12

DESPUÉS DEL ALMUERZO, mientras paseaba por el gran invernadero, Percy hizo un resumen de las conversaciones que había tenido con «los Siete» y decidió iniciar averiguaciones sobre ellos. Pondría el asunto en manos de Scotland Yard y dejaría la tarea a los expertos en ese trabajo. No había llegado aún a ninguna conclusión definitiva, pero sentía, eso sí, que todos los componentes del grupo le inspiraban desconfianza y aversión. Esto le intrigaba, porque siempre había tratado de eliminar de su labor la más ligera sombra de animosidad, y se enorgullecía de su actitud impersonal y amplia. Ahora, mirando a través de una ventana del invernadero, el investigador descubrió la existencia de un edificio más pequeño, también de vidrio, situado cerca de allí, y advirtió dentro de él la presencia de una silueta alta y enlutada que estaba de pie y en la más completa inmovilidad. Pensó que se trataba del jardinero jefe junto a sus orquídeas, y acertó, porque allí estaba Andrés Forbes contemplando una flor poco atrayente. La oportunidad era buena, y Percy, saliendo del gran invernadero, entró en el otro y se presentó.

—Usted debe de ser la persona con quien deseo conversar —dijo—. ¿Quiere dedicarme unos minutos, Forbes? Soy el inspector Pollock.

Andrés, sin contestar directamente, se limitó a señalar la flor y habló de ella como si su visitante fuera una persona de su confianza. En su voz vibraba una amarga y feroz pesadumbre.

—Se ha abierto esta mañana —dijo—; si el señor hubiese vivido una semana más la habría visto.

—¿Esta curiosa flor, Forbes?

—Sí. Su Cattleya del Congo. Hace diez años que está en mis manos y que lucho con ella. A veces parecía que brotaba, otra parecía que no, y por último la he vencido y le he sacado esta flor.

—Extraordinario y muy interesante.

—Interesante sí; de extraordinario no tiene nada. No. No es gran cosa; no, me devuelve todo lo que he hecho por ella. Pero así es la vida: la mitad del tiempo y la inteligencia de un jardinero de verdad se pierde en inutilidades a fin de ahorrarle al amo una desilusión. Y eso que a él no le hubiera importado un ardite.

—De todos modos, aunque las flores de esa planta no estén a la altura de lo que usted exige, tiene la satisfacción de haberla vencido —observó Percy—; pero veo que aquí hay ejemplares magníficos.

—Usted no sabrá que soy un gran jardinero, pero eso no importa —replicó Andy—; uno entre mil, como me decía siempre el señor Knott. Soy un jardinero nato, por decirlo así; en cuanto pude empezar a ganarme la vida (a los diez años) vine aquí, y en cincuenta años he llegado a ser lo que soy ahora.

—Es una gran cosa que su excelente labor haya sido reconocida. Elogios, buen sueldo sin duda, y una herencia.

—Así es, y todo bien ganado. He trabajado día y noche en ello, porque para un jardinero como yo, las tareas nunca se terminan. Si usted ve que un jardinero está ocioso, no sirve para nada. Centenares de veces he venido en plena noche con mi linterna, sin que me importara el mal tiempo, a fin de perseguir las plagas que trabajan a esa hora.

—Igual que yo —dijo el investigador—. Mi trabajo nunca se termina.

—Entonces nadie mejor que usted para llegar al fondo de este asunto. Atrapará, sin duda, en la noche a más de un culpable, a algunos de esos que eligen la oscuridad para trabajar. ¡Ojalá tenga buena suerte aquí!

—Vayamos al invernadero y sentémonos allí a conversar —propuso Percy—. Quiero aclarar bien una interrogante de importancia, Forbes, y sólo usted puede darme la contestación. Pero ya sabe que no está obligado a responderme si no desea hacerlo.

—Le diré todo lo que sepa; lo que no sepa no podré contestarlo.

—Muy bien; es la mejor ayuda que puede ofrecerme.

Se instalaron en el invernadero y Forbes fue el primero en hablar.

—Por el momento me siento como perro que ha perdido la cola. ¡Pensar que el amo no volverá a sentarse jamás en este asiento y que nunca más oiré su voz sonora y tranquila! Es un vacío que quisiera borrar lo antes posible, inspector.

—¿Ha trazado ya sus planes para el futuro?

—Desde hace ya diez años. Él los conocía y los aprobaba. Me prometió sus plantas; todas las que pudiera trasladar cuando él no existiera. Voy a instalar mis viveros propios, y gracias a la maravillosa recompensa podré hacerlo en debida forma.

—Plantas asombrosas sin duda; pero algunas, como es natural, demasiado grandes para trasladarlas.

—¡Ah, sí! Quisiera Dios que los compradores de «Las Torres» respeten mi trabajo. Que yo sepa, no existe en Kent una obra maestra igual.

El jardinero miró a su alrededor pensativamente.

—Encienda su pipa —instó Percy—, y yo encenderé la mía. Y buena suerte en su futuro negocio, Forbes. Tengo entendido que sentía usted mucho afecto por el señor Knott y que era para él más que un simple jardinero.

—Lo que yo era para él lo demuestra, sin lugar a duda, el montón de dinero que me ha dejado. Era el amo. No diría que le tenía mucho afecto, como Cypress o María Cherry. Nunca hasta ahora me ha inspirado ningún ser humano un afecto comparable al que puedo sentir por una planta.

—No obstante ¿le respetaba y le tenía simpatía?

—Si quiere que le diga la verdad, no mucho. Estoy deseando que manden a la horca a los que le asesinaron, del mismo modo que ansío matar al animal que destruye una planta buena y valiosa. Sí; le tenía simpatía, pero es otra cosa el «respeto»; hablando con franqueza, no respetaba mucho a mi viejo amo. Y le explicaré por qué. Para mí, el trabajo es un dios. Pongo al trabajo por encima de todo, y odio a cualquier ser humano, hombre o mujer, o a cualquier animal o planta, que no lo cumpla. Porque un jardinero como yo sabe en seguida si una planta es perezosa y remolona, así como sabe si un peón es perezoso y holgazán. Durante su larga vida, el señor Knott no trabajó un solo instante. Ni siquiera se tomaba el trabajo de conocer a fondo sus plantas. No hacía más que haraganear desde el amanecer hasta que el sol se ponía. ¡Mirar trabajar a los demás, sí; saber lo que es el trabajo, sí; pero hacerlo él, nunca!

—¿Y eso le exasperaba a usted porque sentía que no estaba bien?

