13

MIENTRAS LOS Siete descargaban su desprecio sobre Percy y sus actividades, éste preparaba un informe destinado al subcomisario en el que le comunicaba su pesar por no haber registrado todavía ningún progreso satisfactorio. Redactaba una nota con lentitud, celoso de mantenerla dentro de los límites de la verdad más estricta, consultando detenidamente sus jeroglíficos y suspirando al comprobar la pobreza de su relato.

»Estimado señor subcomisario —escribió—: Mi investigación relacionada con la muerte del señor Aníbal Knott no ha dado hasta ahora ningún resultado positivo, ni señala con certeza ningún camino. Estoy convencido de que fue asesinado y que uno, o más de uno, de los que se hallaban bajo el techo de «Las Torres» la noche del fallecimiento, es culpable y logró administrarle el veneno que le mató; sobre esto no tengo la menor duda. Pero la situación es complicada y presenta, por el momento, problemas intrincados, por cuanto me veo frente a no menos de diez personas que han tenido un móvil para eliminar al anciano y oportunidad para hacerlo. Los elementos de sospecha que recaen sobre estos personajes varían considerablemente, y he llegado, a mi juicio, al punto en que cabría iniciar una razonable eliminación; pero aun así, varios de los sospechosos no han logrado convencerme de su ignorancia o inocencia absolutas. Dicho sea de paso, con una sola excepción, es enteramente imposible adivinar la forma en que los demás hubieran podido obtener el veneno empleado. El señor Arturo Hoskyn (la excepción) ha conversado conmigo sobre este punto, y aunque admite con franqueza, conociendo sus ingredientes, que la preparación pudo ser hecha en un laboratorio por un químico hábil, hace notar que uno de los componentes del veneno no ha sido descubierto aún. Este detalle no reviste importancia en mi investigación pero para él, un estudioso de la toxicología, tiene gran interés. Volveré a hablarle de él más adelante, pero no considere a Hoskyn más seriamente comprometido que sus parientes, porque veneno, aunque desconocido, no contribuye a arrojar sospechas sobre sus hombros; su franqueza en el asunto no puede ser resultante de una conciencia culpable, puesto que no había razón alguna para que me enterara de tantos detalles ni para que insistiera en que solamente él se encuentra en situación de emplear ese producto. Todos, por cierto, suponen, o lo simulan que no se discute su inocencia.

»Los sospechosos pueden dividirse en dos grupos: los siete parientes del muerto, que estaban instalados aquí en el momento del deceso, y los tres sirvientes principales. El primer grupo está representado por seis sobrinos y una sobrina; el segundo por el ama de llaves, el mayordomo, que era también ayuda de cámara del señor Knott y muy amigo y compañero suyo, y el jardinero, otro amigo y compañero de muchos años. El mayordomo y el ama de llaves viven en la casa principal; el jardinero tiene su casita en un pabellón, pero generalmente come con la servidumbre. Estas diez personas figuran todas en el testamento, pero en tanto que los tres sirvientes principales han sido generosamente recordados con legados pocos usuales tratándose de personas de su condición, falta aún por establecer el total que deberán dividirse entre los parientes, herederos del remanente en proporciones iguales; no obstante, es permitido suponer que ese remanente ha de ser considerable. Los abogados del muerto han sido designados albaceas, y la familia parece sentirse ofendida y asombrada de que no haya sido elegido ninguno de ellos para cumplir ese cometido.

»He entrevistado separadamente a cada uno de los nombrados, y en ninguno de los casos hallo motivo de duda o sospecha directa; pero ellos declaran tenerlas. Empleando una diplomacia y un tacto llenos de astucia, cada cual procura darme a entender su impresión de que uno de los otros se encuentra tal vez complicado. Cada cual presupone que su inocencia es inatacable y, sin embargo, todos tratan de hacerme comprender por qué abrigan sospechas respecto de los demás. Por lo tanto, si tomara en serio estas indirectas y temores, me sería muy difícil absolver a ninguno de ellos. Este antagonismo indica que los parientes del señor Knott carecen de sentimiento familiar y no tienen la menor consideración los unos por los otros. Con excepción de los mellizos, Julián y Cirilo Adams, que se adoran, existen entre ellos diferencias generales, cuando no una verdadera animosidad. Los Maitland (Gerald, Jorge y su hermana Esperanza) demuestran que no existe el menor respeto entre ellos, y diría, en lo referente a la señorita Maitland, que los desprecia a todos. Es una mujer dura, algo repulsiva, de cuarenta y cinco años más o menos, y probablemente la más inteligente y desaprensiva de todos. Los siete son, en su mayoría, mediocres y carecen de habilidad. Esperanza Maitland desea convencerme de que sospecha de Cypress, pero eso es muy dudoso. En resumen: juzgo que si alguien sabe lo que ocurrió, es posible que sea ella.

»Sus hermanos son completamente distintos entre sí. Jorge es débil consigo mismo, sensual, accesible e incapaz de cometer un crimen, a menos que se sienta fuertemente sostenido por voluntades más poderosas que la suya. Tiene algunos antecedentes dudosos, pero nada muy grave. Gerald es actor, lleno de ímpetu y conservador, y exhibe el porte teatral y los atractivos de su profesión. Este hombre es difícil de conocer, porque considera la vida como un espectáculo público, y su única aspiración es que sus interpretaciones sean un éxito y entusiasmar a la concurrencia, cualquiera sea ella en el momento. Agradable y atento, pero absolutamente insincero detrás de su afectación de bondadosa afabilidad, Gerald sería muy capaz de cometer un crimen, siempre que estuviera seguro de la impunidad para su persona, porque su persona es, evidentemente, lo único que le interesa. En realidad, él y su hermana son, hasta ahora, los que parecen más sospechosos, pero no puedo todavía hallar un justificativo que me permita retenerles durante un tiempo, y menos aún arrestarles.

»No puedo decir que las averiguaciones relativas a las actividades de los componentes de este grupo, plenamente realizadas por el cuartel general, arrojen mayores sospechas sobre ellos; pero es menester tener en cuenta que, aunque según sus declaraciones sentían un tibio afecto por el tío, en realidad a ninguno le importaba un comino. Hablan con desdén del señor Knott y no fingen pesar con su muerte, pero admiten que ha sido generoso con ellos, cosa que no podrían ocultar. Cierto es que los mellizos Adams le ensalzan y se muestran entristecidos; pero son un par de farsantes tan notorios e innobles que instintivamente pongo en cuarentena cualquier cosa que digan. Los demás les insultan cara a cara, y no les importa que yo oiga sus observaciones despectivas.

