11

AL DÍA SIGUIENTE, Gerald Firebrace recibió una carta bastante misteriosa que mostró a los Siete; luego, diplomáticamente, rogó al inspector Pollock que también la leyera. La enviaba la firma Peabody, Peabody y Pedder y estaba escrita por el jefe de la firma, amigo de Aníbal Knott. El anciano Samuel Wilkins hacía saber que se hallaba en la imposibilidad de asistir al sepelio de su lamentado cliente, y explicaba la razón diciendo que el golpe de esa muerte tan inesperada había sido demasiado rudo para él, y que presenciar la terrible ceremonia del entierro y encontrarse con los apesadumbrados parientes del difunto impondría, en pleno invierno, un esfuerzo demasiado grande a su salud, lo cual, según le habían advertido, sería poco prudente. No incluía el testamento, pero anunciaba que esperaba llevarlo pronto personalmente después de estudiar con mayor detenimiento sus disposiciones. Enviaba, no obstante, un resumen bastante largo del documento, transcribiendo las cláusulas principales que «los Siete» tenían derecho a conocer. «La policía también los reclama —agregaba—, y pueden ustedes comunicar estos datos a quienes les corresponda saberlos». De la lectura del resumen se desprendía que la familia era la principal heredera y que había tres legados destinados a los viejos servidores de Aníbal Knott. Para Tomás Cypress la cantidad de diez mil libras; para María Cherry cinco mil libras y una renta anual de doscientas libras; para Andrés Forbes también cinco mil libras, una anualidad de doscientas y el permiso de disponer a su entera voluntad de todo el contenido de los invernaderos.

Si deseaba, empero, permanecer en la casa que habitaba y seguir trabajando en «Las Torres» a las órdenes de sus futuros ocupantes, siempre que éstos se lo pidieran, la colección de plantas quedaría en su lugar y el nuevo propietario tendría que pagar a Andrés un precio equitativo por ella. Había que vender la casa y el terreno e incluir el producto de la venta en la cuantía total de la herencia. «Los Siete» por partes iguales, eran herederos del remanente.

«Hay también otros pequeños legados y sumas para caridad —escribía el señor Wilkins—, pero, por el momento, les envío sólo los datos principales. Cuando vaya a visitarles llevaré el testamento y les comunicaré ciertos hechos que me confió mi viejo y querido amigo y que se relacionan estrechamente con la situación».

Terminaba su misiva con sinceras expresiones de pesar por la pérdida que significaba la muerte de Aníbal Knott, tanto para él como para todos los que lo habían conocido y valorado.

«Los Siete» discutieron esta comunicación con vivo interés y divergencia de opiniones. La de Edgar era, naturalmente, sombría.

—Nada nos dice —observó—. Seguiremos en la ignorancia más absoluta mientras no conozcamos la cuantía del remanente.

Pero Gerald se sentía satisfecho y lleno de esperanza.

—Al contrario, hombre; nos dice muchísimo —arguyó—. Si el viejo loco podía dejar veinte mil libras y el interés de unos miles más a sus sirvientes, sin mencionar los otros legados, aquí, allí y en todas partes, es lógico suponer que los herederos del remanente recibirán algo importante. Está claro que lo ha repartido muy bien.

—En la mayoría de los casos sería como tú dices, pero no en éste —replicó Jorge—. No me atrevería a esperar nada muy fantástico. Será mucho dinero, sin duda; pero lo que junto parece una suma respetable, dividido por siete se encoge un poco.

—Edgar tiene razón —declaró Esperanza—. En definitiva no nos dice nada. No me gusta mucho esa carta. Los legados a la servidumbre denotan debilidad mental, y no podíamos haber esperado otra cosa de sus ocurrencias seniles; lo que me inquieta es que el viejo Wilkins oculta algo. No podría decir qué, pero lo presiento. Tal vez haya buena tajada para él, y no se atreve a venir a leernos el testamento cara a cara.

—No podrá ocultar mucho tiempo la verdad —observó Julián. De lo contrario tendríamos derecho a exigírsela.

—Ciertamente —asintió Cirilo.

Pero ahora nadie tomaba en cuenta a los mellizos. Habían quedado definitivamente a un lado desde la disolución de la liga proeutanasia.

Edgar Peters resumió:

—Supongo que Wilkins estará haciendo cálculos, averiguando el precio de los títulos, el valor de la propiedad y la cuantía de los legados e impuestos a la herencia —dijo—. Cuando venga, estará en condiciones de darnos una idea aproximada de nuestra situación financiera.

Aceptaron esta opinión más o menos consoladora, y una hora más tarde, mientras paseaban por un sendero cubierto, después del desayuno, Gerald mostró la carta a Percy. Era una mañana de sol y el gran invernadero brillaba como una inmensa joya en el engarce gris del invierno.

—Espero que haya dormido bien —empezó por decir Gerald, y manifestó su satisfacción al enterarse de que el detective nunca había dormido mejor—. Mañana, después del entierro, el ambiente que nos rodea será seguramente, tanto para usted como para nosotros, un poco menos triste —continuó diciendo el actor—. Mientras la muerte yace, por decir así, entre nosotros y el recuerdo sigue fresco, no puede uno recobrar fácilmente su acostumbrada actitud filosófica frente a la vida. Al menos, eso es lo que a mí me pasa. Estas impresiones no se aplican a usted. Prosigue en su ingrato problema y espero que cada hora le acerque a la solución. Entretanto ha llegado una carta del abogado de la familia que debe usted leer; por eso se la he traído en seguida.

—¿No ha enviado aún el testamento? —preguntó Percy—. Estamos en algo muy serio, y él debería saberlo.