—Sólo desde el punto de vista propio puede uno juzgar las nociones que otras personas tienen del bien y del mal —explicó Forbes—. Fuera de la jardinería, sé muy poco, y nada en lo concerniente a las cosas que la mayoría considera más importantes. Pero se veía que él nunca se había tomado el trabajo de aprender. Juzgándolo duramente, muchas personas habrían dicho que el anciano caballero era un tonto. Aunque uno le machacara veinte veces en la cabeza una cosa de interés (por ejemplo algún dato de mi especialidad, por la cual sentía afición), al cabo de una semana no recordaba una palabra. No culpo a un hombre por su simpleza, pero culpo a cualquiera que con tantas ventajas no haya sido otra cosa que un tremendo haragán. Por lo tanto, como le digo, no le respetaba; ahora, en cuanto a la otra parte de su pregunta, puedo asegurarle que le tenía simpatía. Era sumamente bondadoso.

Sin requerir más detalles sobre este curioso punto de vista personal, Percy orientó su interrogatorio hacia otros aspectos del pensamiento del jardinero.

—Dejémoslo por el momento, y hablemos de usted. Vencer a una planta determinada exige mucho conocimiento y un trabajo intensivo y duro, lo comprendo —observó—. En muchos casos debe ser difícil, no ya que las plantas adelanten y florezcan, sino conseguir que sigan viviendo. El hombre lucha siempre con la naturaleza y casi siempre la naturaleza responde oponiéndole tenaz resistencia.

—¿Quién puede culparla por eso? —replicó Andy—. En su mayoría, los hombres no le sirven de mucho a la naturaleza, puesto que se pasan la vida contrariando sus mandatos y anulando sus obras. Pero yo no la contrarío. Sudo por conocer su modo de obrar. La naturaleza nunca cometió mayor disparate que cuando nos creó; y ahora trata por todos los medios de borrarnos otra vez del mapa y dejar al mundo en paz. Y tal vez lo consiga.

—Advierto, Forbes, que, en términos generales no aprecia usted mucho a los integrantes de la especie humana —observó el detective.

—No; en masa no.

—¿Cree usted que en el jardín de la humanidad abundan más las hierbas malas que las buenas?

—Hay más que suficientes, en todo caso, para ahogar a las flores. Usted debe de saberlo, señor inspector, puesto que su trabajo se desarrolla entre lo peor de las malas hierbas. Aquí se ha introducido una hierba bastante dañina y me sentiría sumamente feliz si llegara a saber que la ha descubierto.

—Estoy decidido a descubrirla. Pero volvamos ahora al señor Knott. Quedamos en que no aprobaba usted su modo de vivir. ¿Sostuvo alguna vez altercados con él?

—Uno no tiene altercados con su pan con manteca. Nunca hemos reñido. De vez en cuando discutíamos la forma de cuidar las plantas, pero nada más. Yo quería al pobre señor.

—¿Había en sus opiniones generales algo que le incomodara a usted?

—No tenía opiniones generales. No adoptaba ninguna opinión. Sin embargo, uno se sentía a veces a punto de perder los estribos —confesó el jardinero—. El señor tenía algo que no era exactamente una opinión, sino una especie de actitud mental que a algunos de nosotros nos impacientaba. Era la idea indefinida de que para todos, menos para él, la vida se detenía en determinado punto. Todos le parecíamos chiquillos. A sus ojos no éramos más capaces que los niños, y nunca, en ningún momento, comprendió que otros envejecían a la par de él. Tener más de ochenta años no es motivo para tratar a otras personas maduras como si acabaran de salir del cascarón. Si bien se mira, el niño, doblemente niño, era él.

Forbes expresaba su queja con vehemencia; era evidente que en su momento había tomado la cosa muy en serio; pero Percy se echó a reír.

—Un capricho, o tal vez falta de imaginación, amigo mío —dijo—. Pero admito que esa actitud ha de haber sido muy fastidiosa.

—Pregúnteles a sus despreciables parientes —gruñó Andy—. Apuesto a que los trataba así, y casi todos, a juzgar por su aspecto, han pasado los sesenta.

—¿No le gusta mucho la familia?

—No. Me causan la misma impresión que el pulgón y la babosa. Forman, a mi juicio, un temible grupo, y no han de andar en nada bueno, lo mismo que cualquiera de esos bichos. El señor, fuera como fuera, valía más que lo que se podría exprimir de todos ellos juntos.

El investigador estaba de acuerdo, pero no lo manifestó.

—Bueno, el señor Knott ha muerto y yo estoy aquí para descubrir cómo ocurrió la cosa —dijo—. Ahora iremos al grano, como vulgarmente se dice. Estoy tratando de conseguir un relato detallado, si es posible de testigos presenciales, de cómo pasó cada hora de su último día. Ya tengo declaraciones bastantes claras sobre lo ocurrido durante la mayor parte de ese día; sólo faltan las de Cypress y las suyas, correspondientes a determinadas horas, y con ellas habré completado mi lista. Su amo vino a este invernadero a pasar parte de la mañana con usted. Llegó alrededor de las once y se marchó una hora y media después. ¿Es exacto?

—Casi, no del todo. Anoté inmediatamente los detalles mientras los tenía frescos en la memoria. Llegó aquí cuando yo estaba trabajando, entre las once y diez y las once y veinte, se sentó donde estamos ahora y me preguntó qué pensaba del tiempo. Le dije que el día sería lluvioso, predicción que se cumplió.

—Ahora bien, lo que sigue es importante —dijo Percy—. Tengo entendido que el señor Knott solía comer aquí, por las mañanas, un poco de fruta fresca cortada de las plantas. ¿Es cierto?

—Absolutamente cierto. De acuerdo con la estación y con lo que había madurado. Prefería las frutas del país, las frutillas tempranas y las cerezas en maceta; pero como aún era demasiado pronto para todo eso, comía una naranja casi todos los días. También le gustaban las grosellas del Cabo, y de cuando en cuando comía un plátano. Habíamos conseguido aclimatarlos y siempre decía que eran riquísimos; pero les falta sabor. En realidad son un poco insulsos; nunca han tenido toda su suculencia, como la tienen las naranjas bajo vidrio.

—¿Hay alguna otra cosa aquí que pudo haber comido esa mañana?

—Ninguna, pero ocurre que el señor no comió nada esa mañana. Cypress me hizo la misma pregunta y le aseguré categóricamente que no.

—¿No le pareció raro?

—Sí, porque nunca se iba sin haber probado por lo menos una naranja, pero ese día había una razón. Fumaba una inmunda pipa con que su familia le había obsequiado en Navidad. Declaré esto al coroner, porque recapacitando, tuve la sensación de que esa pipa podía haber sido envenenada mediante alguna oscura treta antes de llegar a sus manos.

—¿Piensa usted tan mal de la familia? —inquirió el señor Pollock.

—Sí —repuso Forbes—. No les confiaría ni un perro.

—Bien, pero la pipa no tenía nada. ¿Se lo han dicho?

—Me lo dijo el inspector Frost, y me sorprendí bastante.