»Y ahora le comunicaré un detalle curioso relacionado con este grupo: pese a que no existe ninguna amistad entre ellos, intuyo una curiosa alianza velada —difícil de explicar—, como si todos pertenecieran a una sociedad secreta y poseyeran medios de comunicarse, ocultos para los no iniciados. La peculiar desviación de mis ojos me permite observar a las personas cuando no creen que las estoy mirando, y al estudiar a «los Siete» durante las comidas, etcétera, advierto claramente indicios de esa connivencia subterránea. Algunas veces intercambian curiosas miradas, se interrumpen recíprocamente como para acallar declaraciones peligrosas, cambian de tema, y sin darse cuenta demuestran que les une algún vínculo misterioso no obstante la obvia aversión que se profesan. Sospecho vehementemente que dicho vínculo existe y que un crimen compartido es el motivo de su unión y de su desunión; pero contra este argumento, exista la imposibilidad en que me encuentro de obtener una prueba concreta de que se hayan confabulado para cometer sus fechorías.

»Arturo Hoskyn es, como se sabe, un conocido experto en criminología, y no tengo la impresión, a pesar de su personalidad algo mezquina y evasiva, de que pudiera participar en un plan colectivo de asesinato. Conoce demasiado bien el peligro. En cuanto a Edgar Peters, el contador, no tiene pasta de homicida aunque quizá se uniría a los demás en cualquier felonía si viera que la empresa ofrece probabilidades de lucro y seguridad. Todos se sienten muy ofendidos de verse detenidos aquí, y hoy ha surgido un nuevo argumento, al que han aludido varios de ellos Insinúan que algún accidente, más allá de mi capacidad de descubrir o explicar, puede haber causado la muerte del tío, y que en realidad no se ha cometido ningún crimen. El hecho de que esta teoría me fuera comunicada por más de uno indica una vez más que existe una posible connivencia. Es evidente que lo único que los unía era el señor Knott. Al parecer, a éste le agradaba que hubiera siempre alguno de ellos viviendo con él e indicaba los turnos. Todos le daban gusto y, a mi juicio trataban de mejorar su posición respecto a él en detrimento de los demás; pero como atestigua el testamento, han fracasado en este propósito.

»Las edades oscilan entre los cuarenta, en el caso de Gerald Maitland (cuyo nombre teatral es ‘Firebrace’), y los sesenta, edad de los mellizos Adams, y me inclinaría a descartar del asunto a estos dos hombres y a Jorge Maitland.

»Ahora hablaré de los tres principales sirvientes, únicos de la servidumbre que podrían de algún modo estar comprometidos. No se echan la culpa unos a otros, y parecen honestos y sinceros. Andrés Forbes, el jardinero jefe, es un hombre de aspecto algo feroz: directo brusco y sin pelos en la lengua. Es un tipo difícil de llevar, pero evidentemente muy hábil y experimentado en su especialidad. Detesta a la familia y habla de ella con no disimulado desprecio. No se le ha ocurrido, aparentemente, que pueden sospechar de él y asegura que, aun cuando sabía que el señor Knott le legaría todas las plantas que fuera posible trasladar cuando inaugurara oportunamente su propio vivero, nunca hasta ahora había oído hablar de la herencia. Los otros dos sirvientes, Tomás Cypress y María Cherry, dicen lo mismo. Esperaban una recompensa, pero jamás se imaginaron que sería tan magnífica.

»Estas tres personas han estado durante muchos años al servicio de Aníbal Knott; pero en tanto que el mayordomo, Cypress, y el ama de llaves, María Cherry, viuda, se muestran sin duda alguna desesperados por la muerte del anciano y hablan de él con el mayor afecto y cariño, Forbes niega haber admirado a su difunto amo. El trabajo es la religión y la estrella que guía a este jardinero, y el hecho de que el señor Knott no hubiera realizado el menor trabajo en su vida, y de que ni siquiera se instruyese sobre su única afición, la horticultura, impresionaba al viejo Andrés hasta el punto de volverle indiferente. Es incapaz de simulación y dice únicamente lo que considera que es verdad. Me ha confesado que quería al señor Knott, y, a su modo, le quería. El crimen cometido le infunde un feroz resentimiento y haría cualquier cosa por descubrir al asesino Una revisión de su casita, cuando se hallaba ausente en Seven Oaks, no aportó nada susceptible de ser relacionado con el caso. Esto, en realidad, se aplica a todos. El examen, sumamente minucioso, de sus pertenencias no nos ha dado indicios de ninguna clase. El inspector Frost y yo hemos dirigido todas las revisiones sin el menor resultado.

»Los tres sirvientes conocían al difunto mucho más que todos sus parientes, y he sondeado sus recuerdos del pasado tratando de hallar algún nexo o complicación en la vida del señor Knott del cual estuvieran enterados, pero sobre esto no han aportado ningún dato. Su amo no cultivaba relaciones estrechas, y su único amigo personal, excepto Cypress y Forbes, a quienes consideraba mucho más que si fueran simples empleados, era el doctor Runcorn. Con éste sostuve una larga y aclaradora conversación sobre el señor Knott; pero sólo iluminó la parte más simpática y bondadosa de su personalidad, y lo concerniente a su notable organismo. El doctor Runcorn le tenía cariño y se enorgullecía de su continua buena salud. Está seguro de que ha muerto asesinado, pero no ha construido ninguna teoría capaz de explicar el crimen y se asombra de que un hombre así pudiera tener un enemigo tan peligroso. Como Forbes, el doctor no ahorra palabras y admite su violenta predisposición en contra de la familia; pero declara que en su opinión, no es probable que uno de ellos sea el culpable.

»En consecuencia, de los tres sirvientes eliminaría yo a Forbes, y a decir verdad, no dudo de los otros; aunque hay que reconocer que Cypress y María Cherry tuvieron, más que nadie, magníficas oportunidades para cometer el crimen. Creo que no me han mentido; pero sólo existe su palabra para saber que ignoraban por completo la cuantía de la herencia; en cambio, los parientes del fallecido creen firmemente que estaban enterados de la fortuna que les esperaba. Esperanza Maitland me dijo que su tío le había comunicado hacía un tiempo lo que pensaba dejar a sus sobrinos, y está segura de que ha sido igualmente explícito con la servidumbre. No obstante, tengo la convicción de que los sirvientes son mucho más sinceros que esta mujer.