—Lo sabe. Verá lo que dice. Envía un resumen y traerá el testamento, o la copia, dentro de unos días, junto con más detalles.

El detective leyó detenidamente la carta y luego la devolvió a Gerald.

—Legados poco corrientes —comentó.

—Así pensamos en la familia. A nosotros, personas de pocos medios de fortuna, nos parecen desproporcionados; pero para tío Aníbal, acostumbrado a pensar, cuando pensaba, en millares, constituía sin duda sumas razonables, considerando que estaban destinadas a recompensar servicios prestados durante largo tiempo y con fidelidad. Es menester recordar que esas humildes personas eran para él mucho más importantes que nosotros. Se movía mejor en ese modesto nivel que en el nuestro.

—Si está libre, le propongo que conversemos ahora —dijo el otro, y Gerald aceptó:

—Con mucho gusto. Vamos al jardín de invierno y prepare su pipa. Encenderé la estufa eléctrica y pronto se entibiará la atmósfera. Era uno de los rincones favoritos de mi tío.

Percy le siguió, y cuando se instalaron, Firebrace aludió al comentario anterior del detective.

—Como usted dice, esos legados deben de haber sido como sueños inalcanzables para el ama de llaves y los otros. Me pregunto si conocerían la cuantía, y en vista de la familiaridad que tenían con el testador, estoy casi seguro de que sí. Pocas personas pobres resisten a la tentación cuando se trata de la seguridad para toda la vida, olvidando, por supuesto, que cometer un crimen significa inseguridad para el resto de la existencia.

—Indiscutiblemente, el instinto de conseguir la seguridad es muy fuerte en quienes nunca la han tenido —acordó Percy—. Pero no es aventurado afirmar que las personas al servicio del señor Knott han gozado de esa seguridad.

—Sólo en condiciones de servidumbre, como un perro encadenado —arguyó Gerald—. La seguridad debería significar libertad, y no puede decirse que un sirviente es más libre que un animal doméstico. Para mí la libertad ha sido siempre tan vital como el aire que respiro; a veces me han llamado «el lobo solitario», aunque espero haber sido siempre un lobo manso y razonable. No debe creer que trato de arrojar sospechas sobre estos favoritos. Tienen a sus espaldas una larga carrera de lealtad y devoción. El pobre Tom Cypress sigue aún quebrantado por esta horrenda tragedia. Espero que mañana en el cementerio tenga fuerzas para afrontar la prueba.

—¿Recuerda usted los incidentes de ese día, de ese azaroso veintiséis de diciembre? ¿No hubo visitas, ningún visitante inesperado? —preguntó Pollock.

—Hubo muchas visitas constituidas por los niños de la parroquia acompañados de sus padres; pero nadie que pasara un instante a solas con mi tío. Estaba presente y daba la bienvenida a todos como si se tratase de una recepción. He tratado de evocar cuáles fueron sus actividades desde el desayuno. Las de siempre, salvo esa fiesta. No tomó nada durante su transcurso; sólo se retiró después de terminado el reparto de los juguetes del árbol de Navidad, y tomó una taza de té y una tajada de torta antes de su descanso acostumbrado. A simple vista parecía muy bien; pero durante la comida notamos un cambio; lo atribuimos a un cansancio natural. Pero no cabe duda de que el infernal veneno había empezado a actuar. Por lo menos así lo creeré siempre.

—¿No hubo nada desacostumbrado durante el día? ¿No abrieron alguna conserva durante el desayuno?

—No. Tío Aníbal odiaba las conservas, tanto las carnes envasadas y las pastas de pescado como cualquier sabroso entremés de este tipo. El desayuno fue el de siempre, un poco aguado por el hecho de que Hoskyn estuviera enfermo y no pudiera levantarse.

—¿Le ocurría eso con frecuencia?

—Que yo sepa no. Pero no es ningún misterio. Comió y bebió demasiado la noche anterior. Fue una buena borrachera, mi amigo. Se quedó en cama todo el día, según creemos. No se dejó ver.

—¿No llamó al doctor Runcorn?

—No; supongo que tendría vergüenza de llamar al médico. Se curó él mismo. No era una simulación. Mi hermana Esperanza, que le visitó, nos dijo que su aspecto inspiraba lástima; más que de costumbre, si cabe.

—¿Tiene formada alguna hipótesis del crimen, señor Firebrace? —preguntó Percy después de un breve silencio.

—Traté de hacerlo, pero no pude —confesó Gerald—. En cuanto quiero construir algo plausible acude a mi mente algún factor que desbarata mi intento. Al principio tuve la impresión, como creo que le ocurre a usted, de que la infamia había sido planeaba bajo este techo y de que el asesino podía refugiarse entre nosotros. Enfoqué el asunto desde el punto de vista de cada uno en particular e hice trabajar la imaginación. Por supuesto que mi experiencia profesional me proporcionó abundantes ideas, porque un asesinato significa drama. Deduje que, en cuanto ocasión de cometerlo, el crimen había estado al alcance de todos nosotros menos de Arturo Hoskyn; pero también a su alcance si se considera que pudo haber proporcionado el veneno y actuado por medio de terceros. Esto, sin embargo, implica tener un cómplice, y me cuesta imaginar que alguien de la familia o de la servidumbre quisiera secundar a nuestro farmacéutico en semejante monstruosidad. No; admito francamente que no siento el menor aprecio por mis parientes ni por la servidumbre; pero no veo a ninguno de ellos en trance de desempeñar un papel tan siniestro.

—¿Ni en trance de colaborar entre sí?

—Eso menos aún; ningún bribón dueño de sus cinco sentidos, confiaría jamás en los únicos que podrían ser capaces de semejante acción.

—¿Quiénes, por ejemplo? —preguntó su interlocutor.

