EN CÓNCLAVE CON el superintendente Woodman y el inspector Frost, el detective dijo francamente lo que pensaba a estas alturas de la investigación, y no vaciló en confesar su desconcierto y su fastidio al comprobar que el misterio del asesinato de Aníbal Knott se hacía cada vez más impenetrable. Haber encontrado lo que a su juicio constituía el hilo del laberinto sólo para volver a perderlo parecíale a Percy una inmerecida desgracia.
Se hallaban reunidos en la comisaría y un verdadero abatimiento se apoderó del investigador mientras explicaba su fracaso.
—Se ha convertido en uno de esos casos en que, cuando más parece que es inminente el final, presentan inopinadamente una barrera infranqueable —comenzó por decir Pollock, y añadió—: Sí, lo vi claramente encaminado, con suficientes pruebas para demostrar que estaba en lo cierto, y me acomodé en mi asiento y respiré, pensando que todo estaba pronto, menos los detalles; y entonces se levantó esa barrera, y no encuentro modo de saltarla ni de pasar por debajo. Estoy clamando por indicios como un ahogado que pide aire.
—¿Qué ocurrió para que al principio tuviera tantas esperanzas? —inquirió Frost—. Si veía claramente la verdad ¿por qué ésta se empañó y se puso fuera de su alcance?
—La situación era la siguiente —explicó Percy—. Llegué a un punto en que comprendí de pronto que el crimen no era obra de una sola persona, sino de varias. Primero supuse que todos los parientes estaban en connivencia; pero después de conocerlos mejor, descarté a tres. Sin que ellos lo sospecharan, adiviné a través de mil indicios y detalles que les unía un vínculo de entendimiento. Aunque cada cual trataba de darme a entender su total indiferencia por los demás, comprendí que compartían un secreto y deseaban ocultármelo; y tuve que tomar en cuenta la opinión que me había formado de ellos y mi apreciación de sus caracteres. Desde el comienzo no me cayó simpático ninguno, a pesar de que al principio me parecieron bastante corteses; pero advertí que detrás de esa amabilidad se ocultaba una banda despiadada y sin escrúpulos. No era un prejuicio, créanme, sino una conclusión imparcial. Deseché toda desconfianza personal, pero cuando comprendí que a mis espaldas se entendían entre ellos ocultándome algo, y unida esta certeza a la opinión que me merecen, sólo me restaba suponer que dicho secreto se relacionaba, parcial o acaso totalmente, con el crimen.
—Salta a la vista, por cierto —reconoció el superintendente Woodman.
—Claro que sí —apoyó el inspector Frost.
—Y lo sigo creyendo —prosiguió el investigador—. Ahora, como en el momento en que hice la deducción, continúo convencido de que algunas de esas personas están comprometidas en el asesinato. Cuando llegué a esta conclusión creí que había hallado la solución del problema. Pero, como les digo, apenas me puse a coordinar los detalles comprendí que no había logrado tal cosa. Evidentemente uno de los del grupo pudo haber vertido el veneno en la comida o bebida de la víctima. Tuvieron buen cuidado de hacérmelo comprender, y mientras unos apuntaban directamente a Cypress, otros insinuaban la culpabilidad de los demás. Una banda cruel y traicionera, pero muy confiada en su fuerza colectiva. Justo es reconocer que han tenido una visión más clara que la mía.
—¿Cuál ha sido, desde entonces, su línea de conducta, Percy? —inquirió el superintendente.
—Consideré las características de cada uno y deduje que no todos estaban en la confabulación. Decidí que tres podían ser eliminados, y dejé libres a los hermanos Adams y a Jorge Maitland. No me parecían mejores que los demás; especialmente los mellizos, que son particularmente ruines, pero estúpidos; tan estúpidos que ni siquiera saben disimular su hipocresía dándole un tono más plausible. Seres falsos y rastreros; no creo que los cabecillas se hubieran arriesgado a incluirlos, como tampoco a Jorge Maitland. Estoy seguro de que es un sinvergüenza, y su pasado lo confirma, pero bebe y dudo que, conociéndole, se atreviera nadie a confiar en él.