»El abogado (de la firma Peabody, Peabody y Pedder) ha anunciado su llegada para pasado mañana y traerá los cálculos que ha hecho. Entre tanto, y como no parecen existir otras pistas que me permitan descubrir algún nuevo indicio, continuaré investigando aquí hasta establecer, si puedo, una prueba que apoye mi presente teoría de la conspiración. Hasta ahora, francamente, me veo frente a paredes en blanco, mientras tengo la convicción de que la verdad está inextricablemente relacionada con ciertos miembros de «los Siete».

»Un paso en falso o una palabra descuidada pueden aún revelar si están vinculados con el crimen, y continuaré mis esfuerzos y despacharé otro informe en los próximos días. Semejante cadena de circunstancias debe de tener eslabones débiles en alguna parte, y no sería raro que los rompiese una presión firme.

»Como siempre, he cuidado mucho los informes entregados a la prensa, porque no es éste un caso en el que la publicidad pueda contribuir a la causa de la justicia; pero los diarios locales están, por supuesto, muy interesados; el asunto ha despertado mucha curiosidad y los periodistas se muestran impacientes. El jefe de policía también demuestra su impaciencia. La semana pasada me pidió que fuera a verle a la comisaría de Seven Oaks; así lo hice y traté de calmarle. Se manifestó algo desilusionado y sorprendido ante la pobreza de mi actuación. Le expliqué lo complejo del caso y logré suavizarle, hasta cierto punto. ¡Pero me dijo que yo estaba haciendo tambalear su fe en Scotland Yard! Siento mucho no poder enviarle un informe más satisfactorio y adelantado, mas espero obtener una buena pista dentro de poco. La policía local me ha secundado en debida forma.

»Queda a sus órdenes su atento y seguro servidor,

Inspector Percy Pollock.

La respuesta a esta comunicación algo melancólica le llegó a Percy a vuelta de correo; en ella se le ordenaba proceder según su criterio y seguir investigando un tiempo más. Por consiguiente, Jorge Maitland y los mellizos quedaron libres, y también Forbes cesó de estar bajo vigilancia, lo que en nada alteró sus actividades, pues no obstante los acontecimientos, no se habían visto modificadas. Estaba ahora perfectamente interesado en la compra de un vivero abandonado cerca de Seven Oaks, e iba y venía desdeñando en absoluto las consecuencias. Pero los tres miembros de «los Siete» que habían sido liberados, llenos de alegría se prepararon para partir. Jorge se marchó en su viejo automóvil una hora después de conocer la buena noticia. En cuanto a los jubilosos mellizos, se aprontaron para reunirse con su madre en uno de los primeros trenes de la mañana siguiente. Julián y Cirilo ensalzaron la sabiduría de Percy y juzgaron que era un detective muy capaz y de mucha visión; pero sus primos, que aún no habían recobrado la libertad, adoptaron abiertamente una actitud insultante al enterarse de la prolongación de su cautiverio, y Edgar Peters, cuyo negocio exigía su presencia, protestó vigorosamente.

—Sus métodos de investigación parecen ejercer absurdos poderes en detrimento y desventaja de las personas de bien —dijo a Percy—. Tenemos derecho a saber qué hace y piensa cuando nos infringe una tiranía absolutamente irrazonable como ésta.

—Si le interesa mi opinión, está arrastrando por el lodo a Scotland Yard —añadió Esperanza— y si es usted un ejemplo de lo mejor que tienen, ¡que Dios se compadezca de la ley y el orden! La verdad es que este asunto le ha vencido y derrotado. Sabe perfectamente que ninguno de nosotros tuvo nada que ver en él, y para salvar las apariencias, echa tierra a los ojos de su jefe y aparenta abrigar esperanzas.

—Ni gana usted su sueldo ni nos deja ganar el nuestro —declaró Arturo—. Le he dicho una y otra vez que su única oportunidad de obtener una clave es ponerme a mí en libertad para que pueda acudir en ayuda del profesor Postlethwaite a fin de dilucidar el problema del veneno. Su solución significará una magnífica proeza de investigación; pero usted sigue manteniendo alejado de esa posibilidad al único hombre capaz de servir en forma práctica a la justicia, y permite que el criminal se ponga fuera de su alcance. ¡Es usted un charlatán, Pollock!

Gerald fingió tenerle lástima, lo cual era aún más ofensivo.

—¡Mi buen hombre! —dijo—. ¿Qué capricho del destino le impulsó a dedicarse a la policía, y qué malvada fatalidad prestó plausible brillo a sus hazañas para finalmente derribarle y convertirle en un hazmerreír? Estoy seguro de que no sobrevivirá a este fracaso, y sinceramente me conduelo con usted de que alguno de sus superiores haya cometido la equivocación de encargarle una tarea tan evidentemente superior a sus dotes. ¿No ve, estimado Percy, que ha convertido este asunto en una maraña sin salida? ¿No advierte que ha demostrado inercia, abandono estúpido de lo esencial y hasta ignorancia de los rudimentos de su espantosa profesión? Temo que la prensa y el público descubran su torpe ineptitud, y si Scotland Yard se entera de la opinión general, las cosas pintarán mal para usted. Espero que no; confío en que no ha de ser así, porque estoy convencido de que ha hecho todo lo posible; pero es un posible terriblemente pobre; ¡un posible que clama al cielo por su inutilidad! Escuche un consejo, mi estimado amigo, renuncie antes de que le despidan y busque un trabajo más humilde y menos exigente que le permita justificar su existencia y escapar al escarnio del público.

Percy les escuchó sin perder la serenidad y advirtió que cada cual hablaba según su carácter y desde un punto de vista personal. Admiraba sobre todo a Gerald y sentía que debía de haber sido abogado. Y, lo que es más, se lo dijo:

—Tiene usted una de las voces más espléndidas que he oído en mi vida —contestó a los insultos del actor—. Con su porte, sus atractivos y esa voz habría tenido un éxito enorme si hubiese seguido la carrera de abogado.