—Por ejemplo, los mellizos. Debemos suponer que Dios les ha creado por razones que sólo Él comprende. Únicamente la Sabiduría Divina podría determinar el lugar que ocupan en el plan cósmico. ¿Cree usted por ventura que esa malsana pareja lograría despertar la confianza de un solo ser humano? Son un par de hipócritas farsantes, y aunque hubiesen planeado un crimen, carecen del valor y la sangre fría necesarios para dar el golpe. No tengo secretos para usted, amigo mío, y la verdad es que los detesto. Me enfurece la forma en que se lavan las manos cuando hablan con usted y levantan al cielo sus estúpidos ojos.

Percy compartía estos sentimientos, pero no lo dio a entender.

—Uno de ellos, no sé cuál, porque me es muy difícil distinguirlos cuando no están juntos, observó que los dos se parecían a su tío más que ninguno de ustedes.

—¡Mentira! —exclamó Gerald—. ¡Es como comparar a Hiperión con un par de sátiros, Percy! Aníbal Knott habrá sido un viejo como muchos; pero odiaba la hipocresía y su clima era la sinceridad misma. —Gerald hacía uso de sus efectos más emocionales—. Todavía no me hago a la idea de que nuestro grande y sencillo anciano haya desaparecido para siempre —añadió—. Es una de esas despedidas eternas que dejan un vacío profundo en la contextura misma de la existencia, mi estimado Pollock; pero existen, como usted sabe conmociones tan recónditas, que no permiten derramar lágrimas.

Percy escuchaba con la debida solemnidad, pero no hizo comentarios ni manifestó emoción alguna.

—Muy bien; eso es lo que usted opina de los señores Julián y Cirilo Adams —dijo—. ¿Y qué piensa del señor Peters y del señor Hoskyn?

—Respecto a ellos no es mucho lo que puedo decirle. Son comerciantes que ganan poco y que, a mi juicio, no han llegado muy lejos. Peters es dueño de una de esas desgraciadas naturalezas que se inclinan a aceptar el infortunio con una especie de melancólica satisfacción porque sus predicciones se han cumplido. Un cuervo graznador, pero de ningún modo un cuervo maligno. Nada, al parecer, puede proyectar un rayo de luz sobre la tristeza de sus días. El hecho de haber elegido una existencia de contador cuando tenía el mundo por delante oculta tal vez alguna aberración; no sabía decirlo. ¡Tantas son las profesiones difíciles de asociar con una mente sana y equilibrada! ¿No le parece, inspector? La suya, por ejemplo.

Percy pasó por alto esta estocada.

—¿Y el señor Hoskyn?

—Arturo es inteligente —concedió Gerald—, pero a mí, que poseo un intelecto sano, limpio, aficionado al arte, su pasión por lo morboso me causa repugnancia. A todos nos conviene tener una afición, un interés que nos distraiga de nosotros mismos y de las exigencias de nuestro trabajo, sea cual fuere; cuando un hombre ha justificado su existencia haciéndose valer en determinada capacidad, debería cultivar un pasatiempo saludable para recreo, descanso y equilibrio. Siempre digo que se juzga mejor a las personas por sus diferentes métodos de recreo que por el trabajo serio que realizan; en este punto es donde Arturo está en desventaja; pierde la posibilidad de crearse amistades, porque cuando se sabe que un hombre se apasiona por los crímenes y venenos, deleitándose con esta horrible forma de diversión, las personas sanas como yo, o como usted, prefieren evitar su compañía. Es innegable que en la siniestra tarea que usted desempeña los venenos constituyen a veces, como en el presente caso, el principal factor del crimen; pero apostaría a que sería usted el último en convertirlo en motivo de distracción.

—En un caso como éste la diversión pasa a segundo plano; una mentalidad científica como la del señor Hoskyn se interesa en primer lugar por el problema químico —explicó Percy—. Si uno odia los insectos, se asombra de que una persona simpática y quizá sociable los convierta en su principal interés y no vea nada impresionante en bichos que a uno le producen escalofríos. El profesor Postlethwaite es muy amigo del señor Hoskyn, según me ha dicho éste, y más de una vez se habrán alegrado juntos y habrán experimentado gran satisfacción al triunfar en algún análisis científico. El hecho de ayudar a solucionar un crimen es para ellos una cuestión secundaria, y si se considera su labor desde un punto de vista científico, no hay razón para suponer que sea siniestro el apasionamiento que demuestren ante los casos difíciles.

—Es cierto —reconoció Gerald—. Lo que usted dice me parece muy justo. No había enfocado la cuestión desde ese ángulo. Comprendo su argumento, y Arturo, en verdad, lo ilustra; está lleno de teorías y no desea otra cosa que colaborar con el profesor. Como usted dice, le inquieta mucho más el esclarecimiento de la parte química que el horrible crimen cometido en el seno de su familia. En esto se muestra curiosamente insensible; no parece comprender que si se sospechara de alguno de nosotros todo le indicaría a él como único culpable.

—¿Eso le parece a usted? —preguntó Percy, y Gerald admitió que sí.

—Ciertamente, eso es lo que yo pensaría si fuera químico farmacéutico especializado en venenos —replicó—. Pero a nuestro cándido Arturo, falto de imaginación, ni se le ocurre pensarlo.

—Disculpe la pregunta, teniendo en cuenta quien se la hace —dijo Percy—: ¿qué opina de su hermano, el señor Jorge Maitland, y de su hermana la señorita Maitland?