—Quedan, entonces, la mujer y su hermano el actor, junto con el contador y el químico —dijo Frost.
—Sí, pero pienso dejar libre hoy a Arturo Hoskyn. Pertenece, en cierto modo, a Scotland Yard, y se siente algo ofendido, o simula estarlo, porque no lo envié junto a su colega Postlethwaite para que le ayudara a estudiar el veneno.
—Lo que dice Hoskyn en este sentido es razonable; así me pareció cuando me habló de ello —explicó el superintendente Woodman—. Hasta ahora no han conseguido determinar ni explicar el veneno; parece que el misterioso ingrediente ha derrotado a Postlethwaite, y Hoskyn afirma que podría descubrirlo y con ello ayudar a dilucidar el crimen. Su idea no es mala.
—He pensado lo mismo y por eso dejaré que se vaya, aunque no creo que el veneno tenga importancia. A decir verdad, la rareza y el misterio del producto me hicieron pensar que sólo Hoskyn había estado en situación de obtenerlo; pero no es tonto, y me hizo notar, una y otra vez, cuán absurdo era imaginar que un hombre de ciencia hábil como él empleara un producto que por su rareza le hubiese convertido en blanco de las sospechas. Su opinión es que algún desconocido, al usar el veneno que nadie más que Hoskyn podía conseguir, ha tratado de hacerme creer que él, Hoskyn, es el hombre que busco.
—Pero usted, viendo las cosas desde el punto de vista de Hoskyn, sabe que éste jamás hubiera cometido ese horror —resumió Frost—. Buen argumento, inspector Pollock.
—Así lo creo —acordó Percy—. No quiero ser terco ni de mentalidad estrecha; a Scotland Yard no le satisface cómo marchan las cosas. De modo que dejaré libre a Hoskyn, y me inclino a dejar también libre a Edgar Peters. Suponiendo que esté en lo cierto de presumir qué se trata de una conspiración, debo preguntarme qué conspirador sería el más indicado para que le hubieran encomendado la consumación del hecho propiamente dicho; en este punto tropiezo, naturalmente, con Hoskyn, quien insiste en que el veneno fue traído de fuera y no puede ser relacionado con él ni con sus parientes. Aunque primero me pareció que Edgar Peters pertenecía precisamente al tipo de personas mezquinas capaces de realizar una vileza y administrar veneno, ahora he cambiado de opinión, porque estoy convencido de que Firebrace y su hermana se destacan claramente como los principales responsables. Son los más desalmados, listos y perversos del grupo, y la aversión que siento por ellos es mayor porque se divierten, amparados en su supuesta impunidad, en ser desusadamente insolentes conmigo. Soy humano y me gustaría vencerles.
—Sin embargo, no puede seguir reteniéndoles sin pruebas —observó Woodman—. ¿No habría modo de instalar un micrófono en algún cuarto donde se reúnan para conversar? ¿No podría usted hacerlo sin que ellos se percataran?
—Donde van más a menudo es al jardín de invierno —dijo Percy—. Se deslizan hasta allí de uno en uno. Les he visto reunirse varias veces desde la ventana de mi dormitorio. En una ocasión llegué a planear la forma de esconderme lo suficientemente cerca como para escuchar la conversación. Hallé un escondrijo, y cierto día, después de verificar que estaban allí, fui sigilosamente hasta ese lugar, situado junto al muro norte, que sólo tiene el grosor de un ladrillo. Lo había perforado previamente con bastante habilidad para oír lo que se decía dentro. Pero fue un fracaso; sin duda el actor me vio cuando me deslizaba de arbusto en arbusto, y cuando llegué al escondrijo y me instalé, salió y, sonriendo, me rogó que entrara al calor a charlar un rato con ellos. Es un hombre así; tiene una voz de teatro que resuena como una bocina, y un insulto disimulado en cada palabra.