—Fue examinada en Londres con mucho detenimiento y la hallaron perfectamente inofensiva. Bueno; volviendo al tema, podemos dejar establecido que el señor Knott fumó y conversó pero no probó nada. ¿De qué habló? Esa debió ser la última conversación que sostuvo usted con él.

—Lo fue. Habló de la fiesta infantil, y me preguntó si volviendo a plantar el árbol de Navidad en nuestro bosque reviviría le contesté que estaba perdido. Entonces me dijo que le agradaría que fuese a la fiesta para ver a sus sobrinos representar el papel de tontos, y yo le dije que si no era una orden, prefería no ir. El señor estaba enterado de mi antipatía porque muchas veces le había hablado de eso. Rió y me dio permiso para no asistir.

—Y a él, ¿le agradaban sus sobrinos? Si así no fuera no habría insistido para que se reunieran aquí anualmente.

—No diría que le agradaban. Las personas no le agradaban ni le desagradaban. En una ocasión le oí decir que a veces lo impacientaban, y le contesté que no me extrañaba.

—¿No le molestaban las opiniones de usted?

—Nunca lo demostró. Me parece que le gustaba escuchar la opinión sincera de las personas. Una vez me dijo que nunca se sabía con seguridad qué pensaban sus jóvenes parientes. Los consideraba jóvenes a todos.

—¿Siente especial aversión por alguno de ellos (sus seis sobrinos y su única sobrina) o le desagradan todos por igual? No conteste si no lo desea.

—Yo y Cypress estamos de acuerdo en que todos son tal para cual —replicó Forbes—; pero María Cherry, aunque no simpatiza con ninguno de los hombres, detesta principalmente a la señorita Maitland. María, que es mujer educada, no vacila en emplear palabras muy crudas cuando se refiere a Esperanza Maitland.

—¿Quiere decir que ninguno de ustedes simpatiza con ellos?

—Nunca he sabido de nadie que les tuviera simpatía. Opinamos que son traicioneros y que sólo aspiran a llenarse los bolsillos. No les culpo demasiado por esto porque la mayoría de las personas son así; pero todos tienen algo que inspira desconfianza. María Cherry dice que siente la necesidad de tomar un baño caliente cada vez que les oye hablar; son algo pegajoso.

—Conozco la sensación —acordó Percy, levantándose para marcharse—. Muchas gracias por esta agradable charla.

—Tome una naranja —ofreció Andy—. Están casi a punto; es decir, las que han dejado «los Siete». Son las comúnmente denominadas de «cáscara gruesa», una clase muy jugosa y dulce. Córtela usted mismo del árbol.

El investigador obedeció y cumplimentó al cultivador por su habilidad. Antes de retirarse escuchó una última información.

—Si en algo puedo ayudarle, estoy a sus órdenes —dijo Andrés—, y si me permite, le comunicaré una cosa que le ahorrará trabajo. Se trata del veneno utilizado en el jardín. El señor Knott nunca quiso que se trajera aquí ni un gramo de veneno. Le horrorizaban los venenos, y para luchar contra las plagas sólo usábamos insecticidas que se queman en el fumigador.

—Es un dato —reconoció Percy—. Aunque de poca importancia para el caso, porque conocemos el veneno que mató al señor Knott, y se sabe con absoluta seguridad que no es de los que se utilizan en horticultura.

Andy se encogió de hombros y se alejó sin pronunciar una palabra más. Percy no le inspiraba ningún interés, y así se lo participó más tarde a Cypress.

—Ese Pollock no irá muy lejos en este asunto —dijo a Tom—. No vale nada, es mediocre y tiembla de miedo pensando que puede equivocarse. Sólo quiere pruebas. Si yo supiera quién es el culpable lo lincharía y dejaría que la policía encontrara las pruebas después. La ley no puede ahorcarme si mato a alguien que la ley desea ahorcar.

—No seas imprudente, no digas esas cosas, Andy —instó Tom. Puede oírlas alguien que no te conozca. No deberías amenazar y menos aún cometer un delito. Si mataras a alguien y la policía descubriera que has suprimido al criminal, vaya y pase, aunque lo hicieras por el solo placer de matar y no por vengarlo al señor; pero si no hallan pruebas de ello o si descubrieran que el asesino es otra persona, te convertirías en criminal y te tratarían como corresponde, y perderías tu actividad, tu vivero y el resto.

Esa noche Percy continuó su investigación. Sólo le faltaba conversar con Tom y el ama de llaves, y advertía que hasta ese momento ninguna luz se vislumbra entre la penumbra. Sin embargo, abundaba el material, porque, perspicaz y observador como era, comprendía que «los Siete» le ocultaban muchas cosas, y cuando, algo después, envió su primer informe al subcomisario hizo hincapié sobre este punto escabroso. Ahora le tocaba el turno a Tomás Cypress, y el investigador, después de proponerle que se quedaran en el antecomedor, tomó una silla y conversaron allí mientras el sirviente limpiaba la platería. Al detective le agradaba Tom, pese a que le había visto poco; advertía que era el único en sentir algún afecto por el muerto. Percy se refirió primeramente a Aníbal.

—Con toda seguridad conocía usted mejor que muchos a su amo, lo comprendía y compartía como nadie su intimidad —comenzó por decir Pollock—. Ha sido un privilegio para usted, si en verdad el señor Knott era el hombre excelente que adivino a través de la consideración que usted le tiene.

Cypress asintió con la cabeza. Seguía lloroso después de las fuertes impresiones de la mañana y sumido en profunda tristeza.

—Tengo el honor de que haya sido así, inspector. Durante años he tenido la suerte de estar junto al admirable caballero y de servirle. Era parte de mi trabajo vigilar que todo estuviera en forma, de acuerdo con su gusto; pero yo era más que eso, porque me consideraba su amigo. Mil veces me llamó así, era el calificativo que más orgullo podía causarme.

—Parece que siente su pérdida más que ninguno.

—Ignoro lo que ellos sienten, pero de una cosa estoy seguro, y es que hoy no hubiera habido un solo pañuelo húmedo junto a su tumba de no haber sido por María Cherry y por mí.

Pollock ya había visto las lágrimas de Tom.

—Recapacitando sobre su larga amistad con el señor Knott ¿recuerda usted algún incidente, encuentro o acontecimiento que le haya causado a su amo dolor, o alarma, o haya introducido algún elemento desagradable en la placidez de su vida? —inquirió—. Con el afecto que le tenía el señor Knott y la confianza absoluta en su lealtad, seguramente le habría comunicado a usted cualquier aflicción o circunstancia que se saliera de la rutina.