Cypress y María Cherry eran los únicos que no se quejaban pese a que, como los demás, tenían muchas tareas pendientes y ansiaban ocuparse de sus asuntos. Mientras tanto, el diligente investigador pasó varios días más efectuando infructuosos esfuerzos en busca de una luz. No recordaba en su carrera ninguna situación tan exenta de promesas, y mientras en los sospechosos restantes se acrecentaba la aversión que le tenían, él experimentaba secreta sensación de que eran culpables y de que se alegraban de su fracaso, y esto hacía que se aferrara al caso con mayor terquedad.

Luego llegó de visita el anciano Samuel Wilkins, de Peabody, Peabody y Pedder, trayendo a los interesados un informe sobre la fortuna de Aníbal Knott. Era un personaje anticuado y lleno de arrugas que parecía de otra época, y sus modales victorianos y su comportamiento de corte divertían a los extraños que ahora le recibían. Llegó a la hora del almuerzo, y mientras comían se refirió principalmente a las condiciones y originalidades de Aníbal Knott:

—Era un hombre fuera de lo común y ya no conoceré a nadie como él —díjoles—. Un personaje que encarnaba muchas viejas tradiciones, inspirado en las notables virtudes de decisión y paciencia que resplandecían con tanto brillo en la época anterior a ésta. Pertenezco a su generación, y como en cierto modo contemplaba la vida desde el mismo punto de vista que él, admiraba su filosofía e imitaba su añeja sabiduría. A su manera, era un erudito, un pensador, pero tan modesto, que no se reconocía habilidad alguna y siempre declaraba que no era más que un espectador de la peregrinación humana. Es posible que a ustedes, los jóvenes, les pareciera singular y hasta raro; pero para mí era un compañero alentador, a pesar de que en la dirección de sus asuntos no siempre estaba de acuerdo con él. Pero, naturalmente, tenía todo el derecho de hacer su gusto y defendía su idea con poderosos argumentos.

—A todos nos parecía un poco anticuado, en efecto —confesó Gerald—. Sentíamos, en nuestra calidad de esforzados trabajadores, que nuestro querido tío nunca había comprendido la dignidad del trabajo y que miraba la vida con ojos de miope, como ocurre tan a menudo con los ricos.

—Admirábamos sus cualidades, pero creo que no le respetábamos mucho —explicó Edgar—. Fue un hombre que no supo aprovechar sus ventajas, su despejada inteligencia, su gran fortuna y su buena salud. Hubiera debido dejar el mundo mejor que como lo encontró; pero su indolencia y su desapego al trabajo de cualquier clase, mental o físico, le convirtieron en lo que era: una nulidad amable pero inútil.

El abogado le miraba con asombro.

—Muchas sociedades de beneficencia y otras buenas obras quedaron, gracias a él, sustancialmente mejor que como las encontró —dijo—. Pero quizá usted y sus parientes ignoran sus donaciones benéficas del pasado. Puedo asegurarles que las hizo en escala notable y se ganó la admiración de todos los hombres de buena voluntad. Si hubiera querido, habría obtenido favores reales.

—Estamos perfectamente enterados de su generosidad —replicó Esperanza—, y en muchos casos nos pareció que nuestro tío gastaba demasiado. Es necesario ganar el dinero para saber gastarlo. Más de una vez sus donaciones fueron hechas con poco discernimiento, y olvidaba, o deseaba olvidar, sus obligaciones con los seres más cercanos y queridos.

Samuel Wilkins volvió a manifestar su asombro. Se ajustó los lentes, y antes de contestar analizó a Esperanza en silencio durante varios segundos. Su mirada era hostil, porque hasta un anciano puede sentir emoción y experimentar simpatías y antipatías, aunque no sean tan agudas como en la juventud.

—Para él los seres más cercanos y queridos eran, sin duda alguna, su jardinero, su mayordomo y su ama de llaves, señorita —replicó—, y si se ha enterado del contenido del testamento, debe admitir que de ningún modo les olvidó.

—Me refería a su familia y no a sus sirvientes —contestó Esperanza—. Lo que usted dice es cierto y confirma, sencillamente, mi observación de que en sus desplantes de generosidad le faltaba con frecuencia discernimiento.

—Los casos que usted cita evidencian su debilidad mental, ¿no le parece, señor Wilkins? —preguntó Arturo.

—Lejos de ello —replicó el abogado—. Muy lejos de ello, señor Hoskyn. Su tío poseía una visión clara y penetrante, y cuando se propuso redactar su testamento demostró bien a las claras esta cualidad. Era lógico y razonable. No cabe duda de que Cypress, Forbes y María Cherry habían contribuido durante muchos años a hacerle la vida más amable, y que le sirvieron con lealtad y paciencia. A su juicio, otra de las personas a quienes debía mucho era el doctor Runcorn.

—No mencionó usted un legado para él en su carta —dijo Gerald.

—En ella sólo aludí a las donaciones principales —repuso el visitante—. A Runcorn le deja dos mil guineas, y a varios miembros de la servidumbre, si están aún a su servicio en el momento de su muerte, un año de sueldo. Tenía una idea muy exacta de su fortuna y decidió de acuerdo con ella. Después del almuerzo explicaré la situación.

—¿Qué precio han puesto a «Las Torres» los albaceas? —preguntó Edgar—. Me temo que esta propiedad sea demasiado grande para una familia moderna.

—No pretendo saber de cuántos miembros se compone hoy en día una familia —replicó el anciano—. En los años que tengo de vida y en virtud de circunstancias variadas se ha reducido tanto que, según las estadísticas, la población, salvo entre las clases más pobres, disminuye cada día en forma alarmante. ¿Y qué duda cabe de que las clases pobres también se han convertido en un peligro? El sector educado de la población, los que forman parte de la clase media, siguen reduciendo su familia a causa de las dificultades de la época, en tanto que el proletariado, que tiene ahora su legislación y está amparado desde la cuna hasta la tumba, continúa procreando sin restricciones, porque sabe que el Estado presta cada día mayores cuidados a sus hijos. Por consiguiente, el equilibrio de clases se encuentra perturbado, y un día no lejano el sistema social que conocemos desaparecerá por completo.

—Tío Aníbal tenía la misma sombría opinión —observó Gerald.