Se produjo un silencio; luego el inspector Frost manifestó a Percy con benevolencia sus dudas de que la teoría sobre la existencia de una conspiración fuese acertada.
—Quizá tenga razón —dijo—; y en todo caso su hipótesis constituye una brillante deducción obtenida mediante la observación de los caracteres; pero si admite usted que es una familia inferior y de escasa inteligencia, por más voluntad que sus componentes tuvieran les habría faltado sesos para planear una conspiración tan perfecta que ni un hombre como usted logra ponerla en claro. Si hubiera existido dicha conspiración, estoy seguro de que usted habría conseguido exponerla a la luz y acorralar a los culpables. Sin ánimo de ofensa, Pollock, ¿no le parece que convendría dejar por el momento a un lado esa hipótesis y tratar de descubrir algún indicio de la procedencia de ese veneno? Perdone que hable con tanta franqueza.
Pero Percy no se molestó.
—Le agradezco que me lo diga —expresó—. E investigaría también hasta el fondo el menor rastro del pasado del anciano, si lo hubiese, o cualquier acontecimiento que alguien conociera y recordara y que nos diera un punto de partida. He interrogado a todos en este sentido, especialmente a los sirvientes, cuya excelencia contrasta con la perversidad de la familia; pero ninguno está en condiciones de proporcionar el menor dato sobre la existencia de un enemigo. —Meneó la cabeza con desaliento—. Evidentemente es uno de esos casos endemoniados en que uno está moralmente convencido, pero sin pruebas para sentirse seguro desde el punto de vista legal. Dicen de mí en Scotland Yard que nunca aceptaré la derrota, y es verdad, porque muchas veces, si uno sabe qué persona quiere atrapar, cuando se suspende la cacería y la presa se cree a salvo hace o dice algo que finalmente lo delata, recompensando así la paciencia que uno ha tenido al vigilarla; en este caso he llegado a la conclusión de que los únicos a quienes vale la pena vigilar son la mujer y su hermano el actor. Sea cual fuere el resultado, y aunque me vea obligado a agachar la cabeza y arrojar la esponja, siempre creeré que ellos han tramado el asunto.
—Si fuera así, puede decirse que han recibido el castigo que más les duele —dijo el superintendente Woodman—, porque tengo entendido que el dinero no llegará a sus manos.
—Eso por lo menos es consolador —admitió Percy—. Sí; como muchos otros, han comprobado que la partida no valía la pena. Con toda seguridad, la desilusión les duele. Les enoja y les vuelve agresivos; pero si el asunto terminara con justicia, el final adecuado para ellos y el precio de sus pecados, como suele decirse, debería ser la muerte. Esto siempre que no me equivoque.
—En nuestra profesión es inútil estar en lo cierto si no se consiguen pruebas. Muy fastidioso para usted, no cabe duda —dijo Frost condolido.
—Así es, porque si hubiéramos hallado pruebas este caso habría llegado a ser tan extraordinario como para agregarlo al «Newgate Calendar». Comprendan ustedes: si yo hubiera logrado probar la existencia de la conjuración para cometer el asesinato, «los Siete» salvo evidencia en contra, se hubieran visto en un aprieto. Desvirtuarían sin duda las acusaciones del fiscal, pero el asesino no podría hacerlo, y si el jurado los declarara culpables a todos, no veo qué otro camino le quedaría al juez sino sentenciar a la horca a toda la banda.
—Comprendo su desilusión —aseguró Frost con simpatía—; un juicio y una sentencia de ese calibre hubieran tenido, como usted dice, enorme resonancia y le habrían colocado de un salto en primera fila.
El superintendente Woodman dudaba, sin embargo, que en el caso de efectuarse el juicio se hubiera desarrollado así.