—Creo que sí. No es de extrañar que en una vida tan larga surgieran de vez en cuando pequeñas preocupaciones y molestias pasajeras, pero no recuerdo nada que hubiera podido turbarlo —aseguró Tom—. No era fácil turbar al señor. Una persona amante de la tranquilidad como él habría huido ante la menor probabilidad de un conflicto, y nunca en su vida los provocó. Era demasiado altivo para luchar y, pensándolo bien, nunca, que yo recuerde, le ocurrió nada que le obligara a luchar. Era partidario de la conciliación, y muy bondadoso cuando se le pedía que juzgara a alguno de la servidumbre. Alguna vez, Forbes o yo o María Cherry, nos vimos en el deber de acusar a un reincidente, porque el señor deseaba decir la última palabra y dictar personalmente la sentencia, pero lo único que hacía después de aconsejarles era dejar que se fueran. Por eso cuando quisieron nombrarle juez de paz no aceptó. Era demasiado misericordioso. No ha nacido el delincuente a quien no hubiese dejado en libertad. Si ahora supiera él quién le mató, perdonaría al bruto y le rogaría que no volviera a cometer semejante perversidad.

—Era un santo, a su juicio —observó Percy—. Los de la familia no demuestran tanto entusiasmo, ¿por qué? Parece, sin embargo, que también ha sido muy bueno con ellos.

—No hablaré de ninguno de «los Siete», si usted me lo permito —contestó Tom con firmeza—. Si lo hiciera, mis palabras podrían ponerme en aprietos, así como las de Andrés le pondrán a él en aprietos si no se modera. Lo único que hacía el señor era reírse a veces de sus sobrinos. Lo que en ellos irritaba a otros, a él le divertía. No le engañaban, inspector, se lo aseguro. Oh, no; no le pasaban gato por liebre. Sabía que ansiaban el dinero, que se preguntaban cuánto sería y que lo esperaban con impaciencia. Pero seguía su camino, majestuoso como un barco que navega con todas las velas desplegadas, y jamás persona alguna, hombre o mujer, despertó en él la menor animosidad.

—¿Concebiría usted que alguno de ellos hubiera caído tan bajo como para haber acelerado su fin? —preguntó Percy.

—No; y si lo pensara no me atrevería a expresarlo. El señor siempre me decía: «no juzgues a nadie». Pero esos hombres, sus seis sobrinos, no suman entre todos el valor de un insecto, y aunque se hubieran aliado, dudo que tuvieran suficientes agallas para correr el riesgo de la horca.

—Pero ¿no le parece que pertenecen al tipo de personas que podrían trabajar en banda? Se lo digo a usted solo, Cypress.

—Quizá; pero no me animaría a opinar sobre eso —contestó Tom—. Cuando uno tiene antipatía por alguien, sin saber por qué, necesita ser prudente y recordar que es cristiano. Siempre han sido corteses conmigo y conocían el concepto en que me tenía su tío. Pero la verdad es que nunca me gustó ninguno de ellos.

Nos pasa lo mismo a los tres principales.

—Y la señorita Maitland, ¿qué me dice de ella?

—María Cherry declara que le causa escalofríos; sé lo que quiere decir y Andrés Forbes también lo sabe. Pero, si me disculpa, no diré nada más sobre esta temible persona —manifestó Cypress.

—¿Le molesta su presencia? —observó Percy.

—Molestar no, porque aquí no tiene derecho a dar órdenes y menos a prohibir nada. Pero no me gustaría trabajar para ella. Es incapaz de simpatía humana.

—Va a resultarle raro, Cypress, tener que desarraigarse de «Las Torres» después de tantos años.

—Así es, señor. Muchas veces he pensado en lo raro que sería cuando llegara el momento, pero ahora que me veo en ese trance realizaré mis proyectos.

—¿Tiene planes para el futuro?

—Oh, sí, hace tiempo que me preocupo del porvenir, y en gran parte debo esta previsión a María Cherry.

—¿Ella también ha pensado en el porvenir?

—Sí.

—¿No volverán a emplearse en el servicio doméstico?

—No, inspector. A menudo nos preguntábamos a cuánto ascenderían nuestras herencias, porque nos las habían prometido sin decirnos la suma; y nos preguntábamos si añadidas a nuestros ahorros, que son respetables, estaríamos en condiciones de realizar nuestro deseo; instalar una «residencia», una casa de pensión tranquila en alguna bella ciudad balnearia. Y ahora, aturdidos por la cantidad que nos ha legado, hemos decidido unir nuestras fuerzas y abrir un establecimiento.

—Excelente idea —dijo Percy—. Con su experiencia, son justamente ustedes las personas adecuadas para lograr éxito, Cypress.

—Muchas gracias —repuso Tom—. Somos sanos, fuertes y de modales y costumbres agradables (por lo menos así lo creemos), y el proyecto puede resultarnos un buen negocio. No hemos nacido para sentarnos y cruzarnos de brazos y gastar el dinero, si me explico bien. Sabemos que nuestro trabajo contaba con la aprobación del muy querido señor, que nos ha premiado dejándonos ese dinero, porque aunque nunca aprendió a trabajar sabía apreciar a un trabajador y lamentaba que en su juventud no le hubieran enseñado a hacer algo. Por lo menos así lo decía frecuentemente.

—Es extraño que su familia («los Siete», como los llaman ustedes) no reconociera sus cualidades a la par de sus defectos —musitó el investigador, y por primera vez Tom dejó traslucir un destello de enemistad.

—Nunca esperé que le conocieran como yo, pero tiene razón: es sumamente raro que no fueran capaces de reconocer su excelencia. Para ellos no era más que un viejo rico que se interponía entre ellos y el dinero. La avidez por lo que esperaban recibir era demasiado grande y no les permitía prestar atención al benefactor. Cuando la plaga de la langosta devora la vegetación no se preocupa de quienes la cultivan. Y María Cherry le dirá lo mismo. Siempre estamos de acuerdo en lo concerniente al señor, lo elogiamos y lo lloramos y nunca le recordamos sin bendecir su nombre.

Cypress estaba conmovido y concentró su atención en la platería.

—Tiene la satisfacción de saber que él pensaba lo mismo de usted. Por lo tanto, anímese, hombre —dijo Percy, y añadió—: Se me ocurre una cosa. Las personas que carecen de preocupaciones se interesan a veces exageradamente por su propia salud. Al estudiar la historia de la familia he visto que una de las hermanas del señor Knott, la madre del señor Hoskyn, el químico, tenía debilidad por los remedios. El mismo señor Hoskyn, conversando conmigo después de comer, me ha dicho que creía que su madre se había casado con su padre sólo porque era dueño de una farmacia; de ese modo ella podía estar enterada de todos los específicos conocidos por la ciencia y por cualquier vendedor sin escrúpulos. ¿No cree usted que su amo pudo tener la misma manía, y que guardaba escondida una reserva de medicamentos contra sus dolores y malestares, algo que aún no hemos encontrado y que quizá tomaba sin que usted lo supiera?