—Si tuviera la más leve sospecha contra ellos sería usted el último en saberlo, y ningún interrogatorio de tercer grado me arrancaría la verdad —declaró Gerald sonriendo—. Pero es tan cierto como que la noche sigue al día que no tuvieron nada que ver en esta atrocidad. Usted los ha visto y ha hablado con ellos. Ha sopesado sus caracteres; ha notado que el bueno de Jorge es un tonto vulgar y corriente y débil consigo mismo. ¿Puede imaginar a Jorge, cuya modesta ambición consiste en vender automóviles dudosos a mayor precio de lo que valen, en trance de enlodar con un asesinato su alma alcohólica y simple? ¿Es acaso posible descubrir en la capacidad modesta, y en su mayor parte inofensiva, de mi hermano Jorge evidencias del ingenio, la astucia y la cínica brutalidad que hay detrás de este crimen? Mil veces no, amigo mío.

—¿Y la señorita Maitland?

—Ahora estamos en terreno muy distinto, inspector. Uno pierde las ganas de bromear cuando se trata de analizar a mi hermana. Esperanza es la más inteligente de todos nosotros. Es la que tiene más carácter y menos ambiciones. Hasta diría que es una mujer excepcional. Pero ha modificado sus dotes domando su mente y adaptándola al ambiente en que trabaja. Cuando niña compartía, hasta cierto punto, mi talento, heredado de nuestro célebre padre, y revelaba una definida inclinación por el arte, aunque no por el artificio. Si hubiera imitado la tenacidad, la paciencia y el incesante trabajo de perfeccionamiento que han constituido mi parte en la vida, hubiese podido ganarse un lugar junto a los artistas creadores, pero el destino no lo quiso. Entró al servicio del gobierno y el War Office, como puede usted imaginar, pronto estranguló en ella cualquier naciente instinto imaginativo. Se ha convertido en un valioso engranaje de la maquinaria. No conozco la posición que ocupa, porque le desagrada hablar de sí misma. Pero sus puntos de vista sobre la vida son austeros, inflexibles y egoístas. Me recuerda a un gavilán enjaulado. Si hubiese sido artista sólo habría hallado inspiración en un severo realismo. No soporta a los tontos, y su ambición para cuando se jubile es encontrar una morada rústica, lo más distante posible de otras moradas rústicas, y vivir allí una vida sencilla de meditación y aislamiento. Eso, por lo menos, me ha dicho ella, pero no lo creo. Sólo el tiempo dirá si este vuelco de la fortuna ampliará sus miras, enriquecerá sus ideas y modificará sus áridas intenciones. Posiblemente renuncié a su puesto cuando se haya asegurado una renta, e inicie una nueva manera de hacer dinero. No podría asegurarlo. Con su lógica irrebatible es muy capaz de cometer un crimen; no pocas veces la he oído hacer el elogio de tragedias famosas y admirar la mentalidad alemana. Si se sintiera impulsada por cualquier tentación, mañana mismo sería capaz de contravenir la ley. En su juventud fue una de las que se encadenaron a las rejas de Downing Street para conseguir el voto femenino; por lo menos así lo afirma. Yo era muy niño. Pero dudo que empleara veneno si se propusiera cometer un crimen. Es más probable que utilizara una bala o una daga. En todo caso, con el debido respeto que me merece el intelecto de usted, creo que si ella llegara a perpetrar un crimen semejante, su técnica desconcertaría al Departamento de Investigaciones Criminales.

Percy asintió con la cabeza y no dijo una sola palabra.

—En cuanto a mí, estoy al servicio del público —continuó Gerald—. Contribuyo a entretenerlo, y paso la vida proporcionando a los demás el elevado placer que sólo las bellas artes pueden brindar. En estos momentos debería estar en la capital ensayando una nueva e importantísima pieza, y una demora más prolongada me hará perder el contrato. No soy un asesino, ni compañero ni cómplice de las manos ensangrentadas. Mi anhelo es que, reconociendo esta evidencia, me permita usted pronto, sin mancha para mi honor, reintegrarme a mis difíciles y destacadas tareas. Los años son pocos para cumplir plenamente el propio destino, y a nadie se le ofrece una segunda oportunidad. He tenido el privilegio de mantener encendida la antorcha del arte dramático que cayó de manos de mi padre, y me satisface pensar que esta noble misión ha sido dignamente cumplida.

Gerald, que había subrayado sus palabras con ademanes adecuados, propuso al detective que regresaran a la casa.

—Este sol invernal tiene más brillo que calor —dijo—. Volvamos, amigo mío. Parece usted cansado; espero que mi charla no le haya aburrido.

—De ningún modo —aseguró el otro—. Sus opiniones, éxitos y ambiciones son sumamente interesantes, señor Firebrace. Ahora me falta conversar con su primo el químico, y después que lo haga habré terminado de establecer mis cimientos.

—Pero no hallará usted su piedra angular en «Las Torres», estoy seguro, y tengo la gran satisfacción de poder decírselo —afirmó Gerald.

Almorzaron, y cuando se levantaron de la mesa, Arturo se retiró con Pollock al salón de fumar y éste se dispuso a completar su examen de «los Siete». Como sabía perfectamente que ni a él ni a sus primos les amenazaba sombra alguna capaz de convertirse en realidad, Hoskyn ansiaba regresar a sus tareas, ver al profesor Postlethwaite y tratar de colaborar en el intrincado problema químico que se hallaba pendiente. Su solución le interesaba mucho porque seguía abrigando la creencia de que el descubrimiento de la sustancia misteriosa daría la clave del enigma, Pero el detective le obligó a retroceder un poco en el tiempo, tratando de averiguar cuáles habían sido sus actividades durante las horas críticas anteriores a la súbita muerte de Aníbal Knott.