—Lo creo: era muy perspicaz. —Wilkins se volvió hacia Edgar—. En cuanto a «Las Torres», le diré lo que hemos decidido cuando les plantee la situación, después del almuerzo —dijo—. Señala usted con razón que esta casa es demasiado grande para las necesidades de una familia que cuenta con limitados medios de vida, pero ya verá usted que hemos tenido suerte.

—Confío en que los albaceas no hayan consultado su conveniencia antes que su deber, vendiendo la propiedad a menos de su valor —observó Esperanza; y de nuevo Samuel Wilkins dejó de comer, se ajustó los lentes y la miró con creciente expresión de disgusto.

—Si me permite que se lo diga, sus suposiciones adquieren un cariz ofensivo —replicó—. Carece usted de tino y de modales, señorita Maitland; si tiene la impresión de que yo y mi colega (uno de los miembros jóvenes de la firma) corremos el riesgo de fracasar en nuestro deber de albaceas en éste o en cualquier caso, hable, por favor, con sus abogados y envíelos a los señores Peabody, quienes les darán los datos necesarios.

—No dude que nombraremos abogados que vigilen nuestros intereses cuando usted nos diga en qué consisten exactamente dichos intereses —contestó Esperanza—, en cuanto a la opinión que tiene de mi persona, estimado Wilkins, a nadie en el mundo le importa, y mucho menos a mí.

Percy, que había almorzado con la familia sin intervenir en la conversación, experimentó una secreta complacencia al escuchar las palabras que el anciano visitante dirigía a Esperanza. Luego les dejó, y después que Wilkins bebió su café, felicitando por él a Tomás Cypress, Gerald indicó el camino del salón de fumar e insistió para que el abogado aceptara un cigarro.

—Uno de los mejores habanos de su viejo amigo —díjole—. Hubiera sido un gran placer para él que lo fumara usted aquí, en este cuarto; era su salón preferido.

—Gracias; no fumo. A menudo pensé que a mi querido amigo le gustaba demasiado esa hierba —repuso el abogado, mientras extraía varios documentos de una cartera de cuero.

—Lo mismo pensaba yo —añadió Arturo—. A decir verdad, más de una vez le hice advertencias en contra, pero siempre contestaba que su vicio estaba en manos del médico y que Runcorn no le había ordenado que lo dejara.

—Y ha recibido dos mil guineas en pago de ese erróneo tratamiento —comentó Esperanza, que estaba en uno de sus peores días de combatividad. Encendió un cigarro y experimentó un sombrío placer al ver la expresión del visitante.

Samuel Wilkins le volvió la cara sin disimular su repugnancia.

—Gracias a la extrema simplicidad del patrimonio hemos obtenido la casi inmediata legalización del testamento —comenzó por decir—. No puede ser más claro y directo, como comprobarán ustedes al leerlo. Aquí está el documento, que data de cinco años atrás: la última vez, según creo, que Aníbal Knott realizó un viaje a Londres. Lo firmó, lo dejó a mi cuidado y regresó a su casa en un tren que partía de Charing Cross. Le acompañé y le despedí en la estación. Pero la brevedad y simplicidad del testamento, y los relativamente modestos bienes a que se refieren, exigen una explicación de mi parte a ustedes, los herederos del remanente, y como la palabra hablada y una entrevista personal son mejores que una serie de cartas largas y algo onerosas, decidí venir a verles al saber que la ley les retiene todavía en «Las Torres».

—Opinamos que es una retención idiota e indebida —espetó Edgar Peters—. Hemos decidido proceder conjuntamente al respecto y protestar por pérdida de reputación e injerencia en nuestras tareas, si no se nos levanta inmediatamente esta sanción.

—Las autoridades han de tener fundadas razones para hacerlo, y estoy seguro de que lo único que a ustedes les preocupa es capturar y castigar a los responsables de la muerte de Aníbal Knott, puesto que ha sido alevosamente asesinado. Es natural que se les atribuya a ustedes este anhelo —repuso el abogado—. Y ahora —añadió—, me referiré a un capítulo del pasado. Estamos de acuerdo en que Aníbal era un hombre excepcional, y que al llegar a la vejez no intentó luchar contra el proceso de la naturaleza; era demasiado sagaz para ello. Pero se le ocurrieron ideas orientadas a simplificar su vida… Una vida sencillísima en realidad, pero complicada no obstante por sus cuantiosos bienes y la cantidad de gravámenes y cálculos que ellos suponen. En gran parte lo aliviamos de sus molestias, pero nunca quiso emplear a un secretario, y aunque Tomás Cypress, que es un buen escribiente, hacía lo que podía, un cúmulo de obligaciones seguía recayendo sobre el tío de ustedes. Era inhábil para las cifras y odiaba todo lo que fuera contabilidad; esto le inspiró una idea poco común tratándose de una persona de su posición. Me la comunicó días antes de cumplir ochenta años manifestándome claramente que no cambiaría de opinión. Me explicó que no se sentía obligado a relacionar sus bienes con ninguna persona viviente, y que no tenía vínculos ni escrúpulos de conciencia respecto a su deber, pero declaró que estaba harto de las fastidiosas exigencias derivadas de dichos bienes, y me anunció su intención de entregar todo cuanto poseía, menos «Las Torres», a una compañía de seguros a cambio de una anualidad. Insistió en que esto simplificaría enormemente su vida y el arreglo de sus asuntos después de su muerte. No pude, por supuesto, refutarle este argumento, aunque lo hubiese deseado. El querido amigo sólo se conformaba con lo mejor —prosiguió Wilkins. ¿Y por qué no? Estaba acostumbrado a lo mejor, y sus medios le daban derecho a lo mejor. Sus gustos personales eran siempre muy sencillos, y creo sinceramente que sus donaciones le daban mayor satisfacción que sus orquídeas y plantas exóticas. Pero no se le puede tildar de extravagante. Teniendo en cuenta su avanzada edad, el nuevo arreglo no establecía mucha diferencia en lo que recibía para gastar en vida, pero sí una enorme y fundamental diferencia en lo que dejaría cuando muriera. Su renta anual era muy superior a sus necesidades, y abrió una cuenta, considerando especialmente las disposiciones de su testamento.

—¿Y qué nos dice de lo nuestro? —inquirió Gerald con una sonrisa—. Habrá comprendido usted, sin duda, que la noticia es bastante sorprendente para nosotros.