—No creo que el tribunal se pronunciase de ese modo —les dijo—. Partiendo de la base de que probara usted la existencia de la conspiración, y de que tuviera pruebas para culparles (lo cual es muy dudoso), sólo uno habría cometido el crimen propiamente dicho, siendo los otros nada más que cómplices e instigadores. Me parece más probable siendo todos igualmente culpables, que los condenarán a prisión perpetua. Escúcheme, Percy: si cree usted que se le han escurrido de las manos y no vislumbra la manera de acorralarlos, debería participar este estado de cosas al jefe de policía. No le agradecerá que continúe su tarea si se halla usted en punto muerto.
—Temo que su fe en nosotros vacile —suspiró el detective—. Confía absolutamente en Scotland Yard, y lamentaría que por culpa mía perdiera esa confianza.
—No, no; el jefe es razonable y comprenderá muy bien la complejidad del caso —aseguró el inspector Frost.
—Es cierto —admitió Pollock—. Se mostró muy complacido ante la idea de una conspiración, y en consecuencia muy abatido cuando me vi obligado a confesarle que no conseguía reunir pruebas al respecto. Me sugirió muchas cosas, todas ellas impracticables. Sus ideas militares no pueden ser aplicadas por la policía.
Los hombres de la policía local estaban de acuerdo con él en este punto.
—No comprende la vital diferencia que existe entre un policía y un soldado —dijo Woodman—. Le entusiasman los ataques frontales y tiene un concepto muy borroso de la libertad del ciudadano.
—Insiste en la conveniencia de la estrategia —añadió sonriendo Frost—, y en realidad es tan estratega como un toro frente a una verja. Pero a valiente nadie le gana. Adora los riesgos, y llegará el día en que se arriesgará demasiado. Es popular entre nosotros, como lo era en el ejército durante la guerra de los bóers.
La conversación languideció hasta interrumpirse, y mientras volvía hacia «Las Torres», Percy vacilaba entre el deseo de quedarse y luchar un poco más y los escrúpulos que le impulsaban a confesar su derrota. Resolvió mandar un informe y dejar que el jefe decidiera el futuro. Entre tanto, dio una gran alegría a Arturo al anunciarle que podía marcharse cuando quisiera.
—He reflexionado mucho, señor Hoskyn —le dijo—, y aunque no creo que logre ayudar al profesor Postlethwaite, y no veo en qué medida nos beneficiaría tal ayuda, pienso que en un caso como el presente no hay que desperdiciar el menor elemento de juicio. Se mantendrá en contacto con Scotland Yard por si tiene algo que decirnos, y nosotros nos mantendremos en contacto con usted.
—Seguramente habrá dispuesto usted que vigilen nuestros movimientos —replicó Arturo—, y me alegra que sea así. Por favor, no deje de vigilarnos a todos.
Prometió comunicar cualquier novedad, demostró discretamente su alborozo a sus parientes menos afortunados y partió al día siguiente muy temprano. Veinticuatro horas después Percy avanzó otro paso y puso en libertad a Edgar Peters. En consecuencia, el contador también desapareció del teatro del misterioso asesinato de Aníbal Knott. Sólo quedaban Esperanza y Gerald, en quienes se acrecentaba el rencor ante el hecho de continuar sujetos a la tiranía del investigador. La conciencia de Percy le acusaba del mezquino resentimiento que ambos le inspiraban. La vocecilla interior le repetía que la justicia no apoyaba esa detención, insinuando al detective que una animosidad poco profesional era la responsable del prolongado cautiverio de esas dos personas. Pronto la sensación de debilidad que experimentaba al proceder así se hizo más difícil de soportar que su fracaso en la solución del problema, y Percy empezó a sentirse asqueado, no sólo de la presencia de los restantes Maitland, sino del caso en sí, de las caras monótonas de los habitantes de «Las Torres» y de todo el ambiente que le rodeaba. Esperanza y Gerald competían en herirle y enloquecerle con su punzante desprecio. Cypress que recobraba su natural energía y buen ánimo, expresó su deseo de que a María Cherry y a él se les permitiera ponerse en busca de una casa de pensión digna del nombre que ostentaría; Andrés Forbes, con quien mantuvo otra conversación, se hallaba también dedicado a sus asuntos. Los nervios del investigador se habían tornado tan sensibles que hasta llegó a entrever una sombra de impaciencia en los funcionarios de la policía local.