—Como usted sabe —empezó por decir Hoskyn con voz ansiosa—, yo no participé en los hechos del día. Sufrí mucho durante la noche anterior y me desperté muy indispuesto. Cuando me enteré de la mala noticia, fui el último en saberla, me levanté; luego conversé con el doctor Runcorn. Le llamaron inmediatamente después que Cypress hizo su triste hallazgo, y fue el primer profesional que examinó el cadáver de mi tío. Si tío Aníbal hubiese expirado apaciblemente durante el sueño, creo que el doctor Runcorn no habría tomado las medidas que tomó; pero se vio frente a la grave evidencia de que no era así. Usted sabe lo demás, y supongo que comparte la opinión general de que se trata de un crimen.

—¿Usted lo duda? —inquirió Percy, y el químico prosiguió:

—Al principio, el crimen parecía tan absurdo e improbable que pensé en un accidente inusitado, pero es menester que las deducciones estén dentro de los límites de la razón, y tengo ahora la seguridad de que ese extraño veneno no penetró por accidente en el organismo de mi tío. Tanto su médico como el médico forense declaran categóricamente que no fue administrado por vía hipodérmica. En consecuencia, tiene que haberlo bebido o ingerido con la comida. Sí, inspector, no veo otra explicación que la de un asesinato premeditado.

—Aceptada esta suposición se habrá preguntado quién estaba en condiciones de cometerlo.

—Exactamente: Y al pasar revista a quienes rodearon a mi tío durante el día, lo único que en justicia puede hacer es destacar a todos por turno, porque estaban al margen de cualquier sospecha razonable. Mi opinión, en lo que vale, es la siguiente: una mano desconocida, enteramente ajena al grupo que usted mantiene en observación aquí, debe de haber echado mano a los alimentos o bebidas de tío Aníbal durante las idas y venidas y la confusión de la fiesta. Pero alguien, nótelo bien, cuya presencia en esta casa no despertaba sospechas. Por lo tanto, puede usted estar siguiendo una pista completamente errónea que le aleja del verdadero asesino. No alcanzo a imaginar cómo pudo ocurrirle semejante cosa a un hombre como mi tío, ni el nexo que acaso existe entre el muerto y el asesino. Nada en el pasado de tío Aníbal indica que tuviese enemigos, ni que haya procedido alguna vez en forma susceptible de provocar enemistades; pero es posible, naturalmente, que los de mi generación ignoremos muchas cosas de su vida.

—¿Cree usted que las causas, si las hay, deben buscarse en otra parte, y que nadie aquí puede ser culpable o tener un móvil importante que lo haga sospechoso?

—No ignora usted que el dinero es un móvil poderoso cuando se trata de personas pobres que ven interponerse entre ellas y la fortuna nada más que el obstáculo de una frágil vida; pero estoy harto de oír hablar de este móvil, y espero que usted, conociéndonos mejor, no le dé importancia. ¿Somos por ventura una familia capaz de cometer por dinero un crimen tan despreciable? Nuestra situación es modesta, pero respetable y sin mancha. Todos estamos en la edad madura y poseemos condiciones comunes de decencia y humanidad. Conoce usted mi carrera y sin duda sabrá ya que tengo excelentes relaciones. En cuanto a los sirvientes, ¿qué tentaciones podían asaltarles como para que se atrevieran a arriesgar la cabeza? Vivían cómodamente, contentos, y sentían profundo afecto por su amo; porque, pese a que tío Aníbal era a veces aburrido y abrumador, nada tenían contra él; por el contrario, le aprobaban y le querían.

—¿Sabe usted a cuánto asciende la cuantía de los legados que les corresponden? —preguntó el detective.

—Sí, Firebrace me ha dado a leer la carta del abogado. Son enormes y absurdos, y es muy posible que Cypress, Forbes y María Cherry estén enterados. Mi familia cree firmemente que lo sabían de labios de mi tío. Yo no estoy tan seguro; pero aunque lo hubiesen sabido me niego a aceptar que uno de ellos, solo o en connivencia con otros, sea culpable. Yo descartaría por completo la suposición de que fueran capaces de cometer un crimen, como lo hará usted cuando les conozca mejor. Es indispensable tener muy en cuenta el misterio del veneno. Como es natural, me interesa más que cualquier otra cosa; en efecto, ¿cómo hubieran podido esas sencillas personas procurarse aloxán, y por qué había de ocurrírseles utilizar semejante droga? Si hubiésemos encontrado veneno corriente, empleado en muchos crímenes, cabría admitir la probabilidad de que lo hubieran usado como lo han hecho antes otros criminales. Cabría, sobre todo, pensar en Andrés Forbes, el jardinero; pero no siendo así, ¿quién diablos pudo hallar aquí esa extraña sustancia letal?

Percy asintió, moviendo la cabeza.

—¿Cree que fue utilizada a sabiendas por algún desconocido?

—No sólo por alguien que conocía su esencia, sino también la cualidad del agregado mortal que contenía. Por eso ansío volver a mi trabajo y ayudar al profesor Postlethwaite. No se necesitaba agregar nada al aloxán para asegurar el fatal resultado; sin embargo, ahí está… eso, que utilizado sin mezcla hubiera sido igualmente fatal. Opino que cuando se dilucide el misterio de esta sustancia desconocida es probable que se proyecte un rayo de luz sobre los responsables; será una ayuda para usted en su dificilísima tarea. Difícil como buscar una aguja en un pajar; únicamente un químico puede abrigar esperanzas de solucionar este crimen.

—El dicho es aplicable a muchos otros casos análogos; pero la mayoría de las veces hemos hallado la aguja —replicó el detective con evidente seguridad.

—Lo sé muy bien. Y podría ayudarle si me dejara libre. Aquí no le soy útil, pero sí lo sería en Londres colaborando en forma eficaz con Postlethwaite.