—Tan sorprendente como demoledora —murmuró Edgar, y Arturo meneó la cabeza afirmativamente, manifestando a su vez la gran inquietud que le embargaba. Sólo Esperanza guardó silencio, pero en sus ojos poco atrayentes se traslucía ya la preocupación del futuro.

—Dentro de un instante me referiré a los intereses de ustedes —repuso el abogado—. Pero permítanme ahora reanudar mi relación. No hay mucho que agregar. Como acabo de explicarles, con el arreglo que había hecho, sus depósitos en el banco aumentaban sin cesar, y poco antes de Navidad le comuniqué que, incluyendo la venta de «Las Torres» y la suma sustancial que cabía esperar de ella todas las disposiciones del testamento se hallaban ampliamente cubiertas. En realidad no era exacto; puedo decirles ahora que los albaceas han logrado vender rápidamente esta propiedad, no a un particular, sino a un consorcio de comerciantes de Seven Oaks que piensan convertirla en un pequeño hotel para familias. Obtendremos de esta venta siete mil quinientas libras, que me parecen un buen precio considerando, que los nuevos dueños tendrán que gastar una importante suma para arreglar la casa y adaptarla a sus necesidades. De modo que la situación es la siguiente: los legados serán pagados en su totalidad, libres de impuestos, como lo ordena el testamento, y se cubrirán todos los gastos de testamentaría. Las rentas anuales de Cypress, Forbes y María Cherry también están previstas; ahora llegamos a los herederos del remanente.

Samuel Wilkins hizo una pausa y miró las caras torvas que le rodeaban. Había llegado a Seven Oaks apesadumbrado por la situación en que quedaba la familia de su cliente y dispuesto a expresarle su pesar; pero no conocía a ninguno de «los Siete» y el frío recibimiento de los que aún permanecían allí le había endurecido el corazón, haciendo desaparecer la pena que por ellos sentía. A decir verdad, no vaciló en dejarse ir al otro extremo y trasmitir sus malas noticias en forma muy poco profesional. Impresionado por la dura actitud de los herederos del remanente, y por la insolencia de Esperanza Maitland, el abogado dejó por un momento a un lado sus modales victorianos y se permitió una licencia, inesperada de parte del cerebro maestro de Peabody, Peabody y Pedder. Se mostró, además impertinente y regocijado: proeza considerable tratándose de un hombre de su edad y tradiciones.

—Ya ven, amigos míos, cuál es la situación en que se encuentran, y no hay necesidad de poner los puntos sobre las íes —dijo—. Cuanto más se hubiera prolongado la vida de Aníbal Knott, más rosada hubiera sido la suerte de ustedes. Pero ¡ay!, el destino ha querido matar a la gallina de los huevos de oro. Como la vieja del cuento, llegan ustedes a la alacena sólo para comprobar que está vacía. Siento comunicarles que los pobres herederos del remanente no reciben nada. No obstante, en un futuro lejano, cuando termine el pago de las rentas vitalicias de los sirvientes, el capital que produce esas rentas les pertenecerá, si aún están ustedes en este bajo mundo para disfrutar de él. Hay, es cierto, un saldo inmediato, pero es una insignificancia: algo menos de cinco libras por cabeza. Recibirán los cheques dentro de una semana o dos.

—Exigiremos una revisión de cuentas —dijo Arturo Hoskyn con voz amenazadora.

—Ciertamente. Están a disposición de todos los interesados —replicó el anciano, preparándose a dejarles.

En ese momento, Edgar Peters, que había comprendido la aplastante realidad, insinuó también sus graves sospechas.

—Parece que aquí ha habido un trabajo sucio y dudoso —declaró; y Wilkins, cuyo ánimo belicoso no se había aplacado aún, se mostró de acuerdo con él.

—Eso parece que cree la policía —repuso con brusquedad—, y espero de todo corazón que llegue al fondo del asunto y descubra a los malvados. Puesto que mi viejo y querido amigo ha sido asesinado en la paz y santidad de su propio y bien ordenado hogar, sólo nos resta rogar a Dios que los infames responsables de semejante atrocidad sean condenados al cadalso.

—La policía se ocupa del crimen, no del testamento del muerto —puntualizó Arturo Hoskyn—. Esa misteriosa desaparición de los bienes de nuestro tío nos huele a subterfugio, Wilkins; no sería de extrañar que fuera el verdadero móvil del asesinato.

—Quítense ustedes de la cabeza esa absurda sospecha —replicó el anciano—. No ha habido tan misteriosa desaparición, ni nada que huela a delito. La compañía de seguros, que accedió gustosa a cumplir los deseos del tío de ustedes, se complacerá en presentarles los informes que deseen; pero sugerir que esa antigua e impecable institución haya efectuado maniobras delictuosas provocaría una violenta reacción y una respuesta que causaría a ustedes graves inconvenientes. Hay aquí un hábil detective de Scotland Yard, y, si lo desean, pueden mostrarle el testamento y consultarle. Para terminar, permítanme recordarles que el dinero de su difunto tío sigue aún circulando provechosamente, aunque no en la dirección que ustedes esperaban. Ahora les deseo muy buenas tardes y les ruego que manden llamar al vehículo que me ha traído de la estación.

Samuel Wilkins les dejó prescindiendo de toda formalidad, y ni uno de los desconcertados Siete se dignó decirle «adiós». Lo inexorable, categórico y absolutamente decisivo de ese momento trágico había anonadado a todos los conspiradores, menos a Esperanza.

Se miraban recíprocamente, pálidos y desamparados, mientras ella, emitiendo su ladrido de Cairn Terrier que indicaba que reía, les dirigía la palabra.

—Nos echan fuera dando tumbos —dijo—; el viejo Aníbal nos ha tratado como estropajos; pero esta noticia debería dejarnos en libertad. Cuando Percy escuche nuestra triste historia tal vez permita que vayamos a otra parte a lamernos en paz nuestras heridas.

—Con o sin Percy, me voy —declaró Gerald—. No quiero volver nunca a este maldito lugar, ni recordar jamás a ese viejo sinvergüenza. Es la injusticia más brutal y calculada que haya podido planear un ser humano.

Su hermana encendió otro cigarro.