—Es un caso para archivar, y esperemos que tenga usted mejor suerte la próxima vez —le dijo el superintendente Woodman—; los mejores de nosotros tenemos de cuando en cuando que afrontar el fracaso, y si se considera la inteligencia, energía y educación empleados actualmente en la mayoría de los crímenes, lo sorprendente es que no nos derroten más a menudo. Siempre digo que la prensa no debería gritar tanto contra la falta de solución de los crímenes espectaculares que quedan en el misterio; lo justo sería que alabaran a la policía por todos los que soluciona.
El inspector Frost apoyó a su superior.
—Nunca se ha dicho una verdad más grande —expresó—. Vaya y hágale frente a la música, Pollock, y termine cuanto antes con eso. No le comerán, y por lo general las cosas caen pronto en el olvido. Estoy seguro de que tendrá una actuación destacada en la próxima oportunidad y de que recuperará rápidamente el terreno que perdió aquí.
Las siguientes veinticuatro horas demostraron que el jefe de Percy compartía estos modos de ver, y sacudido por encontradas emociones, el detective se enteró de que debía entregar un informe, personalmente y en seguida. Su natural entereza le sostuvo, y se despidió de la servidumbre en forma digna y tranquila, agradeciendo a todos su cortesía y expresando la esperanza de que llegaría el momento en que el azar revelaría la verdad. Comunicó a Gerald y a su hermana que por el momento se suspendían las investigaciones, y éstos, comprendiendo instantáneamente la derrota y el malestar de Pollock, compitieron en la multiplicación de comentarios irónicos y ofensivos. Ni siquiera la idea de que estaban libres atenuó el filo de sus últimos sarcasmos. Ambos dieron varios consejos al investigador, después de comer, mientras se hallaban instalados por última vez en el salón de fumar. Con su habitual amabilidad, Percy acercó un fósforo al cigarro de Esperanza Maitland antes de encender el suyo, y Gerald inició la conversación.
—Me hubiera gustado regalarle una caja de estos habanos que tanto ha apreciado usted aquí, inspector —dijo—, pero he separado los últimos quinientos en recuerdo de ese viejo tunante de Aníbal Knott.
—Si usted también desea un recuerdo, dé una vuelta por ahí y vea qué puede llevarse —sugirió Esperanza.
—No ha de querer nada que le recuerde este caso —observó su hermano—. Es uno de esos fracasos profesionales sin remedio ante los cuales el telón nunca baja demasiado pronto, ¿verdad, Percy?
El ultrajado investigador se permitió una amarga réplica. Terminado el caso, no era en ese momento un policía, sino un ofendido miembro del público.
—El telón puede todavía levantarse, y antes de lo que suponen —repuso cortésmente—, y quizá ponga en evidencia algo sorprendente para ustedes. No diría yo que éste es el final de la representación, Firebrace; tal vez no es más que el final del primer acto. ¡Y cuando les digo a ustedes dos que estoy perfectamente enterado de que ha existido una conspiración para matar al anciano y que he avanzado bastante en el conocimiento de los instigadores de esa conspiración, pueden apostar sus vidas a que no dejaremos las cosas como están!
—¡Ay!, ¡ay! —suspiró Esperanza—. ¡Qué horror! Temblaría de miedo si supiera temblar.