—En cuanto al veneno en sí —declaró Percy—, no me interesa mucho, y dudo que aunque lográramos su composición nos ayudara a encontrar al que lo utilizó. La investigación no hace más que empezar, señor Hoskyn. Dígame ahora con confianza la opinión que le merecen sus parientes, aparte de que todos son respetables y de que todos se ocupan como usted en dignísimas tareas.

Arturo se mostró ligeramente irritado.

—Mi estimado amigo, esto es todo cuanto sé de ellos: no somos una familia muy unida y no hemos tenido nunca intereses comunes, salvo tío Aníbal. Él nos acercaba, hasta cierto punto, y todos somos amigos, pero no nos veíamos más que en esta visita anual de Navidad. Ignoro sus vidas privadas y sus ambiciones. Como le digo, no compartimos nada, ningún interés, ninguna afición que pudiera aproximarnos.

—Comprendo —asintió Percy—. Tal situación es muy corriente en las familias. Es absurdo pretender que las personas sean íntimas por el hecho de ser parientes. Generalmente sucede lo contrario.

Arturo se calmó.

—Exactamente. No puedo decir que simpatizo mucho con ninguno de mis primos, y si les conociera mejor es seguro que no aumentaría la consideración que les tengo. Forman un grupo de egoístas y, a mi juicio, algunos de ellos cultivan opiniones muy indeseables.

—El egoísmo tiende a deformar nuestros puntos de vista y a convertirnos en malos ciudadanos. Para mí constituye la raíz de casi todos los males —declaró el investigador—. Estamos comentando en confianza a su familia, y en confianza le diré que sus miembros no agradarían mucho a una persona de principios amplios y altruistas. Pero esto es salirse de la cuestión. Supongo que usted, lo mismo que yo, no les considera capaces de graves delitos. Usted, hábil criminalista, sabe seguramente observar los caracteres, y apuesto a que casi nunca se equivoca. Esta condición suya es la que ha de haber sido tantas veces útil a Scotland Yard.

Arturo miró con desconfianza a Pollock, pero como su elogio parecía auténtico, el químico se tornó más comunicativo.

—No hay duda de que es así —admitió—. El analista nato posee una mente que sondea el carácter como si fuese materia. En lo concerniente a mis primos, por ejemplo, si me exigieran que estudiase sus respectivas naturalezas y estimara sus capacidades, afirmaría que casi todos carecen de la energía necesaria para convertirse en serios enemigos de la sociedad; sólo en el caso de Firebrace y de su hermana no iría tan lejos. Detrás de su afable cordialidad, Gerald esconde un egoísmo casi feroz, y su encanto superficial oculta, a mi entender, rasgos antisociales que llegado el caso no vacilaría en emplear. Es a todas luces insincero debajo de su máscara teatral y de su afectación de escenario. En conciencia: un tipo peligroso.

Percy meneó la cabeza en actitud de respetuosa comprensión.

—Maravillosa psicología la suya —dijo, y alentado en esta forma, Arturo prosiguió:

—A pesar de nuestra relación superficial le he cogido en mentiras de primera magnitud —dijo—, y cada vez que le arrancaba la máscara y le obligaba a mirar de frente su descarada mentira, no se mostraba humillado ni avergonzado, ¡cómo si se tratara de una mentirijilla que valía la pena haber arriesgado por si acaso yo la creía! Se veía condenado y descubierto, pero nada le importaba.

—Probablemente está acostumbrado —observó Percy.

—Tiene razón. Es un personaje endurecido y amoral, indiferente a todo lo que no sea su arte. En cuanto a su hermana, Esperanza Maitland, aunque en nada se le parece, comparte el punto de vista oportunista que su hermano tiene de la vida y muestra un absoluto desdén por el honor y todas las gracias femeninas. Respeta la verdad tan poco como él, pero es más hábil para la mentira. A ella también la he desenmascarado. Es una mujer árida, tortuosa y endurecida; las autoridades ignoran que es la menos indicada para ocupar un puesto de confianza en el War Office. En estos tiempos peligrosos sólo los ciudadanos fieles y leales deberían tener empleos de gobierno.

—Muy cierto, señor Hoskyn, es vital —apoyó Percy.

—Pero estas observaciones, fundadas en el escaso conocimiento que tengo de los dos, no debe interpretarlas en el sentido de que a mi juicio hayan podido hundirse en la infamia que usted investiga —añadió Arturo—. Así como negaría la posibilidad de que Esperanza vendiera secretos de Estado si hubiese una guerra, diría que Gerald no hubiera sido capaz de asesinar a nuestro benefactor. No; conociéndoles tan poco, nunca iría tan lejos; pero usted lanzó un desafío a mis dotes psicológicas y mi deber era darle mi verdadera opinión.

—Si he comprendido bien, para usted todo el asunto está centrado en el veneno, y arguye, como prueba definitiva de la inocencia de los Maitland, que ni uno ni otro pudieron obtener en ninguna forma ese veneno. ¿Es así?

La desconfianza de Arturo se avivó y su voz recobró su tono de ansiedad.

—Me hace usted una pregunta curiosa. Advierto que también sabe sondear debajo de la superficie —repuso—. No pensaba en el veneno cuando le di mi opinión sobre ellos; pero al hablar de eso, abre usted para su uso propio, no para mí, un derrotero de investigación. Y en ese derrotero corresponde que la imaginación desempeñe su parte, inspector. Naturalmente, debe de poseer usted imaginación; sí, es probable que así sea. Yo no me jacto de tenerla, puesto que en el campo científico a que pertenezco no es esencial y siempre constituye un camino inseguro para llegar a la verdad.

