su esposa—. ¡Quién lo hubiese dicho! No está muerto, pero sí a un paso de la sepultura. En realidad, ha encargado a alguien que me escriba, diciendo que está próximo a morir y que se acuerda de mí y desea comunicarme algo concerniente a su antiguo amo, Aníbal Knott.
—¡Imagínate! —exclamó Amanda—. ¡Qué razón, qué razón tenías al decir que un caso no termina hasta que esté solucionado! ¡Apuesto lo que quieras a que te dice que fue él quien le mató!
—Imposible. No era un actor, y si hubiese sido culpable, ¿qué motivo me habría impedido descubrirlo? ¿Supones que un hombre así podía engañarme? No lo creo. Es más probable que antes de abandonar este mundo imagine cosas y haya construido alguna teoría de lo ocurrido que lo hace cavilar. Ve visiones y cree que son realidad.
—Sea como fuere, yo no tardaría en averiguarlo —aconsejó Amanda—. ¿Piensas en lo que significaría para ti si el hombre confesara y aclarara el asunto? Hablan de una segunda edición de tus memorias, en las cuales, con mucha razón, no incluiste ese caso, pero si finalmente se supiera la verdad, sería un espléndido capítulo nuevo.
—Así es —admitió él—, pero no añadiría mucho lustre a mi carrera.
—¿Qué importa, mi halcón? Demostraría que eres demasiado superior para ocultar la verdad. La verdad forma parte de tu ser, y la confesión de un fracaso es justamente lo que el público esperaría de ti. Y francamente puedes darte el lujo de hacerlo. Es una gran cosa. Corre antes que cierren los ojos al pobre viejo. No te vendrá mal respirar el aire de Kent. Me has dicho miles de veces que todos somos servidores, y tú servías al público en ese asunto, de modo que si por fin sale a flote, aún eres servidor del público.
—Parece que es mi deber cuando lo planteas así —acordó el exinvestigador—. Si Forbes divaga y tiene las facultades mentales alteradas, ni una palabra de lo dicho. Sabré en seguida si hay algo de cierto en lo que me comunica. Pero tal vez esté enterado de quién le mató y cómo, y me explique por qué le guardó tan fielmente el secreto.
—Exactamente —aprobó ella—. Algo me dice que por una vez tu deber será un gusto, cosa que no ocurre con frecuencia cuando se trata del deber; y después estarás contento de que te hayan sacado la espina que te incomodaba. Vete cuanto antes, no sea que llegues demasiado tarde.
—Esta noche repasaré los detalles del caso para refrescarme la memoria —declaró él e iré mañana. Enviaré un telegrama esta tarde diciendo que he recibido la carta y que me esperen mañana temprano.
Amanda aprobó esta decisión y planteó un problema interesante.
—¿Qué haría la ley en este caso? —inquirió—. Algo me dice que el jardinero confesará que mató a su amo. Es lo que parece viéndolo desde fuera. Pero por razones fáciles de comprender ha esperado hasta el último momento para confesar. Quería repicar y andar en la procesión, y probablemente lo consiguió. Obtuvo el fruto de su infamia, organizó su jardín comercial, sin duda prosperó, y ahora, sin otra perspectiva que la eternidad, desea sacarse de encima el peso de su crimen, y sintiéndose moribundo piensa que no tiene tiempo que perder. No ignora que ya es demasiado tarde para que le ahorquen y comprende que una confesión en este mundo no le dañará, pero sabe también que esa confesión puede establecer una enorme diferencia cuando después de muerto se presente ante el Creador.
—Pienso que estás completamente equivocada, aunque no niego que acaso tengas razón —repuso Percy—; si la ley comprobara que le queda poco tiempo de vida le dejaría en manos de sus directores espirituales; pero en ese caso, como recuerdo que era un ferviente metodista, hace tiempo que habría llamado a un pastor para desahogarse con él, y éste le hubiera enterado de sus perspectivas para el más allá. No era persona de hacer tales cálculos; tenía demasiada rectitud; además, si hubiera hecho eso no habría pedido que me llamaran. Me sorprende bastante que se acuerde de mí, y si hay algo detrás de esto, deduzco que es inocente, pero que conoce al culpable. Insisto, sin embargo, en que de haberlo sabido me lo hubiera dicho.
—Tal vez adoptó esa actitud para ocultar al criminal, que con toda seguridad era él mismo —insistió la señora de Pollock—. Debes también tener presente que años atrás tú y Scotland Yard decidisteis, cuando se produjo el espantoso fin de Esperanza Maitland, declararla culpable del crimen por tratarse de la mujer que se trataba. Pero no sigamos hablando inútilmente. Tal vez Forbes no te diga nada que te haga cambiar de opinión.
A la mañana siguiente muy temprano Percy se puso en marcha, después de haber refrescado su memoria sacando a luz todos los amargos incidentes ocurridos hacía veinte años, sin excluir un solo detalle. La lectura de sus notas le había causado cierta depresión, pero había revivido su interés por ese misterio hasta entonces inexplicable.