—De ningún modo —declaró Tom—. No tenía la menor afición por los remedios, no deseaba acostumbrarse a ellos y decía que casi todas las personas de edad los tomaban con exageración. En cuestión medicamentos, María Cherry se ocupaba de todo; entiende mucho de eso; pero él nunca le pedía nada; lo hacía yo. Tomaba de vez en cuando un poco de bromuro a fin de asegurarse un buen sueño después de un día agitado, cuando yo se lo daba mezclado con su bebida de la noche, pero sólo en ocasiones excepcionales. Dormía muy bien, y a esto atribuía en gran parte su excelente salud. Lo último que bebió esa noche y que yo le di fue una pequeña dosis de bromuro en una taza de leche y cereales, productos que entregué al inspector Frost.

—¿Y usted creía que, en todo sentido, se encontraba bien?

—Sí. Parecía cansado y tenía un ligero color macilento en los ojos y la boca, pero era natural, porque había reído mucho más que de costumbre. Siempre le fatigaba reírse; le trastornaba. Pero no me inquietó en lo más mínimo.

—¿Nunca se refería al estado de su salud?

—Nunca, señor. Si yo hubiera adivinado que no se sentía bien habría llamado inmediatamente al doctor Runcorn, pero no tuve duda de que dormiría como de costumbre en cuanto apagara la luz. Le adivinaba el pensamiento (cosa natural después de tantos años), y si hubiera visto que tenía una expresión de dolor, o algo por el estilo, habría llamado en seguida al médico.

—¿Y ese conocimiento íntimo que tiene usted de él y de sus asuntos no le ayuda a construir una teoría sobre la forma en que el veneno mortal pudo penetrar en su organismo? —preguntó Percy— levantándose y disponiéndose a dejar a Cypress.

—Si hubiera tenido la menor idea sobre el particular, por fantástica que fuera, se la hubiera comunicado al minuto de llegar usted aquí —afirmó Tom—. Pero aunque he recapacitado y me he devanado los sesos desde que el señor murió, no le encuentro explicación.

—¿Podría el ama de llaves dedicarme diez minutos, o le conviene más otra hora?

—Es muy buena hora —contestó Cypress—. Ha de estar en el vestíbulo de servicio cosiendo en compañía de una de las criadas. Venga conmigo y le diré a la muchacha que se retire para que les deje a ustedes solos.

María Cherry saludó con el debido respeto al detective y Tom se alejó. El ama de llaves era fea, delgada y gris, pero representaba menos de los cincuenta años que tenía, y recibió a Pollock con alegre sonrisa y voz agradable.

—Siéntese, señor, y si desea fumar, hágalo —dijo—. Quisiera serle útil, pero ya le habrá contado Cypress sobre el pobre señor mucho más de lo que pueda decirle nadie. Y crea en su palabra más que en la de ninguna otra persona.

—Hace bien en comunicarme su opinión sobre los demás, señora Cherry —dijo el investigador—; usted y Cypress tienen razones para valorar su mutua amistad. Hace un momento me contaba los proyectos que ustedes se proponen realizar y les deseo suerte. Seguramente tendrán mucho éxito, en Margate, o Ramsgate tal vez.

—Ni en Margate ni en Ramsgate ni en ninguna de esas partes —replicó ella—. Con nuestro dinero y nuestros ahorros aspiramos a más. Existe bastante diferencia entre los balnearios y tenemos idea de iniciarnos en Folkestone, Bournemouth o Torquay. Los tiempos cambian, y Tomás dice que estos lugares no son tan aristocráticos como antes, porque entre las clases modestas ha cundido la moda de ir allí durante las vacaciones; pero seguirán manteniendo su calidad en los años que nos quedan de vida, así lo espera Tomás, aunque las clases altas se hallen sentenciadas, por decirlo así, junto con la buena educación general. Tanto el capitalismo como la aristocracia andan de capa caída desde hace un tiempo, y Cypress y yo, hasta que murió el señor, nos inclinábamos, con razón, hacia el socialismo; pero desde que nos hemos vuelto capitalistas la cosa cambia bastante.

—Si llegara a estallar una guerra con Alemania, con toda seguridad el país exigirá el capital de todos —profetizó Percy—. La guerra es un juego costoso.

—Tomás opina que si la guerra se nos viene encima sería mejor quedarnos tranquilos hasta que la ganemos. Es un fastidio que se declare ahora, porque si a las clases altas se les exige que la paguen no tendrán ganas de veranear en las playas.

—Supongo que usted y Tomás se casarán —observó el investigador—; si es así, les deseo buena suerte y felicidad.

Pero ella hizo un gesto negativo con la cabeza.

—No, no. Nos comprendemos y respetamos mutuamente demasiado para aventuras de esa clase. Tenemos muy buena opinión el uno del otro, señor Pollock, y no haríamos nada para desmerecerla. Sé lo que es el casamiento; Cypress no lo sabe, pero acepta mi palabra de que se exageran mucho sus ventajas. Nos ocuparemos de nuestras respectivas tareas, y juntos trataremos de conformar a los clientes. —María Cherry se interrumpió y su atrayente sonrisa iluminó su rostro—. Le pondremos a nuestro establecimiento el nombre de «Mansión Aníbal» en recuerdo del querido señor —dijo—. Cuando la servidumbre quede libre de ir y venir, lo primero que haremos es ir a Bournemouth. Tomás presiente que Bournemouth es la tierra prometida.

—Como es natural, todos desean aquí volver a sus tareas —dijo Percy—. El jefe de policía me escribió ayer al respecto. Espero que la investigación me permita dejarles libres lo antes posible. En señor Firebrace le mandó una carta sobre el particular.

—«Los Siete», como les llama Tomás, se lo pasan refunfuñando y encanecen de ganas de marcharse —comentó ella—. Piensan más en su comodidad que en el deber de usted, señor Pollock. No deje que se vayan hasta que esté seguro de que no han metido mano en este horrible pastel. No oirá usted refunfuñar a la servidumbre. Tom dice que daría la mitad de su herencia por atrapar al asesino, y yo haría otro tanto. Pero a ellos les importa un comino. Ahora tienen su dinero; eso es lo único que les interesaba.

—«Los Siete» no le inspiran a usted simpatía, señora Cherry.

—No hay razón para que me la inspiren. Aquí, en confianza, le diré que nunca me agradó ninguno de ellos. Forman un grupo sospechoso, mezquino y ávido como la tumba; todos están dispuestos a cualquier cosa cuando se trata del propio interés. Nunca, en todas sus idas y venidas, han dado propina a la servidumbre. Y hay algo más, que Cypress, hombre muy observador y perspicaz, ha notado: no se quieren entre ellos. Son tan envidiosos, que individualmente quieren ganar por la mano a los otros; esto lo sabía, sin duda, el señor, porque me dicen que les ha favorecido a todos por igual en el testamento.

—Así es —dijo Percy, moviendo afirmativamente la cabeza.