—Pruebe usted —instó Percy—. Su visión es sumamente penetrante y amplia, señor Hoskyn, y estoy seguro de que no carece de imaginación.

Arturo meditó un instante sobre la forma de contestar a este desafío.

—No veo cómo hubiera podido el actor proveerse de semejante droga —admitió—. No es concebible que la vida de teatro o de clubs profesionales que ha de frecuentar le hayan puesto en contacto con el aloxán; pero cuando pienso en su hermana, vislumbro francamente una remota posibilidad.

—Si es así nunca vuelva a decir que carece de imaginación —replicó Percy—. Pero confieso que a mí no se me ocurre nada, así que, por favor, continúe.

—Es nada más que una conjetura —explicó Arturo—. Sin embargo, tal vez valga la pena examinarla. En todo caso no debe usted revelar a las autoridades quién le dio la idea. De lo contrario nunca me perdonarían. Cualquier investigación llegaría a aguas profundas, y es posible que no ayudase a sostener mi hipótesis. Si sirve para algo, le regalo a usted el mérito. Le permito que se adjudique la idea, Pollock. Bien; esto es lo que se me ha ocurrido: en primer lugar, el veneno es, ha sido y será un arma femenina, y en relación con la tragedia de mi tío, en lo que concierne a la familia, sólo hay una mujer comprometida, es decir, mi prima Esperanza Maitland. Aparte de ella, sólo otra mujer tiene lazos de sangre con Aníbal Knott, mi tía Sara Adams, de noventa años de edad y poseedora de una coartada insospechable. Podemos descartarla definitivamente, y nos quedamos con Esperanza. La hemos juzgado árida y antipática, y no obstante esto vacilamos en admitir que sea capaz de ese crimen atroz. Pero si estableciéramos un posible eslabón entre ella y el veneno, el caso variaría, permitiéndonos suponer que en posesión de los medios, y con la tentación de emplearlos, su carácter podría revelar una faceta oscura y siniestra que nuestra caridad nunca le habría atribuido. Supongamos (y aquí es donde aparece mi insospechada capacidad imaginativa), supongamos que detrás del nubarrón de la inminente amenaza alemana, el War Office esté preparando en secreto armas desconocidas. Supongamos que, ocultos en laboratorios británicos, algunos de nuestros químicos y toxicólogos más famosos estén trabajando noche y día en la preparación de sustancias mortíferas capaces de determinar el resultado final de la contienda; supongamos que se hayan enviado muestras de su ingenio, después de ensayadas, al War Office y que la señorita Maitland conozca esas terribles mezclas; que esté en contacto con ellas y que le sea fácil sustraer la necesaria cantidad para poner en práctica infames propósitos. No es más que una mera hipótesis e ignoro si el producto químico en cuestión sería aplicable a una exterminación en masa (en forma de gas, por ejemplo), pero se me ha ocurrido la posibilidad de tal idea. En la primera oportunidad se lo preguntaré al profesor Postlethwaite, porque si existen esos trabajos secretos, es seguro que él participa en ellos. Entre tanto, le ofrezco la teoría como un medio que le permitirá, tal vez, inculpar a esta persona determinada. Espero que no; confío en que no; pero no puede refutar mi tesis por débil que sea. A menudo las teorías abren la puerta a la realidad.

—Muy sutil —dijo Percy—. Más allá de lo que yo hubiera pensando sin ayuda, señor Hoskyn. Aguas profundas, como usted bien dice, pero que invitan a arriesgarse. Se lo agradezco y le pido que deje el resto en mis manos.

—No ha sido un placer decir estas cosas —suspiró Arturo—, y desearía mucho haberme equivocado, pero si la verdad se oculta entre mis parientes, aunque confío en Dios que no, tal vez se halle escondida en el corazón de una mujer. Y ahora, si nuestra conversación ha servido para que usted se pronuncie en favor de mi regreso al trabajo abandonado, le quedaría muy agradecido.

Percy desoyó esta petición.

—Empieza a cobrar forma ante mis ojos el fondo de los caracteres de ustedes —dijo—; es un material que necesita un minucioso examen antes de que un detective se aventure a construir sobre él. Ahora tengo que estudiar a ciertos miembros de la servidumbre: los más próximos al señor Knott, aquellos que le acompañaron en el día en cuestión. Desearía que les comunicara a cuánto ascienden sus legados antes de la entrevista que tendrán conmigo, y pediré al señor Firebrace que lo haga.

Pero Gerald ya había informado de su buena suerte a los empleados de su tío, y antes de que el investigador los entrevistase, Cypress, María Cherry y Andrés Forbes tuvieron tiempo de reflexionar sobre sus inesperadas fortunas. Aunque cada cual se había sentido seguro en cuanto al porvenir, ninguno había previsto tan generosa donación.

Pollock asistió al entierro de Aníbal Knott en compañía del inspector Frost y del superintendente Woodman. Para subrayar el respeto que le merecía el muerto, el jefe de policía, coronel Tankerville, acompañó en persona a los deudos; una multitud llenó el cementerio y se hizo necesaria la intervención de la policía. Gerald había decidido que la ceremonia fuera suntuosa, con penachos y carruajes de duelo, porque en aquellos lejanos días anteriores a la guerra de 1914, tales adornos eran el complemento de los entierros de las personas adineradas. Percy observaba la escena con su ojo bizco; pero no vio nada que no supiera ya. «Los Siete», de riguroso luto, acompañaron el ataúd del tío desde la iglesia hasta la tumba, mientras Andrés Forbes y Cypress, conforme al deseo de la familia, figuraban entre los que llevaban el féretro en el último viaje de Aníbal. El día era claro y hermoso; los mellizos encabezaban el cortejo seguidos de Arturo y Edgar; Gerald y su hermana iban detrás, y Jorge en la retaguardia, junto al jefe de policía. María Cherry y los otros criados de «Las Torres» seguían a respetuosa distancia, y cuando todo terminó, el encargado de las pompas fúnebres acercó las coronas, cruces y palmas para colocarlas sobre la tumba después que fuera rellenada. Todos se comportaron exactamente como correspondía, y Percy no descubrió ninguna presencia extraña en la ceremonia. Después se reunió con sus colegas y almorzó con ellos antes de regresar a «Las Torres». También habló con el jefe de la policía, quien le instó a que triunfara en su investigación.