—Nosotros tampoco estaremos inactivos —advirtió Gerald—. También poseemos la facultad de razonar, y si Scotland Yard, instigado por usted, trata de acusar falsamente a cualquiera de nosotros, le aseguro que tendrá un amargo despertar, mi estimado amigo.
En esta forma provocaban al policía vencido, y hasta el fin siguieron desahogando el amargo desdén que su actuación les inspiraba.
A la mañana siguiente, cuando los tres se preparaban a partir al mismo tiempo, Gerald y Esperanza aparecieron en el vestíbulo cargados de pesados y sospechosos envoltorios que colocaron en el automóvil del actor; pero Percy, aunque sabía de lo que se trataba, no hizo la menor observación. Deseaba estar solo.
Cypress sirvió jerez, sin poder ocultar su satisfacción al saber que la pesquisa había tocado a su fin. El automóvil policial esperaba a Percy para llevarle a la estación; el actor y su hermana se marchaban a Londres por carretera.
Firebrace levantó su copa y sonrió al investigador.
—¡Salud, incomparable sabueso! —dijo—. Le deseo felicidad y mejor suerte, si le dan otra oportunidad.
Esperanza Maitland lanzó su dardo final, sin adivinar la tremenda ironía que encerraba oculta, tanto para ella como para quienes la oían.
—¡Buena salud y buena caza! —dijo—. ¡Y si alguna vez soy lo suficientemente idiota como para llamar la atención de Scotland Yard, ojalá sea usted quien se encargue del asunto, inspector!
Percy no contestó. Estaba ahora más allá de todo sarcasmo, y después de volverles la espalda y de estrechar afectuosamente la mano de Cypress, levantó su maleta y subió de un salto a su automóvil. Gerald adoptó una actitud teatral, y cuando el vehículo se puso en marcha saludó con la mano.
—Recuerde bien a ese hombre, Tom —dijo—. ¡Conserve para siempre su sórdido recuerdo en la memoria, y créame que ahí va el más completo y mejor equipado burro que haya jamás manchado los anales de Scotland Yard!
Con risotadas de grosera satisfacción Gerald y Esperanza se marcharon, mientras Cypress daba gracias al Cielo porque todo había terminado.
—Hasta el fin esperé que Pollock les descubriera el pastel —dijo a María Cherry—. Sí; hasta el último momento creí que el hombre triunfaría.
—Parecía indagar cada día más profundamente, y su rostro reflejaba a veces una sensación de orgullo —repuso ella; pero Tomás meneó la cabeza.
—Demasiado listos esos dos para un hombre como él —contestó—. Es un hombre excelente y animoso pero se necesitaba más perspicacia y actividad para llegar a la raíz del asesinato del señor. Se necesitaba un genio, María. Esos dos, trabajando en connivencia, están muy por encima de cualquiera que no sea un genio.
—Ella se ha llevado todas las cosas valiosas que había en las vitrinas, como también ese cuadrito de Turner que vale mil libras. No sé todavía qué más se ha llevado, y tal vez no lo sepamos nunca —suspiró María Cherry.
—Y él ha sustraído parte de la platería, ha saqueado la bodega y se ha llevado tantos cigarros como para instalar una tienda. Hay dos cajones que debemos enviarle por tren, y piensa volver antes del remate. Está bien claro: se les ha escapado la tajada y tratan de recoger todas las migajas que pueden.
—Debería usted escribirle al señor Wilkins y explicarle lo que ha sucedido. Le hablé de esto anoche al inspector —informó María—, pero ha perdido el ánimo. Supongo que a un cazador de asesinos como es él no ha de interesarle un vulgar ladrón.
—No; no escribiré al abogado. Lo dejaré a sus propias conciencias —declaró Cypress—. Soy el más favorecido por el testamento del querido señor, y sería mezquino por mi parte originar una cuestión por los adornos. Averiguaré qué trenes salen para Bournemouth esta mañana, María. Iremos a estudiar el terreno. Algo me dice que la «Mansión Aníbal» se levantará allí.