—Ninguno de ellos vale nada, esa es mi opinión —prosiguió María Cherry—. Si se hubieran dedicado a envenenarse entre sí, no les echaría en cara su acción, pero los hechos son los hechos; y digo yo, teniendo en cuenta que todos estaban bajo este techo cuando ocurrió el horrendo percance, digo que si yo fuera policía no les dejaría escapar hasta comprobar que son inocentes.

—¿Tan mal piensa de ellos?

—¡Vaya si lo pienso! Tomás dice que sólo uno de ellos tendría el valor de cometer un crimen, y es la mujer. Quizá tenga razón, porque la señorita Maitland se lleva la palma en materia de crueldad. Tal vez descubra usted que ella es la asesina, y así lo espero. Y no deje de tener en cuenta que todos rebosarán de teorías para meter a otro en el aprieto. Vigílelos bien, señor, sobre todo a ella. Fuma cigarros habanos, como seguramente habrá visto ya; a mi entender es algo que habla muy en contra de una mujer que pretende ser una dama.

—Muy interesante, pero por el momento convendría que guardara esas sospechas para usted sola, señora Cherry —aconsejó Percy—. Todavía no tenemos nada en qué basarnos para llegar a una conclusión.

—Pierda cuidado —prometió ella—. Sólo he dicho lo que pienso a Tom y a Andy, y ellos no son habladores. En realidad, Tomás me hizo la misma advertencia que usted acaba de hacerme. No debemos lanzar rumores que les atemoricen. Pero no se apresure a dejarles en libertad hasta estar bien seguro.

—¿Nadie más que Cypress se encargaba del té matinal del señor y de la última bebida que tomaba por la noche?

—Cypress era el único que tocaba sus bebidas. En eso Tom tenía mucho cuidado. Así como lo tenía yo con el botiquín. Nunca hubo más de una llave, y no salió de mis manos hasta que se la entregué a usted.

—Muy bien. No hay en el botiquín nada que pueda haber ocasionado el daño. Bueno; muchas gracias, señora. No le haré perder más tiempo.

—Hace un momento nos deseó buena suerte a Tomás y a mí —dijo ella—; yo también le deseo buena suerte a usted y espero de todo corazón que tenga la inteligencia de llegar al fondo de este crimen y que mande a los culpables adonde deben ir. —María Cherry miró el reloj y añadió—: Dentro de una hora estará dispuesta la comida y Tomás no se encuentra en condiciones de servirla. El entierro lo ha trastornado mucho. Lo mismo que a mí. La cantidad de asistentes demuestra el aprecio que las gentes le tenían al señor. Y no es de extrañar. Le echarán mucho de menos por aquí.

«Los Siete» habían preparado, para después de comer, un ataque conjunto contra Percy: se unirían en una severísima protesta por el mantenimiento de detención que soportaban. Estaban decididos a hacerle comprender este punto, y hasta se habían propuesto amenazarle con apelar ante sus superiores acusándolo de excederse en sus funciones, puesto que se interponía en esa forma tiránica entre ellos y sus tareas. Pero sufrieron una desilusión, porque cuando terminaron de comer el detective les comunicó que no se reuniría con ellos como de costumbre.

—Les pido que esta noche me disculpen —dijo dirigiéndose a Gerald—, porque a estas alturas de la investigación debo mandar al cuartel general un informe completo de mis actividades.

El actor no manifestó el menor pesar. En realidad, ninguna de las víctimas de Percy se preocupaba de él sino para preguntarse qué estaría haciendo junto a sus colegas de la policía local. Al parecer se había producido un estancamiento en sus actividades, y, por su parte, Wilkins no se había presentado con las cifras que todos deseaban conocer. Había escrito prometiendo que iría pronto, en cuanto hubiera completado sus cálculos.

Ahora, reunidos en el salón de fumar, desahogaban el desprecio que Percy les inspiraba y estudiaban la forma de verse libres de él.

—Ganas me dan —dijo Esperanza— de desafiarle y marcharme de aquí. Cuando me viera de vuelta en el War Office mandaría al diablo a ese idiota.

—No le agradamos —declaró Jorge—. Es cortés y todo lo demás (hasta podría decirse que servil), pero esconde algo. Es astuto y muy hábil. Nos escucha, aunque habréis notado que dice muy poco. Está tratando con toda su alma de construir un caso criminal, y no lo consigue porque no hay material para hacerlo.

—Se le ha metido en la cabeza que uno de nosotros es el culpable —explicó Arturo—. Sé muy bien lo que piensa. Anda rondando por aquí sin hacer el menor esfuerzo por ir más lejos ni explorar otros caminos. Evidentemente está convencido de que entre nosotros desenterrará algo que le permitirá estructurar su caso. Nos ha interrogado individualmente y supongo que todos habréis contestado con la misma franqueza directa.

—Comprendo que sospeche de ti, puesto que conoce tu trabajo y tu reputación —dijo Esperanza—; pero ¿por qué de los demás? No sé si alguno de vosotros le habrá dicho una estupidez, sin olvidar a los tres sirvientes principales. Ha de haber conversado ya con ellos. Esta tarde, cuando pasé por la puerta trasera del antecomedor, oí que Cypress mascullaba algo durante su entrevista con él. Bueno; la verdad es que los tres nos detestan, y no sería de extrañar que Pollock hubiera recibido de ellos algún dato que le ha infundido ánimo. Quiere cargar el crimen sobre la espalda de uno de nosotros, o tal vez sobre la de más de uno, y como sabemos que somos inocentes, sería divertido, si no tuviéramos nada mejor que hacer, ilusionarlo y observar sus payasadas.

—¿Qué haría si nos escapáramos todos en la oscuridad de la noche? —insinuó Jorge—. No podría arrestarnos a los siete y traernos de vuelta.

—Podría; pero imaginad el escándalo que se armaría —dijo Edgar Peters—. No; creo que no nos molestarían, pero con toda seguridad nos vigilarían de cerca.

—¡Qué horror! —exclamó Julián—. ¡Cirilo y yo en la tienda dirigiendo nuestras secciones, conscientes de que algún invisible esbirro de la ley no nos quita los ojos de encima! Decididamente no nos moveremos de aquí hasta que nos den el debido permiso.

—Ciertamente —apoyó Cirilo.

—Tienes razón en decir que los siervos nos detestan —dijo Gerald dirigiéndose a su hermana—. Esta mañana me encontraba en el invernadero comiendo unas naranjas y plátanos, cuando Forbes me interpeló con la mayor insolencia que ha demostrado hasta ahora. ¡Me dijo que no dejara ese lugar como un parque público en día de feria! «¡Límpielo, viejo atrevido —le grité—, y cuide más su lengua!». Me lanzó una mirada feroz; parecía un buitre, o un cóndor, o algún pájaro de pesadilla que se alimenta de carroña. Tiene aspecto de criminal hasta en sus mejores momentos, y él, como cualquier otro, puede haber envenenado a tío Aníbal. Si Pollock no fuera tan torpe habría prestado atención al punto.