Durante el almuerzo, aliviados de la presencia de Pollock, «los Siete» se superaron en sinceridad y discutieron cómo debía de ser el monumento que erigirían en la tumba del pariente desaparecido.

—Tiene que ser notable, tanto por su calidad como por su carácter —declaró Julián—. Hay, naturalmente, mucho tiempo por delante, pero si se me permite una sugerencia, propongo que encarguemos el monumento conmemorativo a los Almacenes Imperio.

—Empleamos a artistas muy capaces —añadió Cirilo—, y se puede confiar en que crearán algo digno del muerto.

—Tío Aníbal hubiera desaprobado cualquier cosa llamativa y vulgar —les recordó Edgar, pero Cirilo protestó:

—Los Almacenes Imperio no necesitan se les haga ninguna advertencia de esa clase. Tened la seguridad de que cualquier proyecto que nos sometan será suntuoso y de gusto perfecto, y valdrá la suma que estemos dispuestos a pagar por la obra.

—¿Qué quieres decir por «proyecto»? —preguntó Jorge—. No será, supongo, un ángel de mármol, o una estatua del viejo en persona.

—Un poco de césped y un arbusto o dos que se cuiden solos sería suficiente —dijo Esperanza—. Emplear dinero en tumbas es estúpido.

—Una lápida sólida y duradera con su nombre y la fecha del nacimiento y del fallecimiento sería lo indicado —declaró el contador—. Al fin y al cabo, eso es todo cuanto puede decirse de él.

—Los hombres como tío Aníbal sólo viven en el corazón de quienes les conocieron —suspiró Gerald—. Hasta las piedras perecen, y ni el mármol ni el granito pueden prolongar la extinción final y total de los muertos. En lo que a mí concierne, no desearía otra cosa que un montículo de césped decorado por los ropajes primaverales de la madre tierra.

—Tal vez tengas razón —accedió Edgar, y se volvió hacia Cypress que, melancólico y con los ojos enrojecidos, les servía el almuerzo—. ¿Oyó alguna vez al querido tío expresar su opinión al respecto, Tom? —le preguntó, y el otro meneó la cabeza con displicencia.

—No tenía costumbre de expresar muchas opiniones, señor Edgar —repuso—. Cuando Forbes perdió a su esposa, el señor pagó la lápida y visitó la tumba cuando la colocaron, pero nunca le oí decir si le gustaba o no.

—Eso prueba, por lo menos, que hubiera deseado un monumento decoroso para él —declaró Cirilo—, y espero que no habrá diferencias de opinión al respecto.

—Creo que, por una vez, Gerald tiene razón —expresó Esperanza—; un montículo y una pequeña y resistente siempreviva.

—¿Y qué dirán las gentes? —preguntó Julián—. Protesto, Esperanza.

Cirilo también demostró su indignación, y Esperanza aumentó el enojo de los mellizos censurándoles su hipocresía. Gerald intervino exigiendo paz.

—Conservemos las apariencias —ordenó—. Es un tema muy inconveniente para no estar de acuerdo y sería mejor no insistir. Os presentáis bajo un aspecto poco favorable. —Se volvió hacia Julián—. Propongo que plantees este problema a tu madre cuando regreses —le dijo—. Tía Sara pertenece a la generación de tío Aníbal y podemos confiar en su criterio.

—Temo que esté enojada con todos nosotros —dijo Arturo—. Ese es otro pequeño misterio, y me interesa saber quién envió el falso telegrama en nombre de Julián para evitar que viniera.

—Hubiera sido un verdadero placer para nuestra anciana madre estar aquí hoy —les dijo Cirilo—. Uno de vosotros le jugó sucio; fue una cobardía sin nombre para una persona de su edad.

—Así es —apoyó Julián—. Por lo general, a las personas muy viejas les divierten los entierros cuando tienen bastante salud para estar presentes, y éste ha sido el último al cual ella hubiera podido asistir.

—Exceptuando el suyo —observó Esperanza.

En la cocina, después de terminado el almuerzo, Cypress se puso a conversar con María Cherry, quien, como él, había regresado llorosa y abatida de la ceremonia final.

—¡Dios mío! —exclamó—. ¡Tener que oírles! ¡Haber tenido que oír a esos desalmados mientras comían, discutiendo si al señor se le pondría una lápida de precio o un poco de césped! ¡Casi pierdo los estribos y les digo unas cuantas verdades! Pero toda una vida de buen comportamiento me ha hecho callar. Él se hubiera reído.

—Todos ellos son detestables —repuso María—, y ella es la peor de la banda. Si hay envenenadores entre nosotros ¿por qué no envenenaron a quienes se lo merecen? ¿Cómo hará para descubrirlos el señor Pollock, Tom?

—Esa es su profesión, y me ha dicho Frost que tiene fama. Asegura que si el inspector llega al fondo de este asunto subirá varios peldaños en su carrera.

—Le daría la mitad de mi herencia si el dinero ayudara —declaró María Cherry.

—No perdamos las esperanzas, María —contestó Cypress—. Hablará ahora con nosotros y quizá consigamos saber hacia qué lado se orientan sus pensamientos.