—No seas idiota —le dijo—. Nada podemos hacer, y todos gritarán de alegría cuando sepan que hemos recibido un mazazo en la cabeza, sobre todo aquellos que, como el inspector Pollock, creen que hemos eliminado al viejo. Trata de ser realista por una vez, si es que sabes serlo. Creo que pronto nos dejarán libres, y como realizarán aquí una subasta y vendrán a inventariar los objetos para el catálogo, esta noche daré una vuelta por la sala y otros cuartos y me llevaré todo lo que pueda. Hay cantidad de cosas valiosas que nadie aprecia y que no echarán de menos, y si llegaran a advertirlo, nadie sabrá quién se apoderó de ellas.

—Buena idea —apoyó Gerald—. Te acompañaré cuando no haya moros en la costa.

—¡Oh, no! Nada de eso —replicó ella—. A mí se me ocurrió primero y elegiré primero.

Hubiéramos debido tener más tacto y preguntar a Wilkins si nos permitía llevarnos unos cuantos recuerdos de nuestro tío —dijo Edgar—. No nos hubiera negado eso; pero, desgraciadamente, hemos exasperado al viejo. Demostró un carácter vengativo y mucha exaltación para su edad. ¡Ojalá lo pague!

—Perdió completamente la compostura —confirmó Gerald—. Es un viejo inmundo a pesar de su barniz victoriano. ¡Le habría estrangulado con estas dos manos para tener el gusto de ver sus ojos malignos volverse vidriosos al sentir la presión de mis dedos alrededor de su escuálida garganta!

El actor demostró con ademanes la forma en que habría suprimido a Samuel Wilkins, mientras Esperanza se ponía de pie para retirarse. Dejó su cigarro y habló brevemente.

—Empezaré ahora —dijo—; el campo está despejado, Percy no anda por aquí, y en los salones los muebles y los objetos tienen puestas las fundas. Estaré ocupada hasta la hora del té, y tú tendrás vía libre esta noche, Gerald.

Cuando se hubo marchado, Arturo comentó:

—¡Qué mujer más repugnante!

—A una mentalidad como la tuya, lo práctico puede parecerle repugnante —replicó Gerald—; pero, aunque no finjo querer a mi hermana, admiro de veras su valor y su inflexible voluntad. Semejante a la de las famosas amazonas, su valentía no se quebranta en la derrota. El infortunio que sufrimos hubiera arrancado lágrimas a la mayoría de las mujeres: ella ríe. Sus nervios de acero ni siquiera se han inmutado. Al ver desvanecido como un espejismo del desierto su sueño de miles de libras, se vuelve hacia la realidad de los centenares, y con toda seguridad guardará para sí lo mejor de las chucherías del viejo, muchas de las cuales son muy valiosas.

—No creo que deberíamos permitirlo —contestó Edgar—. No envidio lo que pueda sustraer, pero si Pollock llegara a saberlo sus sospechas aumentarían. Es monstruoso que hayamos corrido tantos peligros y afrontado tantos inconvenientes y dificultades para nada; y como si esto no bastara, lo que hace Esperanza daría pábulo a que siguiera dudando de nuestra inocencia y negándonos nuestra libertad.

—Es muy posible que el detective esté fabricando en secreto falsas pruebas contra nosotros —dijo Arturo—. Entre el material que he reunido para mi próximo libro tengo datos auténticos de cómo la policía francesa urdió pruebas falsas para salvar su prestigio y envió a un inocente a la guillotina. Pollock es sumamente vanidoso y capaz de intentar algo por el estilo.

—¿No podríamos trocar los papeles? —sugirió Gerald—. Pollock hizo revisar nuestros cuartos a espaldas nuestras. ¿Qué pasaría si revisáramos los suyos cuando es menester dejar el cuarto tal como se lo encontró, a fin de que el ocupante no advierta que ha sido revisado? Es una idea original y notable para una escena de drama. ¡El oficial investigador vencido por las víctimas de sus sospechas y desenmascarado como el criminal número uno! ¿Qué opinas, Arturo?

Pero Hoskyn meneó negativamente la cabeza.

—Es demasiado peligroso —afirmó—. Todos descubrimos que la policía había andado hurgando nuestros dormitorios, pese al cuidado que se tomaron; puedes estar seguro de que Pollock se daría cuenta de lo que hiciéramos, y sólo conseguiríamos aumentar sus sospechas.

El contador apoyó a Arturo.

—Hemos perdido la partida —dijo—, y sólo nos resta irnos de aquí en cuanto él lo permita.

Gerald siguió discutiendo un rato, pero en vano, y dos horas más tarde se reunieron todos para el té. Percy había vuelto a aparecer, y Esperanza, al alcanzarle su taza, abordó con despreocupación el tema de las revelaciones de Wilkins.

—Tenemos una pequeña noticia que comunicarle, inspector —comenzó por decir—. Siempre supimos que para tío Aníbal no valíamos un comino y que se aprovechaba de nuestros cuidados por conveniencia; ahora nos enteramos de que no ha dejado un céntimo a sus parientes. El hecho de nombrarnos herederos del remanente parecía un arreglo amistoso, pero en realidad no significa nada. Según parece, hace cinco años entregó todos sus títulos y valores, con excepción de esta casa y su contenido, a una compañía de seguros a cambio de una renta vitalicia. El saldo cubrirá los legados; eso es todo. No hay remanente.

—Decepcionante, señorita Maitland —dijo Percy.

—De ningún modo. ¿Parecemos acaso desilusionados? —preguntó ella—. Es exactamente lo que yo, por mi parte, esperaba. Antes bien, pensamos que el decepcionado ha de ser usted, porque ahora se convencerá de que no teníamos ninguna razón para eliminar a Aníbal Knott. La verdad es que sólo gastaba la mitad de su renta, y como su capital se iba acumulando de nuevo, cuanto más hubiese vivido mejor hubiera sido para nosotros.

Gerald tendió el testamento a Percy, y Arturo y Edgar trataron de estar a la altura de las bien elegidas palabras de Esperanza. El actor rió teatralmente, echó hacia atrás su cabellera y presentó un rostro radiante a su odiado huésped.

—Por consiguiente, a nuestras almas sencillas les cuesta comprender por qué pierde usted su tiempo dándose aquí una buena vida y creyendo en la culpabilidad de determinadas personas inofensivas que tienen que trabajar, y considerándose con derecho a detenerlas —dijo dirigiéndose a Percy—. Estamos de acuerdo en que se ha cometido un horrible y cobarde asesinato. En tal caso ¿por qué no se arremanga usted, justifica su fama y trata de atrapar a alguien?