—¿Y el punto es? —preguntó Arturo.

—El punto es que los tres sirvientes sabían lo que iban a recibir y por consiguiente tenían mayor motivo de tentación que nosotros.

—No puedes estar seguro de que supieran la cuantía de esos absurdos legados —dijo Cirilo.

—Conociendo a tío Aníbal, lo estoy —replicó Gerald—. Les reveló la suma para conquistar su lealtad y devoción, sin imaginar que firmaba su sentencia de muerte.

—¿Por qué razón no habríamos de agradarle? —preguntó Julián—. Somos educados, le demostramos consideración y hemos prometido hacer todo lo posible para facilitar su tarea.

—No creo que Forbes le haya matado —observó Esperanza—, pero empiezo a creer que Cypress sí, ayudado por María Cherry. El pesar y el dolor que demuestra son precisamente lo que habría que esperar si intentara confundir a la policía. Apuesto a que ha engañado a Pollock.

—Sí; y habrá tratado en lo posible de hacerle creer al detective que somos culpables —añadió Arturo—. Es natural e inevitable que sospechen de nosotros si ellos son inocentes. Estamos en un enredo que a mi entender ningún poder humano es capaz de desembrollar y somos los únicos que sufren por su causa. Mientras no existan pruebas contra uno de nosotros no hay por qué alarmarse; pero si Pollock está convencido de nuestra culpabilidad, hará cuanto esté de su parte y utilizará todas las tretas y astucias policiales con el fin de crear pruebas. Scotland Yard no le permitirá quedarse aquí indefinidamente si no logra un resultado, y a menos que alguno de nosotros sea, al fin de cuentas, culpable, no llegará por cierto a ningún resultado. Le concederán unos cuantos días más después que reciban su informe, y luego es probable que veamos desmoronarse el caso por falta de material para mantenerlo en pie.

—La reacción lógica sería reclamar daños y perjuicios por detención ilegal —sugirió Julián—. Y debemos recordar otra cosa. Si no logran descubrir al asesino la opinión pública arrojará un baldón definitivo sobre nuestros nombres.

—Casi desearía merecer esa deshonra pública —dijo Esperanza dejando caer la ceniza de su cigarro—. Nada me proporcionaría un gusto mayor que envenenar a Percy, salir impune y crear otro misterio más complicado que el primero.

—Algún día te verás en un grave aprieto, Esperanza —advirtió Arturo Hoskyn, sin sospechar la verdad que contenían sus palabras—. Para nosotros el incidente queda cerrado, y nuestra propia aventura sólo nos ha creado un montón de inútiles esfuerzos. Es inevitable que se sospeche de nosotros, y Scotland Yard soportará las habituales burlas baratas por otro de sus fracasos. Pero no subestiméis a Pollock. Por algo ha alcanzado la fama que tiene, y aunque sus métodos parezcan absolutamente ineficaces y débiles, pueden todavía hacer que triunfe. Estoy convencido de que ha adivinado la existencia de una confabulación entre algunos de nosotros, y en consecuencia es natural que suponga que hemos actuado con éxito. Pero no sabe que nuestros planes fueron interceptados por los planes de otro, y mientras él corre detrás de una pista falsa, el asesino no despierta sospechas y tiene cien oportunidades de borrar el rastro si es que ha dejado alguno, y escapar. He estado atareado buscando con empeño ese rastro; si lo hubiera encontrado, y sin importarme adónde conducía, habría puesto mi descubrimiento en manos del inspector.

Mientras el químico hablaba se desprendía de sus ojos un destello de malignidad, y Esperanza le tomó la palabra.

—No me extraña, viniendo de ti —dijo—. ¡Y al diablo la lealtad!

—La liga ha dejado de existir y no he de fingiros lealtad —replicó el farmacéutico—. Sé exactamente lo que pensáis de mí, y lo que pensáis los unos de los otros. Nos unimos y escuchamos las infamias de Gerald por interés personal, y ahora nos consideramos fuera del asunto. Tal vez sea así; pero si pudiera asegurar mi buen nombre futuro acusando a cualquiera de vosotros que en ese día fatal hubiera violado la ley, engañando al mismo tiempo a «los Siete» no vacilaría en hacerlo.

—Eres un personaje inmundo, Arturo —dijo Gerald con suavidad—, y estoy seguro de que a todos les apena como a mí pensar que la buena sangre Knott circula por tus sépticas venas. Pero es innegable que sabes, hasta cierto punto, lo que dices. Es muy probable que, al apuntar hacia nosotros, nuestro Pollock haya errado el objetivo. En tal caso sigo creyendo como Esperanza que el culpable se oculta entre la servidumbre y que el inspector llegará a descubrir la verdadera pista.

—Si son culpables, los sirvientes no se delatarán —aseguró Esperanza Maitland—. Dirán que creen que nosotros hicimos el trabajo, y como eso es lo que él cree, seguirá en la incertidumbre. Va, sin lugar a dudas, directamente al fracaso.

—Cuanto antes nos separemos, mejor —suspiró Cirilo—. Nunca podremos ya confiar los unos en los otros ni respetarnos. Tengo ganas de escapar a la metrópoli, al aire sano y limpio, y olvidar este horrible paréntesis de una vida honorable.

—El que dice tales cosas, Cirilo, puede hacerse sospechoso —previno Edgar Peters.

Siguieron opinando sobre la cuestión desde diversos puntos de vista, y Gerald se refirió a una carta que le había enviado el jefe de policía.

—En contestación a mi protesta, el coronel Tankerville se muestra seco y reservado —comunicó—. Lamenta nuestra molestia, peso supone que debe de ser poca cosa comparada con nuestros vehementes deseos de ver triunfar a la justicia y nuestra decisión de cooperar con la ley en todo lo que esté a nuestro alcance. Elogia a Percy y afirma que estamos en excelentes manos; pero se niega a concedernos la libertad.

—Un hombre en su posición debería esmerarse en impedir que se coarte la libertad dentro de la jurisdicción de su cargo —gruñó Julián—. Nadie nos quita que seamos dueños de nuestras propias almas, y desdeñemos a quienes pongan esto en duda; pero que un oficial de policía, por competente que sea, tenga derecho a dominarnos a su antojo constituye una negación de los principios democráticos de cuya práctica nos jactamos. No deberían existir poderes dictatoriales de esta clase donde no existe ni sombra de mala conducta.

Hablaba con Cirilo, el único que le prestaba atención, mientras Gerald exponía un punto de vista más amplio.

—La guerra está en el aire —dijo—. Sus alas flamígeras azotan una vez más al Imperio Británico, surgiendo de la caldera de bruja conocida en el mundo civilizado con el nombre de Alemania. Pero en cierto modo será conveniente porque habrá reclutamiento, lo cual pondrá punto final a ciertas arbitrariedades de Scotland Yard.

—Por más de un motivo será conveniente —declaró su hermana—. Tenemos mucho que aprender de los alemanes, y después de un choque con ellos tal vez nos endurezcamos y nos tornemos más realistas y concentrados en nosotros mismos, algo más prusianos. Admiro enormemente sus métodos. Comparto la opinión de cierto ministro de la guerra y siento que Alemania es mi hogar espiritual. Espero que nos dé una sacudida, un buen susto, y tal vez una buena paliza. Lo tenemos merecido si así ocurriera.

—No son los sentimientos que corresponden a un funcionario del War Office, y bien lo sabes, Esperanza —advirtió Jorge—. Yo, en tu lugar, no hablaría tan alto. Un día de estos te oirá alguien que no debe oírte y perderás tu puesto y probablemente tu jubilación.

Pero Esperanza se echó a reír con aspereza y encendió otro cigarro.

«Los Siete» continuaron charlando sin objeto, discutiendo y manifestando la desconfianza y el desprecio que recíprocamente se tenían; sólo coincidían cuando se trataba de condenar amargamente al inspector Pollock y su manera de proceder. Luego Gerald volvió al tema de la carta del jefe de policía y manifestó el desdén que le inspiraba.

—Si supone, como parece, que no estamos todos empeñados en capturar y castigar al asesino, demuestra una intolerante insolencia —dijo—. Sólo un militar atrasado y pasado de moda puede insinuar una monstruosidad semejante. Volveré a escribirle y explicaré pacientemente que estamos resueltos a descubrir al criminal, y que si nos dejara en libertad prestaríamos mayor ayuda a la policía que la que ahora prestamos en este detestable cautiverio.

—Es una tontería y una inutilidad, Gerald —sentenció Esperanza—. Mientras ese grosero de Scotland Yard crea que tuvimos participación en la muerte del viejo nos mantendrá aquí en conserva.

—Deberías escribir al War Office —sugirió Arturo—. Si les planteas el caso, y si eres tan útil allí como dices, es muy posible que pasen por encima de Scotland Yard e insistan para que vuelvas.

Pero Esperanza rechazó la idea.

—No tengo prisa —dijo—. A pesar de mi ausencia me pagarán el sueldo. Estar presa aquí no me ocasiona el menor perjuicio: allá saben que no es por culpa mía. Para vosotros los pusilánimes la cosa se presenta evidentemente de otro modo, mas espero que Percy reciba pronto una amonestación. Si acierto en lo que digo, le indicarán que os deje regresar a vuestras madrigueras y le ordenarán que regrese él a la suya.

—Ojalá fracase en este asunto —dijo Jorge—, y espero que así sea.

—Merece un buen retroceso en su carrera —apoyó Julián—. Un hombre verdaderamente dotado andaría corriendo de aquí para allá, recibiría de tanto en tanto, se arriesgaría, llevaría un revólver en el bolsillo, se salvaría por un pelo, bromearía en las fauces de la muerte y todo lo demás. Pero ¿qué hace? Nada más que dar vueltas lejos de todo peligro, fumarse nuestros cigarros, comer bien, disfrutar del lujo de esta casa y llevar una vida de terrateniente. Está encantado, y por esto da largas al asunto.

—Entre tanto, es probable que el criminal no cese de observarle, disimulando sus ataques de risa —añadió Cirilo—. Deberíamos escribir una especie de memorial firmado por todos y mandarlo a Scotland Yard, quejándonos de su enviado y haciendo notar que ni siquiera trata de merecer el sueldo que gana, sea cual fuere.

La conversación decaía a medida que se aproximaba la hora de retirarse. Algún detalle hizo que hablaran de sus respectivos padres, y recordando a su progenitor, Gerald presentó un breve esbozo del artista desaparecido.

—Era un actor que quedó muy por debajo de lo que merecía —dijo—. Nunca permitió que consideraciones éticas o de otra clase se interpusieran entre él y su incansable persecución de la belleza. La belleza era su santo y seña, y lo sacrificó todo en aras de ese ideal.

—Incluso todo el dinero de nuestra madre —le recordó Esperanza.

—El dinero era un vil metal que debía transmutarse en belleza sin que le importara su procedencia. Pocos financieros advirtieron lo que negaban al mundo de la estética cuando rehusaron ayudarle; pero a nadie más que a mí trasmitió su noble y dominadora pasión —repuso Gerald—. Tú y Jorge ignoráis el sentido de la belleza. Sois un par de groseros, un par de materialistas del tipo más inferior.

—Mi padre se hallaba a tono con su trabajo y nunca aparentó ser otra cosa —dijo a su vez Arturo—. Era farmacéutico de pies a cabeza, sin otras ambiciones que las de su oficio. Mis gustos e intereses peculiares no provienen de él. Probablemente me hubiera sentido más feliz sin ellos y, después de esta experiencia, es muy posible que siga el consejo de tío Aníbal, es decir, que abandone la criminología y dedique mis futuros ocios a otra cosa.

Edgar Peters pensó que sería interesante observar a qué actividades se dedicarían todos ellos en el futuro. Luego dijo en voz alta:

—A mi padre, el mundo le pareció demasiado insoportable para él y sus virtudes; un valor evidente le permitió acabar con su vida. Como sabéis, el muy valiente se suicidó. Halló que la choza ardía y se despidió de ella, saludó al mundo, como dicen los japoneses, y se marchó al otro, donde espero que le hayan recibido bien. Un hombre desconcertado e incomprendido.

—A quien hubieran arrestado y encarcelado una semana más tarde si se hubiese quedado aquí —añadió Esperanza Maitland.

—Nuestro querido padre —dijo Cirilo— fue uno de esos hombres que conservan toda la rectitud deseable mientras las cosas andan bien; sólo se desvió del camino recto muy tarde, cuando las cosas andaban mal. En sus últimos días nos ocasionó, a nuestra madre y a nosotros, no pocas preocupaciones. Había sido uno de los pilares de los Almacenes Imperio; y después de su jubilación le acogieron siempre con los brazos abiertos; pero solía volver a casa con patéticas bagatelas sustraídas de este o aquel departamento. Comprendimos que se le había despertado una especie de cleptomanía senil. Le consideraban persona grata en el establecimiento, y en momentos en que nuestros medios de vida eran muy reducidos, volvía con pequeños envases de pasta de arenque, o cajas de bombones, y algunas veces adornos particularmente valiosos, inocentemente hurtados de los mostradores de la joyería. La cosa nos pareció siempre conmovedora pero un síntoma fastidioso de su probidad vencida por acción de la vejez.

—No podías tener otro padre —comentó Esperanza.

Después de esto se fueron a acostar, y vieron luz debajo de la puerta del dormitorio del investigador.

—¡Seguro que está escribiendo un montón de sandeces para disculparse y asegura a su jefe que espera efectuar un arresto dentro de poco! —susurró Jorge.