Ante este reto, un destello de placer iluminó los rostros contrariados de Arturo y Edgar y se dibujó en ellos una pálida sonrisa, pero el investigador no demostró el menor fastidio. Terminó de tomar el té y les aseguró que pronto terminaría la desagradable prueba.

—Es evidente que todos nos alegraremos de separarnos —dijo— para dedicar nuestro tiempo y energía a cosas más productivas. Me alegro que estas novedades no les depriman. Es muy valiente y sensato de parte de ustedes tomar las cosas así.

Esperanza contestó:

—Desearíamos ayudarle, si fuera posible —aseguró—. ¿Ha pensado usted, por ejemplo, que cuando visité a Arturo el día de su enfermedad pude fácilmente haber recibido de sus manos el veneno y haberlo echado luego en el té de mi tío? Ahí tiene un buen camino para investigar, porque sólo existe mi palabra de que no ocurrió tal cosa.

—Lo he pensado —repuso Percy—. Puede muy bien haber ocurrido; pero estoy bastante seguro de que no fue así, y su insinuación me convence de ello.

Les dejó para que estudiasen los detalles del testamento, y cuando se hubo marchado, Arturo habló. El químico, aunque abatido por las malas noticias, continuaba abrigando su antiguo afecto por Scotland Yard y no intentaba disimularlo.

—Debemos conceder al infeliz un poco de crédito —declaró—. Tiene capacidad de deducción y en mi calidad de experto reconozco que esa condición ha hecho que adivine parte de la verdad. Descubrió que existía una conspiración, y es innegable que no se equivocó al presumir quiénes eran los culpables. Ha sido un buen trabajo; pero al suponer, puesto que el viejo fue asesinado, que los conspiradores habían tenido éxito, erró fatalmente, ocasionándonos todas estas molestias. Se enfrenta con un triste fracaso y lo soporta con paciencia.

Edgar se volvió hacia Esperanza Maitland.

—No comprendo por qué le hiciste esa insinuación —dijo—. Sólo consigues ponerle nuevas ideas en la cabeza.

—No —contestó ella—. Pollock sabía perfectamente que no había nada por ese lado. Divierte pensar que nuestro modo de proceder no aceleró ni en medio minuto la muerte de tío Aníbal y, en cambio, significó una suerte para los criminales. Confundimos a Percy y distrajimos su atención, y lo probable es que con ello sólo hayamos conseguido ayudar al zorro a ponerse a salvo. Y ahora este asno de polizonte se imagina, aunque le cueste, que constituimos una banda habilísima y demasiado lista para él.

—Te diviertes con mucha facilidad —observó Gerald.

—Y lo que tiene aún más gracia —prosiguió ella— es que, mientras nosotros sabemos que somos inocentes, ¡el mundo creerá siempre que asesinamos a tío Aníbal!

La miraron con helado asombro, y su hermano exclamó:

—¡Mujer sin entrañas! A ti, empleada del gobierno, no te importará que en lo futuro los que te rodean te crean asesina, pero si mi público creyera que soy un asesino, su instinto colectivo me arrojaría de las tablas.

—Hubieras debido pensarlo antes de iniciar esta estúpida empresa —replicó Esperanza sonriendo. Por su parte, Edgar examinó la situación general.

—Knott nos recibía y, sin duda, se complacía en hacerlo —observó—. Esta treta inhumana significa a todas luces que era un cínico desalmado, sin un mínimo de sentimiento familiar. Merecía ampliamente que lo asesinaran, y si yo supiera quién le mató no movería un dedo para ayudar a descubrirlo.

—Un ejemplo típico de tu habitual y confusa manera de pensar —contestó Esperanza—; reflexiona, Edgar; como medida de simple sentido común nada sería más útil para nosotros, si supiéramos quién es el culpable, que delatarle en seguida. Alguien, indudablemente, le mató (alguien que tenía sus buenas razones para hacerlo), lo cual significa que ese alguien figura en el testamento. Pero un asesino no puede heredar a su víctima, de modo que si consiguiéramos inculpar a Cypress, Forbes o a María Cherry, y mejor aún que los tres… Piénsalo: sería un golpe maestro que les enviaría a la horca y recompensaría a los herederos del remanente. ¡Los pobres perros obtendrían al fin su hueso!

—Es forzoso admirar tu endemoniado ingenio —admitió Arturo Hoskyn—; pero estoy convencido de la inocencia de esas personas.

—Creo lo mismo —añadió Edgar.

—Es difícil tener paciencia con mentalidades como las vuestras —repuso ella—; a decir verdad, imposible. Me cuesta imaginar a unos seudocriminales más pusilánimes y de baratillo. Ya sabemos que no son culpables. No pueden haberlo hecho; pero ¿acaso no son nuestros bolsillos mucho más importantes que sus cabezas? Si les tendiéramos una emboscada, si fabricáramos pruebas falsas y los comprometiéramos tanto como para que Percy se arrojara sobre ellos y los arrestase, los bienes serían prácticamente nuestros. Pero ya es tarde. No podría hacerlo sola y no confío en la ayuda de ninguno de vosotros.

—Demasiado tarde, tienes razón —acordó Gerald—. Una brillante idea que brilla con bastante esplendor entre el lodo de este asunto; pero no estamos a tu altura, como dices con mucha justicia. Somos apenas unos delincuentes comunes de poca monta. Yo mismo no podría y no me atrevería a tender una emboscada a un semejante ni a ponerle la soga al cuello a un inocente, aunque esta confesión suene lastimosamente en tus bárbaros oídos.

—Se me ocurre otra cosa cómica —prosiguió Esperanza—. ¿Qué cara pondrán Cirilo y Julián, que dirán, qué sentirán cuando sepan la noticia?

—No significará para ellos una pesadilla mayor ni más complicada de lo que ha sido para nosotros —replicó Edgar.

—Lo que en los ambientes criminales se llama una «caída por knock-out» —explicó el químico—. Es probable que todavía no alcancemos a comprender todo el significado de esta demoledora destrucción de nuestros planes y deseos. Ni en la mala ni en la buena fortuna comprende uno en seguida la realidad. Estas cosas tienen primero que filtrarse a través del organismo, lentamente.

—Como el aloxán —observó Esperanza, cuyo sentido humorístico, aunque depravado, era innegable y había logrado salir triunfante de estos amargos reveses.